jueves, 6 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO 9
Pedro señaló las luces que iluminaban un camino flanqueado de árboles que llevaba a una casa que parecía la Place des Vosges. Había coches lujosos aparcados por todos lados y él le contó por encima la historia de ese sitio, que era de la misma familia desde hacía generaciones.
Sin embargo, lo estremecía. Ella había abierto una puerta y él había entrado. ¿Acaso esperaba que se diese media vuelta y se marchara solo porque ella había cambiado de parecer? Si él hubiese creído por un segundo que su reacción se había debido al vino, no habría dudado en cortar esa situación. Sin embargo, lo había deseado y seguía deseándolo. Lo notaba porque no lo miraba, porque intentaba controlar la respiración entrecortada, porque estaba apoyada en la puerta del coche demasiado despreocupadamente. Era como si temiera acercarse a él y arder en llamas otra vez. Cualquier idea de abandonar ese desafío se esfumó. El depredador que había en él estaba al acecho y no permitía que se planteara la temeridad que quería hacer. Por una vez, había algo en él que no dominaba, y le gustaba.
La fiesta estaba en pleno apogeo. Gente muy elegante charlaba en grupos, bebía champán y tomaba los canapés que les pasaban unas camareras muy atractivas vestidas con el uniforme sexy que se asociaba a las camareras francesas, pero él casi ni se fijó en ellas, solo tenía ojos para Paula. Hacía que se sintiera orgulloso. Los hombres la miraban, y las mujeres también. Además, aunque su francés era muy elemental, hacía todo lo que podía para charlar en los grupos que la reclamaban.
Como remate, la operación se cerró. La familia, según le contó François haciendo un aparte con él al final de la velada, lo respaldaba plenamente. Lamentaban en parte perder la empresa, pero él pensaba acompañar a sus hijos en una aventura completamente nueva en el sector del ocio.
Pedro no se había planteado otra posibilidad y estaba dispuesto a marcharse cuando vio que Paula se reía y hablaba animadamente con un hombre alto y rubio que la miraba por encima del borde de la copa de champán, que la miraba de una forma que él conocía muy bien. Ella se reía y la furia se adueñó de él. Se abrió paso entre la gente. Había mucho ruido. Todos habían bebido mucho, ¡ella había bebido mucho! Cayó sobre ellos como un halcón y la agarró del codo.
—Es hora de irnos, Paula.
—¿Ya?
Ella lo miró con los ojos brillantes, el rostro sonrojado y los labios separados, provocadores.
—Ya.
Se dirigió en francés al hombre rubio y esperó en silencio a que replicara. Luego, cuando este no tenía nada más que decir, tomó la mano de Paula y se la besó de una forma que daba a entender una intimidad que a Pedro no le gustó nada.
—Vamos a despedirnos de nuestros encantadores anfitriones y después volveremos al hotel.
Él seguía agarrándola del codo y la llevó hacia el centro de la habitación, donde estaban François y Marie rodeados de familiares y amigos.
—Ha sido una recepción fantástica, ¿verdad?
—¿Puede saberse quién era ese mamarracho con el que estabas hablando?
Él esbozó una sonrisa cuando se acercaron a los anfitriones y siguió sonriendo mientras les daba las gracias y concertaban una cita para el lunes, pero no la soltó ni un segundo.
—No te había traído para que hicieses eso.
Salieron al fresco de la noche y le soltó el codo. Todavía podía verla riéndose mientras miraba al príncipe azul de pelo rubio.
Paula se rio. El champán se le había subido a la cabeza.
Solo había comido algunos canapés y, además, el recuerdo del beso abrasador en la limusina mezclado con el nerviosismo por estar en un sitio tan inusitado para ella había hecho que bebiera más de lo que solía beber.
—Querías que estuviera a la altura y me mezclara con…
—¡Quería que estuvieses a mi lado y escucharas lo que se decía sobre la operación!
Esperó a que ella estuviese sentada, le dijo al chófer que no saliera y cerró la puerta.
—¡No esperaba que bebieras como un cosaco y coquetearas con cualquier hombre!
—No bebía como un cosaco ni coqueteaba con cualquier hombre —replicó ella con indignación.
Ella notó que él estaba tenso y se agarró las manos porque quería tocarlo y no iba a hacerlo.
—¿Quién era ese hombre? ¿Aportaba algo a mi adquisición de la empresa de François?
—No… —contestó ella conteniendo un bostezo.
—¿Estoy dejándote sin dormir? A lo mejor te has olvidado de que estoy pagándote un dineral por la molestia de haberte dejado sin fin de semana.
Sabía que estaba pareciendo un tirano, pero no iba a echarse para atrás. Parecía somnolienta y condenadamente sexy…
—Me habría pegado a ti como una lapa si me hubieses dicho que eso era lo que querías, pero creí… —ella contuvo otro bostezo— que era un acto social. Además, no te vi en ningún momento a solas con el señor Armand, o me habría acercado. Tampoco hace falta que me recuerdes que estás pagándome muy bien por haber venido aquí.
A él le importaba un rábano el dinero y ella no estaba diciendo lo que él quería oír. No le había dicho quién era ese hombre. ¿Se habían intercambiado los teléfonos? ¿Habían quedado?
—¿Quién era ese hombre? —repitió él con los dientes apretados.
—¿Estás… celoso? —preguntó ella con asombro y completamente sobria de repente.
—¿Os disteis los números de teléfono? ¿Habéis concertado una cita apasionada para más adelante? Si es así, olvídate. No vas a ir a ninguna parte en horas de trabajo.
Se pasó los dedos entre el pelo y la miró con el ceño fruncido. Jamás había estado celoso. Nunca le había importado con quiénes habían hablado o salido las mujeres que habían entrado y salido de su vida. Tampoco había dudado que, una vez en su cama, habían sido fieles. Estaba celoso y no le gustaba.
—Claro que no le he dado a Marc mi número de teléfono.
Por una parte, le indignaba que la regañara como si fuese una niña, pero, por otra, le emocionaba que estuviese celoso, dijera él lo que dijese. Hacía que le importara menos que él le gustara. Al menos, sabía que a él no le importaba tan poco como fingía. Aunque eso tampoco tuviera ninguna importancia.
—Tampoco hay ninguna cita prevista. Solo era un hombre amable al que no le importaba hablar conmigo en un francés rudimentario.
Él pensó que a ese hombre no le habría importado hacer muchas cosas más si hubiese tenido la más mínima ocasión, pero no se habían intercambiado los números de teléfono ni habían quedado. Ella parecía no darse cuenta de que mirar como había mirado y reírse como se había reído podría interpretarse como un coqueteo en cualquier idioma, rudimentario o no.
—Me has preguntado si estaba celoso —murmuró él mirándola con intensidad—. Sí, estaba celoso.
El ambiente cambió y la tensión casi podía palparse. Ella contuvo el aliento y lo soltó entrecortadamente. No iba a confesarlo por nada del mundo, pero se había pasado toda la noche observándolo para ver si miraba a alguna de esas glamurosas mujeres o alguna camarera.
—¿Por qué?
Ella intentó por todos los medios recordar los límites entre ellos y hacer acopio de la fuerza de voluntad que había tenido cuando le dijo que el beso había sido un error que no se repetiría.
—Porque te deseo —contestó él mirándola con una indolencia embriagadora.
—No podemos hacer nada —replicó ella con la voz ronca—. Sería un error espantoso. No soy una chica de esas.
—¿De las que se acuestan con un hombre si quieren? Y no intentes decirme que no quieres.
—No deberíamos estar hablando de esto.
—Y tú deberías dejar de decir lo que deberías o no deberías hacer.
—Estás acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a tus pies.
—Y, aun así, no he visto que hayas caído rendida a mis pies.
La limusina se detuvo delante del hotel. Ni siquiera se había enterado del viaje. Cada célula de su cuerpo había estado atenta a la mujer que estaba sentada lo más alejada que podía de él. Se inclinó hacia delante para decirle algo al conductor y se dirigieron a la entrada del hotel. Él iba con las manos en los bolsillos y ella agarraba el chal con perlas y el bolso de mano como si le fuera la vida en ello.
Estaba celoso… por primera vez. La perseguía… también era la primera vez. La conseguiría… pero ella iría a él.
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