jueves, 6 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 10




Paula podía oír los latidos de su corazón mientras se dirigían a sus habitaciones en un silencio ensordecedor. Tanto que se preguntaba si se habría imaginado esa conversación tan extraña que acababan de tener. No podía mirarlo, pero daba igual porque su imagen se reflejaba en el ascensor, aunque ella no quisiera. Ella estaba junto a la puerta con los brazos cruzados. Él estaba apoyado en la pared de espejo con las manos en los bolsillos, delgado, moreno y haciendo que se estremeciera. Se abrieron las puertas y ella saltó afuera. Le dolían los pies por los zapatos de tacón y se detuvo un instante para quitárselos.


—¿Ya estás desvistiéndote? —murmuró Pedro con una voz seductora.


—Los pies me están matando. No estoy acostumbrada a llevar tacones.


—Muy bien. Descansa y ya nos veremos mañana por la mañana.


Él inclinó la cabeza con cortesía, se dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Paula pensó que todo eso se habría olvidado al día siguiente. El beso en la limusina… su forma de mirarla… la conversación de después de la fiesta. Todo se habría olvidado a la luz blanca y nítida del día porque las cosas eran así. Ella era la secretaria perfecta y si, por una jugada del destino, él hacía que se sintiera joven, viva y con posibilidades, eso era algo que tenía que dejar a un lado. Incluso, aprender de ello. Si un hombre con unos principios que la dejaban fría conseguía excitarla de esa manera, tenía que empezar a espabilar en el asunto de salir con hombres en vez de que le salieran telarañas de tanto esperar. Lo miró mientras rebuscaba las llaves en los bolsillos de la chaqueta. 


Él no estaba mirándola, iba a cerrar la puerta y ella nunca lo sabría.


—¡Espera!


Pedro se dio la vuelta lentamente y con una sonrisa. ¿Había sabido que ella lo detendría? Por una vez, no había sabido lo que iba a pasar y tampoco sabía qué habría hecho si ella se hubiese ido a su habitación a descansar. Dudaba mucho que hubiese podido sofocar la libido con una ducha de agua fría.


—¿Sí?


Paula corrió hacia él. Era curioso, pero no se había dado cuenta de su actitud de vieja, de su perspectiva de vieja, hasta que él le había puesto todo patas arriba y luego había vuelto a colocarlo, pero en una posición distinta. Tenía veinticinco años, ¿cuándo fue la última vez que tuvo una aventura? Se quedó delante de él y lo miró a la cara.


—De acuerdo.


—¿De acuerdo…?


—Sabes de qué estoy hablando. Me… me atraes aunque no entiendo por qué. No eres mi tipo.


—Un buen punto de partida. Así, no te harás ilusiones.


—¿Qué ilusiones? Olvídalo. Las ilusiones de Georgia de retenerte más de cinco segundos —ella se rio nerviosamente—. Te recuerdo que trabajo para ti y que no soy tan tonta.


—¿A qué se debe el cambio de parecer? Después de besarnos, creí que me habías ordenado que lo olvidara y que fingiera que no había pasado.


Él abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y la bajó inmediatamente hasta que fue un resplandor muy tenue. 


Habían abierto la cama y se le aceleró el pulso. Era
enorme y la llamaba tentadoramente.


—¿Y bien? —preguntó él sentándose en el sofá con las piernas separadas y los brazos en el respaldo.


—Yo… Es la primera vez que lo hago y sé que no es una buena idea, pero…


—La vida está llena de «peros». Eso es lo que la hace tan… estimulante.


Aunque la verdad era que tenía muy pocos «peros» para él, sobre todo, en lo relativo a las mujeres. En su vida sentimental no habían cabido las dudas y mucho menos los «peros». Se hizo el silencio hasta que él habló con delicadeza.


—Quítate la ropa.


—¿Qué?


—Muéstrate desnuda delante de mí.


—No… no puedo.


—¿Por qué? —entonces, se acordó de su inocencia, de su forma de sonrojarse—. No serás virgen, ¿verdad?


—¿Cambiaría algo si lo fuese?


—Sí —él se inclinó hacia delante—. Lo cambiaría.


—¿Por qué?


Paula soltó los zapatos. Le habría parecido raro dejarse caer en el sofá junto a él y se sentó en una de las butacas. Hablar le daba tiempo para replantearse su decisión. Si hubiese caído apasionadamente en la cama con él, no habría tenido tiempo para pensar, pero era posible que los dos necesitasen hablar porque no era una situación cualquiera, muchas cosas podían cambiar para peor.


—¿Estás echándote atrás? —le preguntó él con una sonrisa torcida.


Parecía como si le hubiese leído el pensamiento y esa sonrisa afianzó su decisión.


—No. Dime qué cambiaría si fuese virgen.


—Me conoces. No busco… nada. Es lo que les digo a todas y cada unas de las mujeres con las que salgo y es lo que te digo a ti ahora. El sexo es un entretenimiento placentero, pero no es amor, no es compromiso y no va a ninguna parte. Si no tienes suficiente experiencia para tenerlo en cuenta… —él se encogió de hombros, pero tenía los ojos oscuros clavados en los de ella—. Mis experiencias anteriores no me han programado para ningún tipo de compromiso.


—No soy virgen —replicó Paula con brusquedad—. Además, hablar de esto hace que parezca un acuerdo.


—¿Y qué tiene de malo?


—Que…


Ella vaciló mientras pensaba en cómo decirle lo que quería decir y él lo aprovechó.


—¿Que quieres un idilio?


—¡No! Eso es un disparate. Voy a marcharme. No debería…


Pedro se adelantó y le rodeó la cintura con una mano. Paula se estremeció. Hablar era como un jarro de agua fría, aunque no tuviese sentido, pero el calor de su piel en la de ella le recordaba por qué lo había detenido antes de que entrara en su habitación.


—Acércate y te mostraré por qué es posible que sea un disparate, pero por qué no deberías marcharte.


Paula, hipnotizada, se inclinó hacia él con los ojos medio cerrados. Explotó por dentro al sentir los labios de él, introdujo los dedos entre su pelo y le acarició el cuello. Casi no podía creerse lo que estaba haciendo. ¿Realmente era ella? No corría riesgos. Su vida había sido tan inestable que no había desarrollado una actitud indiferente a todo, que era lo que se necesitaba para ser espontánea y despreocupada. 


Era prudente, cuidadosa… Aun así, sabía que iba a correr el mayor riesgo de su vida y no quería parar. Lo besó lentamente, dejándose llevar por la sensualidad. Mientras lo besaba, con los ojos cerrados, le acariciaba el contorno de su hermoso rostro con las yemas de los dedos. El chal se le cayó de los hombros y él le acarició las clavículas.


—Desvístete para mí, Paula. No me digas que no puedes. 
Date la vuelta. Te bajaré la cremallera.


—Nunca había hecho striptease antes.


—Entonces, te enseñaré cómo se hace.


Pedro se levantó y empezó a desvestirse muy despacio mirándola. Ella también lo miraba fascinada y con la boca entreabierta. Él no recordaba haber estado tan excitado. Ella tenía la expresión de una niña en una tienda de caramelos y eso lo alteró más que una dosis de adrenalina. Una vez sin camisa, empezó a bajarse la cremallera de los pantalones y sonrió cuando ella desvió levemente la mirada, aunque volvió a mirarlo fijamente.


Solo tenía unos calzoncillos de seda de rayas oscuras. Paula creyó que iba a desmayarse. Tenía el cuerpo de un atleta; los hombros anchos y un torso musculoso que acababa en un abdomen como una tabla de lavar y en unas caderas delgadas. Los nervios la atenazaron por dentro. ¿Qué pensaría de ella? ¿Estaba exponiéndose a la humillación? Él la había halagado diciéndole que le parecía atractiva, pero ella no podía olvidarse de que le gustaban las mujeres bajas, voluptuosas y con pechos grandes.


Él no se quitó los calzoncillos y volvió a sentarse en el sofá con una sonrisa maliciosa.


—¿Lo he hecho bien?


Paula se bajó la cremallera ella misma, tomó aliento, se bajó el vestido de un hombro primero y del otro después. Tomó aliento otra vez y dejó que el vestido cayera al suelo. Él la había mirado con confianza mientras se quitaba la ropa, pero ella cerró los ojos hasta que oyó que él le pedía con delicadeza que los abriera. Su amabilidad fue como una varita mágica que le despojó de los nervios con la misma facilidad que ella se había despojado de su precioso vestido de Cenicienta.


Se acercó a él llevando solo las bragas de encaje rosa y contuvo la respiración cuando la agarró de las caderas y se incorporó para besarle el abdomen. Quizá no fuera una Marilyn Monroe llena de curvas, pero lo excitaba de verdad. Lo notaba porque le temblaban ligeramente las manos y tenía la respiración entrecortada. Por un momento, su poderoso jefe no era el hombre que gobernaba el mundo, sino alguien muy humano con reacciones que no podía controlar, y ella había conseguido eso. La seguridad en sí misma le subió por las nubes.


—Eres preciosa.


Se agarró a sus hombros cuando le tomó la cinturilla de las bragas y se las bajó. Estaba desnuda y no quería salir corriendo. Dos encuentros desmañados con Alan antes de que la abandonara por una más sexy la habían dejado sin la más mínima confianza en sí misma. Si alguien le hubiera dicho que sería capaz de quedarse desnuda delante de uno de los hombres más sexys que podía esperar conocer y no sentirse abochornada de su cuerpo, ella se habría reído con incredulidad. Sin embargo, eso era exactamente lo que estaba haciendo en ese momento.


Él le separó los muslos con la mano y ella introdujo los dedos entre su pelo con un jadeo cuando le pasó la lengua por los pliegues de su feminidad, pero, cuando la introdujo, casi se le doblaron las piernas. El placer era insoportable. La provocaba con una tortura refinada que la elevaba a una altura de vértigo antes de dejarla caer. Estaba húmeda y palpitante y anhelaba más.


La tomó en brazos, la tumbó en la cama y la miró. Era delgada y grácil. Los pechos tenían el tamaño perfecto y el pelo se extendía como la seda. Se quitó los calzoncillos. 


Estaba tan excitado que le iba a costar una enormidad no hacer lo impensable. Sabía que, si ella lo tocaba ahí, explotaría como un adolescente sin dominio de sí mismo.


Ella casi no podía respirar. La excitación la dominaba, le corría por las venas como una droga que arrasaba con todo. 


No sabía qué hacer para no tocarse y sofocar el ardor.


Él se puso a horcajadas encima de ella, que fue a acariciarlo, pero él le detuvo la mano.


—No. Si lo haces… Estoy demasiado excitado y…


—Eso está bien.


—Mejor que bien —gruñó él.


Se inclinó y ella gimió y se retorció cuando empezó a pasarle la lengua por los pechos.


—Las manos por encima de la cabeza —le ordenó él.


Tenía los pezones grandes y rosas y se deleitó con ellos delicadamente antes de meterse uno en la boca y succionarlo. Ella se retorció más todavía entre jadeos. Si ella se sentía como una niña en una tienda de caramelos, así se sentía él también. Era una novedad increíble, estimulante y excepcional. Cuando no pudo soportar más los preámbulos, buscó la cartera, que la había dejado en la mesilla, y sacó un preservativo. A pesar del deseo deslumbrante, ella vio a un hombre que no corría riesgos. Cuando decía que no se metía en relaciones a largo plazo, lo decía en serio. Se apoyó en los codos y miró cómo se lo ponía con destreza. 


Era tan grande que le maravilló que nunca se le hubiese roto uno por accidente. Se miraron un instante a los ojos y él sonrió.


—Nada de riesgos, ¿eh? —preguntó ella con desenfado.


—Nunca.


Entró y empujó hasta que ella sintió toda la dimensión de su miembro entre oleadas de sensaciones. Se aferró a él y le clavó las uñas en la espalda mientras acometía con más ímpetu cada vez. Le rodeó la cintura con las piernas y se fundieron en uno.


El orgasmo fue largo, profundo y devastador. Se sentía como si se elevara y se deshiciera en mil pedazos. Arqueaba el cuerpo al compás de las oleadas de placer que la arrasaban. Él también explotó con una última acometida y entre estremecimientos de todo el cuerpo. Increíble.


—¿Has llegado al cielo? —preguntó él medio en serio y medio en broma porque él sí había llegado.


Estaban de costado y mirándose cara a cara. Parecía lo más natural del mundo, pero ella tuvo que bajar la mirada porque se sentía muy… cariñosa. Sospechaba que ese momento perfecto, cuando habían alcanzado el clímax juntos, era una de las pocas veces que él bajaba la guardia y suponía que a ella le pasaba lo mismo. Sin embargo, también había llegado el momento de volver a ser las personas que eran y el cariño no tenía cabida.


—¿Tengo que decirte que has estado muy bien? —murmuró ella en tono provocador mientras él entrelazaba los dedos con los de ella y se los besaba uno a uno.


—Sería un detalle. No tengas prisa y puedes ser todo lo descriptiva que quieras.


—Eres un narcisista.


—No me digas que no te gusta —él la besó y puso una mano entre sus muslos—. Es más, tienes que decirme que te gusta. Soy tu jefe.


Un recordatorio muy oportuno. Ella se puso de espaldas y miró al techo. Al hacer el amor, había perdido la capacidad de pensar, pero estaba pensando en ese momento, estaba recordando todo lo que le había dicho, que le había advertido que no se encariñara con él, lo mismo que les diría a todas las mujeres con las que se acostaba, y ella ya era una más.


Sería una más, pero no iba a ser otra de las que querían más de lo que él podía ofrecer. No iba a convertirse en otra Georgia histérica que había sido tan necia que había creído que podía domesticar a ese animal selvático.


—Efectivamente, lo eres. Por eso, esto solo durará mientras estemos en París.


Aunque un poco tarde, cayó en la cuenta de que quizá solo fuese la aventura de una noche. ¿Habría sacado una conclusión equivocada?


—¿Lo dices irrevocablemente? —murmuró Pedro soltándole la mano y acariciándole un pecho hasta que se endureció el pezón.


—Estar aquí es como estar en otro mundo… al margen de lo habitual.


Ella sabía que su cuerpo estaba reaccionando sin poder dominarlo, pero su voz fue serena. Quería que le pasara la lengua por la punta del pezón como había hecho antes, quería que la lamiera entre las piernas hasta que no pudiera respirar y quería que entrara en ella y acometiera hasta elevarla a una órbita deslumbrante.


Pasar cuatro días con él no era lo que quería, pero tampoco iba a perder el control. No iba a ser su marioneta. Además, tampoco iba a caer en la trampa de creer que, como ella había sido más difícil de conseguir de lo que estaba acostumbrado, él ya no era ese hombre vago que tomaba lo que estaba al alcance de su mano porque le aburría tener que conquistar. No iba a ser otra necia que creía que él podía cambiar.


—¿Qué es lo habitual?


—Lo habitual es estar en Londres y trabajar para ti. Lo digo en serio, Pedro. No quiero arriesgar mi trabajo. No puedo pensar cuando haces… eso…


Él había introducido un dedo y le acariciaba la hendidura húmeda y sensible.


—Me parece bien —murmuró él. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la repentina e irracional decepción—. Eres la mejor secretaria que he tenido jamás.


—Además, te gusta pasar página deprisa cuando se trata de las mujeres, ¿no?


—Sí, siempre.


Le pareció que lo mejor era recordárselo, aunque ella no era como las otras mujeres con las que había salido. Era joven, pero también era serena y no buscaba lo inalcanzable. 


Además, le había dicho que él no era su tipo. ¿Cuál sería su tipo? Le daba igual. No iba a correr riesgos. Ella no iba a aspirar a nada sentimental con él, como él tampoco iba a hacerlo con ella. Se entendían.


—Sin embargo, mientras estemos en otro mundo, vamos a limitar nuestra atención a los clientes. No has estado nunca en París y yo conozco esta ciudad como la palma de mi mano. Te ordeno que me sigas.


—¡A sus órdenes, señor!


Paula sonrió. Era su gran aventura e iba a disfrutarla mientras durara.








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