jueves, 10 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 6



La tarde siguiente, Emma se agarraba con fuerza a la mano de su madre mientras se dirigían a las oficinas de los viñedos.


Aún no conocía al vinicultor, Leonardo Corbett. Sus horarios no coincidían con los de ella. A quien iba a ver era a Marisa. Desde el día de la mudanza se habían convertido en amigas y Paula necesitaba el consejo de alguien de los viñedos.


–No tardaré mucho –Paula se agachó frente a Emma–. Cuando volvamos a casa te prepararé tu cena preferida, hamburguesas con patatas fritas, pero también tendrás que comer un poco de brécol.


–¿Con salsa de queso?


–Trato hecho –Paula sonrió.


A través de las ventanas, vio a Marisa en el primer despacho. Estaba recogiendo unos documentos que salían de la impresora. Era una mujer hermosa, un par de años más joven que ella. Sus cabellos eran rizados y de color castaño oscuro. Los ojos, color chocolate, eran tan expresivos como su generosa boca, y no ocultaban lo que pensaba.


Desde el despacho de Marisa se accedía a otro mucho más grande, y Paula sospechó que debía ser el de Pedro. Detrás del escritorio de caoba había dos armarios archivadores y, colgados de la pared, unos bonitos cuadros. Las sillas estaban tapizadas en cuero color vino.


La impresora terminó de echar hojas y Paula golpeó suavemente la puerta con los nudillos. El rostro de Marisa se iluminó con una amplia sonrisa.


–¡Paula! Qué alegría verte. Y a ti también, Emma. ¿Te gusta tu nueva habitación?


–Sí, me gusta –Emma se mantuvo pegada a su madre.


–Qué bien –Marisa devolvió su atención a Paula–. ¿Ya te encuentras más a gusto aquí?


–Sí, y de eso quería hablarte. Pero primero quiero saber si te pillo en mal momento.


–A menudo trabajo hasta tarde, pero de vez en cuando Pedro me da la tarde libre, con lo cual se compensa. Esta tarde esperaba unos pedidos y he tenido que quedarme para organizarlos.


–¿Te importa si Emma se sienta a dibujar en el suelo?


–No hace falta que se siente en el suelo. Ven aquí, calabacita, siéntate en mi mesa –la joven le dio a una palanca en la silla y el asiento subió varios centímetros–. ¿Estás bien así?


La niña asintió.


–¿Qué puedo hacer por ti? –Marisa señaló el archivador y ambas se dirigieron hacia allí.


–La cabaña es estupenda –le aseguró Paula–. Pedro es muy hospitalario, pero no quiero aprovecharme. El problema es que el dinero de la compañía de seguros podría retrasarse.


–Pareces preocupada por algo –observó Marisa.


–Y lo estoy. La compañía de seguros está investigando el incendio porque tenía muchas deudas.


–¿Y quién no?


–Las mías eran tan enormes que creen que yo provoqué el fuego.


–¡No! No puedes hablar en serio.


–Pues sí. No se lo he contado a nadie, excepto a Pedro, y te agradecería que no lo divulgaras.


–Por supuesto. ¿Qué necesitas de mí?


–Me preguntaba si sabrías dónde podría encontrar un alquiler. Incluso me conformaría con dos habitaciones en alguna casa. Necesito que sea lo más barato posible. El principal problema es volver a trasladar a Emma. Está encantada aquí. ¿Qué harías si se tratara de ti y de Julian?


–Si se tratara de mí y de Julian, creo que me quedaría aquí todo el tiempo que fuera posible. El viñedo es un lugar ideal para un niño, un lugar hermoso para recuperarte. Y estoy segura de que a Pedro no le importa que estés aquí.


–No lo sé.


–Parecía muy contento cuando te trasladaste –Marisa observó a Paula con detenimiento–. Además, cuando existe química entre un hombre y una mujer, se nota.


–¡No, no! No hay nada entre nosotros. Pensaba en Emma y en…


–No me digas que no te fijaste en el aspecto de Pedro el día que te llevó el sofá. Dime que no te has dado cuenta de lo grises que son sus ojos, de cómo le cae el flequillo sobre las cejas, que sigue teniendo ese aspecto de trotamundos que hace que una desee huir con él adonde sea.


–¿Estás pensando en fugarte con él? –preguntó Paula, en parte para defenderse y en parte porque deseaba saberlo.


–No es mi tipo. A mí me gustan los chicos malos, los que te dejan tirada a la primera.


–¿El padre de Julian era uno de esos? –adivinó Paula.


–Desde luego –Marisa asintió–, y no puedo decir que no sabía en qué me estaba metiendo. Pero no tuve cuidado.


–Pues yo intento tener cuidado –le aseguró ella–. Debo hacerlo, por el bien de Emma. La química está bien, pero cuando no hay un futuro más allá…


–Dímelo a mí. Tú eres el futuro de Emma, y yo el de Julian. Pero hay algo más. A veces deseamos ser independientes y no aceptamos la ayuda de los demás. Y eso no hace más que dificultar nuestras vidas. El Club de las Mamás me encontró este trabajo. Fue un regalo del Cielo. Al principio me parecía demasiado bueno para ser verdad, pero Pedro había estudiado mi expediente académico, y el dueño del restaurante en el que había trabajado como camarera le dio buenos informes de mí. Pedro decidió darme una oportunidad y yo acepté el regalo.


Deberías considerar la cabaña un regalo. Ya sabrás cuando llegue el momento de marcharse.


–Le debo mucho al Club de las Mamás. ¿Qué puedo hacer para empezar a devolvérselo?


–Puedes ayudar a repartir comida el sábado.


–¿Puedo llevar a Emma conmigo? –Paula recordó que Kaitlyn le había hablado de ello.


–Claro. El reparto se hace en la escuela de niños. Un par de voluntarias cuida a los críos.


–¿A qué hora?


–Empezamos temprano, sobre las ocho de la mañana, pero tú ven cuando puedas.


–Contad conmigo.


Las dos mujeres se acercaron a Emma y estudiaron el dibujo. Era evidente que se trataba de un hombre vestido con vaqueros y una camiseta. Ella se había dibujado a su lado, junto a una viña. Eran perfectamente reconocibles. La pequeña le daba la mano a Pedro.


Pedro llevó a Emma de paseo cuando vino el del seguro –le explicó Paula–. Se lo pasó muy bien.


–A lo mejor deberías dar un paseo con Pedro tú también – sugirió Marisa con picardía.


–No voy a alentar la química. Mi vida es demasiado inestable de momento.


–La química puede ser divertida –la joven le guiñó un ojo.


Pero Paula sabía que la química también podía estallarte en la cara.







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