miércoles, 30 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 10





Llego a las oficinas de Saint Clair puntualmente. Me siento esperanzado, al parecer comienzo a creer que mi suerte está cambiando. Entro en el recibidor y me acerco hasta el mostrador, donde se encuentra el portero del edificio, a quien le indico con mucha sencillez adónde me dirijo. Tras
revisar que tengo cita, el hombre me deja pasar y me señala el piso al que debo ir.


Bajo del ascensor en la planta cuarenta de la Torre GAN, donde se ubica Saint Clair, y camino con seguridad hasta entrar en la recepción. Ya estuve aquí cuando me presenté a la selección de modelos; claro que ahora estoy mucho más tranquilo que ese día.


La empleada de cabello castaño que me atiende con mucha cordialidad parece una modelo extraída de alguna revista de moda, lo que me lleva a pensar que aquí hacen castings para que todos los empleados luzcan de esa forma. Intento hacer memoria, pero no la recuerdo de la otra vez que
estuve, quizá sea nueva. Le facilito mi nombre y a continuación revisa un papel mientras persigue con su índice la lista; cuando parece encontrar el mío, levanta la vista y me doy cuenta de que le gusta mi aspecto, porque se sonroja; luego intenta recomponerse y me dice:
—Monsieur Alfonso, lo están esperando en Recursos Humanos; debe subir una planta más y preguntar por el señor Borin. Puede utilizar el ascensor que se encuentra en el pasillo y que es de uso interno. Le anuncio de inmediato.


—Perfecto, muchas gracias. —Le guiño un ojo haciendo alarde de mis encantos, y ella sonríe abiertamente.


Cuando salgo del ascensor en la planta cuarenta y uno, me acerco hasta el escritorio más próximo y le explico mi situación a la mujer que se encuentra allí; la joven, de inmediato, me indica el camino. Doy con la puerta de la persona que debe atenderme; mientras llamo con los nudillos, leo el cartel: «Remi Borin, director de Recursos Humanos». Rápidamente, una voz desde dentro me invita
a pasar.


—Buenos tardes. El señor Alfonso, ¿verdad?


—Así es. Encantado, señor Borin.


Nos saludamos con un apretón de manos y luego el hombre me invita a sentarme. Sin más rodeos, nos referimos a lo que me ha traído hasta este lugar: me tiende una copia del contrato para que pueda leerla y lo hago sin demora; todo está estipulado claramente y no es un contrato muy
extenso, por lo que no tardo demasiado; además, estoy familiarizado con estos papeleos, así que sé
exactamente a qué debo prestar atención. En él se detalla en qué consiste mi trabajo, cuáles son los eventos de promoción a los que deberé asistir, se estipula también todo lo referente a la exclusividad de mi imagen y, además, la remuneración que percibiré por el trabajo; obviamente eso es lo que en realidad me importa. Releo el resto de las cláusulas y todas me parecen razonables, así que le expreso
mi conformidad al señor Borin y entonces ambos firmamos al pie del contrato.


—Esto es todo, señor Alfonso, esta copia es suya. Le doy la bienvenida al staff de Saint Clair. — Nos damos un nuevo apretón de mano—. Me han dicho que le indique que, tras cumplimentar su firma, debe dirigirse a la planta cuarenta, lo están esperando en el despacho de dirección general.


—Perfecto, muchas gracias, ha sido un verdadero placer.


Bajo por el ascensor interno y la recepcionista me indica dónde se encuentra la oficina de la directora general de Saint Clair. Al llegar me atiende su secretaria, otra belleza despampanante.


«Definitivamente hacen castings de empleados, porque la que estaba en la planta de arriba tampoco estaba para despreciar», confirmo para mis adentros al observarla.


La empleada me anuncia con prontitud, Paula, sin tardanza, le indica que puedo pasar y ella me lo hace saber.


—Gracias, Juliette —Leo su nombre en la placa que está sobre su mesa y me dirijo hacia la puerta que me ha indicado.


El despacho de Paula se encuentra en un ala separada del resto de la planta; todo es muy moderno y estético en ese sector. Llamo a la puerta y una voz armoniosa, pero cargada de energía, me da la entrada.


—Buenas tardes, señor Alfonso..., Paul, bienvenido a Saint Clair, ya me han informado de que su contrato con nuestra firma es un hecho.


—Así es, señorita Chaves. —Agito el pliego de papeles que traigo en una mano, demostrándole que lo que dice es totalmente cierto.


Ella me ha saludado con solemnidad, así que de la misma forma la saludo yo. En el despacho hay otras dos personas que la están peinando y maquillando, creo que los tengo vistos del casting; no obstante, en el momento en que entro, la liberan por unos segundos para que Paula pueda
tenderme la mano. Con total corrección, y no me esperaba otra cosa tras oír su saludo indiferente, me presenta a esas personas sin ninguna pompa y luego me indica:
—Tome asiento, Pedro.


—Gracias.


El despacho es enorme y está decorado de forma minimalista: las paredes de cristal y acero le otorgan un aspecto de laboratorio, y el escritorio es una verdadera pieza arquitectónica hecha de cristal; detrás de Paula, a través de los ventanales que van del techo al suelo, se puede ver París sin ninguna interrupción, magnífica y asombrosa; no obstante, los muebles oscuros concuerdan con la frialdad del lugar. Pienso que no parece el despacho de una dama, pero Paula es una caja de sorpresas y no me extraña del todo que su despacho sea así. Empiezo a darme cuenta de que no es la típica mujer romántica que dibuja corazoncitos en el margen de la hoja mientras habla por teléfono.


Sigo escudriñando la estancia sin disimulo.


—Vasili Kandinski.


—¿Cómo dice?


—El pintor de ese cuadro, el padre del expresionismo abstracto. Uno de mis pintores favoritos.


—Creo que se sorprende de que lo reconozca y yo entiendo entonces que la frialdad de la oficina es, sin duda, para destacar esa maravillosa obra de arte cargada de colores.


—Exacto, me gusta mucho su obra; en mi casa tengo otros cuadros suyos. 



—Me satisface saber que tenemos un punto de coincidencia.


—Una sinfonía de líneas y colores de cálida geometría cromática.


—Increíble descripción. —El golpeteo en la puerta interrumpe nuestra conversación de arte—. Adelante.


No me extraña que André entre acompañado de Estela; ya he advertido las luces y el trípode con la cámara fotográfica que hay aquí. Mi amigo me abraza efusivamente al verme; de igual modo, Estela se muestra muy cordial.


—Hola, Pedro, ya eres formalmente la cara de la próxima temporada de Saint Clair.


—Así es, vengo de firmar el contrato.


—Estupendo, te doy la bienvenida.


—Muchas gracias, Estela.


—Haremos algunas fotografías con Paula —me informa inmediatamente André, y al instante ladeo la cabeza hacia ella para mirarla. Contengo la risa porque la pillo estudiando mi vestimenta: llevo un pantalón azul de lino italiano ajustado y una camisa beige con cuello clásico; los puños tienen una solapa interna de color azul marino, que al estar doblados combinan con el pantalón, y completa mi atuendo una chaqueta azulina.


—Estela lo acompañará para que pueda cambiarse —me dice de pronto, justificando su inspección.


Me sonrío y asiento con la cabeza; luego, sin decir palabra, sigo a Estela, que me lleva hasta un recinto donde nos está esperando una joven a quien me presenta como la encargada de vestuario.


—Cécilie te ayudará a encontrar el estilo para las fotos que haremos.


—Estupendo. Me pongo en tus manos, Cécilie.


—Gracias por la confianza.


Me asombra el despliegue: todo parece estar muy cuidado y es obvio que yo no entiendo nada de este mundo tan nuevo para mí.


Elegimos juntos las prendas y luego la joven me deja solo para que pueda cambiarme. No tardo demasiado en vestirme, y por fin regreso al despacho de la directora general. Ahora visto un pantalón de sarga elástico de algodón de color negro, una camiseta con escote en pico de color blanco, la cual por consejo de Cécilie me he introducido en el pantalón a la altura de la hebilla del cinturón; también llevo una chaqueta de lino en gris claro, que al parecer es el complemento perfecto, y, como accesorio de mi vestimenta, llevo un fular en gris marengo, que combina con un
pañuelo que asoma del bolsillo. En los pies me he puesto unas botas negras de vestir acabadas en punta, todo de la línea Saint Clair.


Llamo a la puerta y nuevamente esa voz cautivante que llevo grabada en el cerebro me da paso.


—Guau, ahora sí que tienes la pinta de todo un chico Saint Clair —aprecia Estela en cuanto hago mi entrada. Ella siempre es muy efusiva y amistosa.


Miro de reojo a Paula, y alcanzo a vislumbrar una sutil sonrisa que evidencia deleite; sonrisa que, por supuesto, intenta disimular, pero que sus ojos no logran ocultar por completo. A continuación, André y Estela hacen que me siente para que me maquillen; me muestro reticente, pero
ellos insisten en que mi piel tendrá un mejor acabado en la fotografía con un poco de maquillaje.


Sumida en una postura apática, la directora permanece callada y esperándome, mientras revisa unas carpetas. Con mi renuencia consigo arrancarle una promesa al maquillador, que me asegura que será poco el maquillaje que me aplicará; resignado, finalmente decido confiar en sus manos. 


Observo a Paula disimuladamente y advierto que de vez en cuando levanta la vista y me mira desde el sillón donde se ha sentado; creo que está divirtiéndose conmigo. Para completar mi transformación, también me peinan: me colocan unas pinzas para dominar mi alborotado y voluminoso cabello, que retiran tras aplicarme laca fijadora. 


La intención es que tenga un aspecto desordenado, pero no tanto.


Me siento extraño, no estoy acostumbrado a esto, y mi actitud algo machista me hace sentir un poco incómodo.


—Deberás acostumbrarte —señala de pronto Paula, mientras sonríe y me mira; interpreto en su rostro un deje de piedad hacia mí—. Habrá veces que te maquillarán mucho más —asegura incluso más risueña mientras muerde un lápiz.


—¡Dios! ¿En qué me he metido? —Elevo la vista hacia el techo—. Siempre he sido muy machito para andar usando maquillaje.


Todos se carcajean. Paula aparta los papeles y se pone de pie mientras acomoda su falda.


No puedo dejar de considerar que está de infarto; en realidad, no más que siempre, ¿o sí? Lo cierto es que ese vestido de cóctel en encaje azul cielo con algunas trasparencias la hace parecer una divinidad; me doy cuenta de que, con todo el despliegue anterior, no había tenido tiempo de admirarla tan detenidamente, así que la recorro con la vista de punta a punta. Me embrujan las sandalias altísimas de color blanco que lleva puestas; sus piernas, que ya son largas, se ven interminables. Creo que me embobo un poco viéndola y presumo que la mandíbula se me cae; cuando me doy cuenta de mi expresión, ruego que ninguno de los allí presentes lo haya notado.


—Eso son mitos, mi vida —apostilla quien me peina, y me saca de mi ensoñación—. Yo no uso maquillaje, soy un macho, y también soy gay.


Las risas truenan más fuertes.


Cuando terminan de prepararme, me pongo en pie y vuelvo a colocarme la chaqueta, que me había quitado para estar más cómodo. Solícitamente, Estela me acomoda las solapas y el fular. En ese instante, Paula se acerca a mí para que nos saquemos algunas fotos juntos. Nos colocamos contra una de las paredes, donde se encuentra colgado un vinilo con logos de la marca, y entonces André comienza a disparar su cámara incansablemente mientras posamos para él.


—Listo, creo que son más que suficientes —nos indica mi amigo tras algunos minutos.


En ese momento se oye la voz de la secretaria de Paula a través del interfono.


—Han llegado los periodistas.


—¿Periodistas? —No estoy preparado para eso. Por lo visto se han olvidado de avisarme, ¿o tal vez debería haberlo imaginado? Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo enfrenta la prensa un modelo, pero intento relajarme.


—Son tan sólo tres periodistas, pertenecen a los medios escritos más importante de la moda. Y no debes preocuparte, todos son personas muy agradables, los conozco. Tú déjame hablar a mí, luego te harán unas pocas preguntas... Seguramente querrán saber cómo fue tu elección. Sé amable, sonríe, muestra tu encanto, sólo eso —me explica Paula dándome seguridad.


—Estupendo, creo que podré hacerlo.


—Desde luego, Pedro, no espero otra cosa de ti.


—Gracias por la confianza, no te defraudaré. ¿Cuento lo del choque?


—Obviemos esa parte, mejor.


Se sonríe y entrecierra los ojos articulando una mueca divertida.


—Lo supuse; descuida, un caballero no tiene memoria.


Me sonríe seductoramente mientras agita la cabeza y habla por el interfono.


—Haz que pasen, Juliette.


Paula no deja de sorprenderme; esa mujer es una ida y vuelta constante de actitudes. Lo que ocurre, al parecer, es que no se decide respecto a cómo tratarme: a ratos es formal e impersonal, y otros es cálida y considerada. La entrevista no se alarga mucho; los periodistas se van y volvemos a quedar nuevamente los cuatro solos. Con celeridad, André comienza a desmontar sus equipos y lo
ayudo.—Reina, ya tengo elegidas todas las localizaciones para la campaña.


—Cuéntame, André. —Paula se muestra muy interesada.


—Ahora no tengo tiempo —dice él mientras vuelve a mirar la hora—. Debo llegar a mi estudio... exactamente en veinte minutos. Es obvio que, si no espabilo, no lo conseguiré. Por eso... ¿qué os parece si esta noche cenamos en casa? De paso festejaremos el contrato de Pedro, y también te
mostraré todos los lugares que he encontrado.


Paula y yo nos miramos casualmente.


—Me parece una excelente idea.


Estela es la primera en estar de acuerdo y no se preocupa de ocultar su entusiasmo.


—Por mí, no hay problema —intervengo utilizando un tono neutro.


—Vale —dice Paula finalmente—. Deseo comer comida japonesa.


—No me gusta la comida japonesa. Lo único que me chifla de esa gastronomía son las tempuras.


—Me preocupo de dejar bien claro eso; ella no me va a condicionar, a mí, a comer algo que me desagrada.


—¡No puedo creer que no te guste!


—¡No puedo creer que a ti sí! —le retruco, utilizando el mismo tono que ha empleado ella.


—Bueno, dejad de discutir por estupideces. Tú, Paula, tendrás tu comida japonesa, y tú, amigo, ¿qué deseas comer?


—Cualquier cosa menos comida japonesa.


—Tú, Estela, ¿algo en especial?


—Por mí no hay problema.


—Suerte que existen el servicio de comida a domicilio, porque, con amigos tan complicados como vosotros tendría que tomar clases en un curso de chef.


—Llevaré champán —presumo porque sé que se estila que el hombre lleve la bebida.


—Sólo tomo Dom Pérignon —acota Paula.


—Pues en ese caso tendrás que comprarlo tú, no estoy en condiciones de pagar una botella de Dom Pérignon. —Mujer pedante... Otra vez se muestra como una ricachona caprichosa y me enerva que no se ubique.


—Yo me voy, resolved vosotros lo del champán. Nos vemos esta noche, os espero en mi casa a las nueve.


Estela se va tras André; utiliza como excusa ayudarlo con los bártulos para seguirlo, pero estoy seguro de que es para despedirse de él; esos dos últimamente no paran de hacerse arrumacos.


—También me voy, debo ir a cambiarme —anuncio apenas nos quedamos solos con el fin de olvidar lo del champán.


—Esta ropa es tuya —me dice agitando la mano, mientras emplea un gesto desdeñoso—, regalo de la casa. Seguramente Juliette tendrá la que traías puesta, ella te la entregará. Pasa cuando quieras por la casa matriz, en la avenida Montaigne, así podrás elegir ropa; lo que te guste y sin límite. Necesitamos que vistas con nuestra marca.


—Perfecto, recuerdo haberlo leído en el contrato.


—Pareces tener buena memoria.


—La suficiente cuando es necesario tenerla. Soy un caballero y sé que en algunos momentos es preciso perderla.


Es obvio que la he puesto a pensar, porque no se contiene y me pregunta:
—¿Y la pierdes a menudo?


Sonrío sin mostrar los dientes y frunzo un poco los labios mientras me acaricio la nuca.


—En este momento... la he perdido. —Noto cómo mira mi boca y se sonríe.


—Yo llevaré el Dom Pérignon —dice ella de pronto—, la campaña de Saint Clair lo merece.


Me siento triunfante; le tiendo la mano para despedirme y ella extiende la suya. Sorprendiéndola, se la cojo entre la mía y me inclino para besársela.


—Soy un caballero, pero no me quitará el sueño que una dama me pague un Dom Pérignon.
Después de todo, también pagarás mi sustento diario, ya que eres quien paga mi sueldo, ¿no?


—Y aún debo pagarte el arañazo del coche.


Retira su mano y coge una pluma muy lujosa. Quiere demostrarme que el dinero no tiene importancia para ella, está intentando indicar que estoy por debajo de su estatus. 


Pero yo sé que, en realidad, lo hace porque se siente insegura ante mi flirteo.


—No te vayas aún, déjame extenderte un cheque para cubrir eso.


—No es necesario.


—Sí lo es.


—Te digo que no.


—Pero quiero pagarte.


—Me has pagado dándome el trabajo.


—El trabajo te lo he dado porque eres el adecuado para hacerlo. No tiene nada que ver.


—¿Quieres pagarme? Acepta salir a cenar conmigo —lanzo la invitación, pero sé que no aceptará; sólo quiero descubrir cuánta inventiva tiene para poner una excusa.


—Estos días tengo mucho trabajo.


—Sin embargo, hoy irás a casa de André.


—Es por trabajo, me enseñará las localizaciones a las que viajaremos para hacer las fotos de la campaña.


—En ese caso, seguirás en deuda conmigo, porque no pienso aceptar un cheque. Adiós, Paula. Nos veremos esta noche.


Doy media vuelta y me voy sin darle la oportunidad de contestar.







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