jueves, 6 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 11




—¿Dónde aprendiste francés?


Estaban sentados en la terraza de un café cerca del Louvre, después de haber pasado un par de horas admirando obras de arte. Él había cumplido su palabra y habían trabajado lo mínimo durante los dos días anteriores. Habían recibido a François y Marie después de haber firmado oficialmente el trato y habían comido con otro posible cliente que había sido muy amable y comunicativo, pero, sobre todo, habían hecho el amor. Se sentía vibrante y maravillosamente viva. Había vivido en una carretera secundaria y, en ese momento, la habían montado en un Ferrari que volaba por una autopista. 


Era apasionante, pero le aterraba el muro de ladrillos que había al final de la autopista.


—Lo he aprendido solo.


Pedro dio un sorbo de café mientras admiraba la delicadeza de su piel y sus labios carnosos. Era un descubrimiento. 


Eran amantes, pero eso no mermaba su capacidad de concentrarse y trabajar. Hacían el amor, pero ella no exigía su atención constante y tampoco parecía que quisiera que eso durara después de París. Lo cual, era fantástico. 


Estaban viviendo una aventura sin ataduras, pero ella no había dicho cuál era su tipo y tenía que reconocer que eso lo molestaba.


—Increíble —Paula se rio—. Aprendes muy deprisa.


—La necesidad es la madre de la ciencia —comentó él con ironía.


Si ella supiera… Sin los privilegios de una educación cara, habiendo pasado los años de formación metiéndose en líos o evitándolos, había tenido que aprender deprisa para competir una vez fuera de ese mundo atroz. Su talento natural y su intelecto desbordante lo habían impulsado hacia delante, pero también había sabido desde el principio que necesitaba saber otro idioma. Había trabado amistad con un francés en cuanto pisó el parqué y se había obligado a hablar solo en francés cuando estaban juntos. Había aprendido la jerga de la bolsa en francés y le había sido muy útil a lo largo de los años.


—¿Qué quieres decir?


—Que ya va siendo hora de que volvamos al hotel. A mi libido le pasan cosas cuando te miro.


Él se acabó la taza de café y se levantó. Paula lo siguió inmediatamente. Ella sabía que había hecho lo que había decidido no hacer, había quedado hechizada. En Londres había visto al empresario brillante, al hombre con una energía formidable que encauzaba en el trabajo. Sin embargo, allí había visto a otro hombre. Al hombre ingenioso, instructivo, encantador y sexy, y la había hechizado. Peor aún, si era sincera, sabía que la había enamorado. Para ella, eso no se limitaba al deseo. Eso era el terreno inmenso y desigual del amor, la absorción absoluta por otra persona, el anhelo y la incapacidad de imaginarse la vida sin él. En un mundo perfecto, era la sensación intensa y abrasadora que sería correspondida. En su mundo imperfecto, era la pesadilla que no podía ni evitar ni pasar por alto. Le daba náuseas solo pensar en ello.


Había tenido relaciones sexuales con un hombre que la encontraba atractiva, pero nada más. Le había entregado el corazón a un hombre que no iba a corresponderle. Pedro Alfonso no hacía el amor. En realidad, no hacía nada que se pareciera ni remotamente a la intimidad, o, al menos, a lo que ella entendía por intimidad. 


Se había dado cuenta de que, cuando le preguntaba algo, él sonreía y cambiaba de tema tajantemente. Su esencia seguía oculta. Eso era lo que le gustaba a él y era algo que no iba a cambiar nunca. ¿Podía haber sido más ridícula? 


Contra todo pronóstico, contra todo el sentido común que tenía, había entregado el sentimiento más preciado a un hombre que saldría corriendo si lo sabía. Sintió vértigo y tuvo que hacer un esfuerzo para volver a parecer normal.


Llegaron al hotel en un tiempo récord. Iban a cenar en uno de los restaurantes favoritos de Pedro en Montmartre, un sitio lleno de gente variopinta. Les quedaban dos horas y ella sabía cómo iban a emplearlas. En la habitación de él, en la cama de él. Ella siempre volvía a su habitación aunque fuese de madrugada, pero siempre se acostaban en la habitación de él.


—No puedo dejar de tocarte —él la empujó contra la puerta cerrada—. Acaríciame.


Se desabotonó los vaqueros y se bajó la cremallera para liberar el miembro palpitante. El contacto de su mano fría mientras se abría camino por debajo de los calzoncillos estuvo a punto de elevarlo más allá del límite.


—Vamos a usar la bañera…


Él se apartó y la llevó al cuarto de baño, que era el colmo de los caprichos. Una bañera enorme dominaba el centro, con dos lavabos y un espejo inmenso en un lado. Abrió el grifo y llenó la bañera con sales. Paula lo observó. Era poesía en movimiento y no se cansaba de él. La había despojado de su coraza protectora y la única suerte era que él no lo sabía. Se había ocupado de desvelarle tan poco como le había desvelado él a ella, aunque él sabía lo que pensaba de muchas cosas. Habían hablado de literatura, del arte que habían visto, de la comida que habían comido y del vino que habían bebido. Habían hablado de la gente que habían visto desde la terraza del café e, incluso, habían hablado de trabajo y del curso de contabilidad que iba a empezar.


—Noto que me observas —comentó Pedro en tono burlón.


—Eso es porque eres un narcisista y crees que todas las mujeres del mundo te observan.


—Ah… —él se dio la vuelta sin dejar de sonreír y se desvistió lentamente—. Pero tú eres la única que me importa.


Ojalá… Ella había perdido todas las inhibiciones con él y no sabía cómo iba a volver a ser la perfecta secretaria cuando estaba loca por él, cuando él la había visto desnuda, cuando la había acariciado en los rincones más íntimos. Sin embargo, los hombres sabían distanciarse bien y ella haría lo mismo.


Los dos cabían perfectamente en la bañera y se puso entre sus piernas con la espalda sobre su abdomen y la cabeza en su cuello. Él se enjabonó una mano y le masajeó los pechos con calma. Notaba su verga de acero, una prueba evidente de lo mucho que lo excitaba. Cerró los ojos y se dejó arrastrar cuando él bajó la mano hasta introducirla entre sus muslos.


—No… —susurró ella entre jadeos cuando empezó a acariciarle la sensible protuberancia.


—¿No, qué?


—Para o…


Demasiado tarde. Se estremeció mientras alcanzaba el clímax, se le aceleró la respiración y gritó. Se sentó encima de él, pero sabía tan bien como él que era demasiado arriesgado sin protección. En vez de eso, hizo lo mismo que él le había hecho a ella. Ver cómo llegaba al clímax era tan excitante que no pudo esperar a que salieran del baño y llegaran a la cama. ¿Se lo imaginaba o sus relaciones sexuales habían adquirido un apremio que no tenían antes? 


Se marcharían la tarde siguiente.


Él habría podido seguir acariciándola y haciendo el amor con ella, se habría olvidado de la cena, pero solo les quedaba una hora para prepararse y salir del hotel.


—Entonces…


La abrazó. No se habían secado casi, habían estado demasiado ávidos el uno del otro.


—Nos marchamos mañana —añadió él.


—Sí —confirmó ella con una mano en su pecho.


—¿Qué te parece París?


—Creo que volveré algún día. Es precioso. Me encantan los museos, la arquitectura… No hay nada que no me encante.


—¿Y Londres? Creo que esto que tenemos no ha llegado a su fin…


Lo excitaba tanto como el primer día, incluso como antes, si era completamente sincero.


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir, mi querida secretaria, que no estoy preparado para que acabe nuestra estancia en otro mundo.


Ella lo miró a los ojos. No estaba preparado para que eso acabara. Sabía que quería decir que no se había cansado de ella, pero se cansaría y entonces la destrozaría completamente. Más aún, tenerla cerca lo desesperaría. 


Solo sería otra mujer de la que tendría que deshacerse, pero ella seguiría trabajando para él, seguiría siendo visible. 


¿Acabaría comprándose un ramo de flores de despedida para sí misma?


—No creo que sea la mejor solución.


Él se apartó y la miró con el ceño fruncido.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro con una sonrisa—. Todavía nos excitamos. No podemos negarlo, Paula. Trabajas para mí y siempre he mantenido el principio de no mezclar el placer y el trabajo, pero, como suele decirse, a buenas horas, mangas verdes.


Pedro, cuando nos marchemos, se habrá acabado. Es lo que dije al principio y lo mantengo.


¿Habría reaccionado de forma distinta si no se hubiese enamorado? ¿Habría podido mantenerlo como algo divertido y esporádico y luego, cuando hubiese terminado, haber vuelto tranquilamente a su vida de siempre? Estuvo tentada de seguir ese camino, pero se resistió con la firmeza de alguien que nadaba contracorriente.


—No lo dices de verdad.


Ella se sentó en la cama y empezó a vestirse sin mirarlo.


—Mantengo todas y cada una de las palabras, Pedro. Ha sido increíble, pero…


Él no podía creerse lo que estaba oyendo. Ninguna mujer lo había rechazado. Siempre había sido él quien las rechazaba.


—¡Pero no podemos dejar de tocarnos! —exclamó él con una mirada desafiante mientras se levantaba y agarraba los calzoncillos—. ¡No sé cuál es el problema!


Una vez vestida, se sintió con fuerzas para mirarlo a los ojos como ascuas, pero, aun así, tuvo que mantener las distancias.


—El problema es que no pensamos igual, Pedro. Tú lo tomas porque puedes y luego, cuando te has cansado, pasas a otra. Yo no soy así. No quiero perder el tiempo teniendo una aventura con alguien si no creo que lleva a alguna parte. Que no es el caso —añadió ella inmediatamente para que él no pensara que estaba pidiéndole que expresara lo que sentía por ella—. Solo digo que tenemos que tener las cosas claras. Ha sido como una burbuja. Es demasiado tarde para decir que no fue una buena idea, lo hecho, hecho está. Ahora podemos pasar página, seguir nuestra relación laboral y dejar esto como algo que disfrutamos y que no volverá a repetirse.


—No puedo creerme que esté oyendo esto. He conocido muchas mujeres retorcidas en mi vida, ¡pero tú no eres una de ellas!… ¿o sí?


Eso le llegó al alma. No era nada parecido, si él supiera… 


Afortunadamente, no lo sabía.


—No lo soy —se limitó a replicar ella—. Soy realista. Como tú. Sin embargo, nuestras realidades son distintas. Quiero un hombre para toda la vida y estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para encontrarlo. Tú quieres una mujer para dos minutos y nunca buscarás algo que dure más.







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