martes, 4 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 3




Tres semanas más tarde, mientras viajaba en el metro, Paula pensó que fuera lo que fuese lo que le pedían, era muy estimulante porque disfrutaba mucho con su trabajo. Se levantaba temprano de un salto y con impaciencia por afrontar el trabajo que la esperaba y las responsabilidades que iban dándole poco a poco. Estaban poniéndole a prueba el cerebro de todas las maneras posibles. Era la responsable de tres grandes cuentas, se había matriculado en el curso de contabilidad y, comparativamente, le pagaban una pequeña fortuna. Era asombroso si tenía en cuenta que censuraba mucho de lo que hacía Pedro. Censuraba que fuese un mujeriego descarado; censuraba cómo tomaba amantes y se deshacía de ellas. Él no disimulaba que era tan implacable en la vida privada como en la laboral. Censuraba que tuviese la certeza absoluta de que conseguiría todo lo que quisiera. 
Censuraba que todas sus empleadas, casi sin excepción, cayeran de rodillas cuando él se dignaba a dirigirles la palabra. Censuraba su vanidad.


Todos los días tenía que filtrar llamadas de mujeres que querían hablar con él y que, a juzgar por el tono de sus voces, no querían limitarse a hablar. Censuraba todo eso. Él no tenía que tantear cuando se trataba del sexo opuesto y no lo hacía. Lo perseguían y, cuando le apetecía, aceptaba la oferta de una de las perseguidoras y establecía algo que no podía llamarse una relación. Era vago… pero impresionante. Se detuvo un instante para abrirse paso entre la multitud.


No iba a negar que tenía esas facciones fuertes y agresivas grabadas en la cabeza. Pensaba en él mucho más de lo que le gustaría, pero se justificaba diciéndose que era apasionante trabajar para él y que todavía no había tenido tiempo de acostumbrarse a él, que por eso sabía lo largas que eran sus pestañas y que podían ocultar la expresión de sus ojos, que por eso sabía que en cuanto él entraba en el despacho irradiando fuerza y vitalidad, se remangaba la camisa, pasaba a su lado y le pedía el café. No creía que él se fijara en ella. Ella era su secretaria supereficiente que hacía lo que le decían a la velocidad de la luz. Él ni siquiera la miraba durante mucho tiempo.


Aceleró el paso enojada por haberse permitido pensar en algo prohibido. No se fijaba en ella porque no era su tipo. Su tipo era… No, tampoco iba a empezar a hacer conjeturas. Se dirigió hacia el ascensor. No eran las ocho todavía y habría poca gente en las tres plantas que ocupaba su empresa. 


Sintió emoción mientras salía del ascensor. Iba dándole vueltas en la cabeza a lo que tenía que hacer cuando entró en su despacho, pero no había esperado ver a dos personas discutiendo en el despacho de Pedro. Él tenía el rostro sombrío por la rabia y hablaba con una voz baja y amenazante. La mujer, por otro lado… Debería intervenir, debería intentar encauzar la situación porque era una versión aumentada de lo que había tenido que hacer alguna vez por teléfono. A él no parecía importarle si las mujeres lo perseguían o no, pero mantenía unos límites estrictos entre el trabajo y el placer. Evidentemente, una desdichada no había hecho caso de esos límites y estaba pagándolo.


¿Acaso no se lo tenía merecido él? No sabía quién era esa mujer, pero ¿por qué no iba a resolver la situación él solo? 


Que tuviese todo el dinero y poder del mundo no significaba que pudiese adoptar la solución más fácil en situaciones que había creado él con las mujeres.


Se quitó tranquilamente el abrigo liviano y lo colgó en el armario de puertas correderas. Se preparó una taza de café, se sentó y encendió el ordenador. Sin embargo, no podía concentrarse. Sus ojos se desviaban de la pantalla del ordenador a la escena que estaba representándose detrás de la puerta de Pedro. Aun así, dio un respingo cuando la puerta se abrió bruscamente y salió una mujer con una melena oscura que le llegaba hasta la cintura y una piel blanca como la porcelana. El vestido rojo era como una segunda piel, los tacones daban vértigo y llevaba una chaqueta de cuadros rosas y negros colgada del hombro. 


Parecía furiosa y se detuvo lo justo para mirarla con los ojos empañados por las lágrimas.


—¡Es un cerdo! —miró por encima del hombro a Pedro, quien las observaba fríamente, y volvió a mirarla a ella—. Pero, al menos, esta vez no tiene a una de esas muñequitas trabajando para él.


—Georgia…


La voz de Pedro silenció lo que prometía ser una perorata. Él lo dijo en un tono tan amenazante que Paula sintió lástima por esa pobre mujer.


—Si no te largas inmediatamente, llamaré a seguridad y te expulsarán. Y tú… —Pedro se dirigió a ella—. Acompaña a Georgia fuera del edificio y luego ven a mi despacho.


Ella casi ni se enteró de todo lo que dijo Georgia en el ascensor. La diminuta morena estaba enfadada y humillada porque nunca la habían dejado. Los hombres la perseguían y era ella quien elegía y los dejaba.


—Bueno, al menos tú estarás a salvo —le dijo Georgia antes de marcharse—. Pedro nunca se fijaría en alguien como tú. Dile de mi parte que espero que se pudra en el infierno.


Todo el valor que le permitió quedarse en su despacho hacía veinte minutos se había evaporado cuando volvió. Aun así, no pensaba disculparse por no haber intervenido. Con un poco de suerte, él pasaría por alto el incidente y la jornada empezaría como siempre, a tope.


—¿Puede saberse a qué estabas jugando? —le preguntó él en cuanto entró en su despacho.


—¿Cómo dices?


Él rodeó la mesa para apoyarse en el borde y mirarla desde lo alto con una expresión sombría.


—¡No me mires como si no hubieses roto un plato en tu vida! He visto que te escabullías en tu despacho y te escondías detrás del ordenador.


—No me he escabullido en mi despacho, Pedro


Le costaba llamarlo por su nombre de pila, pero, al cabo de tres días, él había decidido que dejara de llamarlo señor Alfonso y que lo llamara Pedro. Era uno de esos nombres que le costaba decir, era demasiado… sexy.


—Tampoco me escondí detrás de mi ordenador —añadió ella con firmeza.


—Hiciste las dos cosas. Sabías que estaba atrapado con esa mujer, pero en vez de ofrecerte a acompañarla a la calle, te pusiste a cubierto y observaste desde detrás del parapeto.


—¿«Esa mujer…»?


—No estoy de humor para que me sermonees —replicó él mirándola con enojo.


—No sabía que te hubiese sermoneado.


—¡No hace falta! ¡Sé exactamente lo que pasa por tu cabeza aunque no lo digas!


Paula no dijo nada. La cercanía de él la abrumaba. Si lo miraba a la cara, el brillo de sus ojos oscuros la desasosegaba, pero, si miraba más abajo, a los musculosos muslos cubiertos por la fina tela de los pantalones, eso la desasosegaba todavía más. Casi podía oír los latidos de su corazón y el rugido de la sangre en los oídos. Él nunca invadía su espacio de esa manera y ella no tenía recursos para aguantar el impacto que tenía en su sistema nervioso.


—Explícame ese comentario.


Paula deseaba que él diera por terminada esa conversación porque empezaba a ponerse un poco personal y eso era algo que él había eludido cuidadosamente durante las últimas tres semanas. Ni siquiera le había preguntado cómo había pasado los fines de semana.


—¿Qué comentario? —preguntó ella con cautela.


Él le dirigió otra de esas miradas penetrantes que parecían indicar que sabía perfectamente que estaba intentando esquivar la conversación.


—Deberías intentar dejar de hacer eso —murmuró él con delicadeza.


Fue como si le hubiese acariciado la piel con una pluma. La indolencia de su voz era más desconcertante todavía que el impacto de su imponente presencia tan cerca de ella.


—¿No vas a preguntarme qué quiero decir? —inquirió Pedro. Ella intentó no hacer caso de las chispas que sentía por todo el cuerpo—. No, claro que no, pero te lo diré de todas formas. No deberías eludir una pregunta directa. Hace que me empeñe más en sacarte una respuesta convincente. No hay nada tan desafiante para mí como que me arrojen un guante, y tu silencio es como ese guante.


Normalmente, no le gustaban los desafíos cuando se trataba de mujeres, pero ese le encantaba.


Paula hizo acopio de fuerzas y lo miró directamente.


—Creo que no es muy considerado por tu parte expulsar a tu examante del edificio porque se ha enfadado contigo.


Ella podría haber dicho mucho más sobre el asunto, pero prefirió callárselo.


—No fue muy considerado por parte de mi examante venir a mi despacho para echarme la bronca.


Él se incorporó, dio la vuelta a la habitación y volvió a mirarla fijamente con las manos en los bolsillos.


—No creo que esa fuese su intención —replicó ella con calma—. No creo que viniera dispuesta a tener una bronca contigo. Creo que, si hubiese querido eso, habría podido hacerlo por teléfono sin exponerse a la humillación de que la expulsaran del edificio como a una delincuente.


—Sin embargo, si hubiese llamado por teléfono, habría tenido que pasar por el filtro de mi fiel y supereficiente secretaria, ¿no? Es posible que sintiera la necesidad de soltar la presión, ¿no te parece? —preguntó él inclinándose con las manos en la mesa de ella.


Ella se encogió de hombros y sus miradas de encontraron durante unos segundos. Se le secó la boca y fue como si el cerebro se le hubiese parado completamente.


—¿Alguna vez has sentido eso, Paula?


—¿Sentir qué? —preguntó ella con un hilo de voz.


—Un arrebato de pasión que hace que te comportes irracionalmente.


—Prefiero confiar en la lógica y el razonamiento —consiguió decir ella.


—Eso es un «no»…


—Te recuerdo… —ella estuvo a punto de ser impertinente porque él estaba haciendo que se sintiera incómoda y estaba disfrutando—. Cuando acepté este empleo, te dije que no quiero hablar de mi vida privada.


—¿Estábamos hablando de tu vida privada?


Él se incorporó otra vez y se planteó si abandonaba esa conversación, pero decidió no hacerlo. La inoportuna visita de Georgia lo había alterado y desahogarse con su secretaria estaba pareciéndole curiosamente placentero. 


Casi nunca se desahogaba. Llevaba una vida muy controlada y tenía muy pocos motivos para hacerlo. Además, tenía que reconocer que, si Paula no hubiese estado allí, y no hubiese sido su secretaria, no habría estado tentado. Sin embargo, ¿por qué iba a negarlo? Ella despertaba su curiosidad. Era tan contenida, tan reservada mientras daba la impresión de ser franca y abierta, tan poco dada a contar la más mínima confidencia, como lo que hacía en esos fines de semana sagrados para ella… Se apostaría toda su fortuna a que no hacía nada y se preguntó si su curiosidad se debía solo a que ella no lo contaba. Cuando se podía tener todo, hasta los pensamientos y sentimientos de las personas, ¿qué precio tenía una persona que lo ocultaba todo?


—Es posible que te parezca bien tratar a las mujeres como las tratas, pero todo el mundo tiene una historia y no puedes saber los efectos secundarios de lo que haces.


Él la miró con los ojos entrecerrados y ella supo que estaba roja como un tomate y furiosa con él por haberle provocado un arrebato improcedente.


—¿Efectos secundarios…? —preguntó él pensativamente.


—Me disculpo. No debería haber dicho… nada —replicó ella con una sonrisa muy leve.


—Trabajamos muy unidos —murmuró él—. Deberías poder decir siempre lo que piensas.


—Te gusta que las mujeres digan lo que piensan, ¿verdad?


Paula lo preguntó en tono punzante y él la recompensó con una de esas sonrisas tan escasas que la dejaban sin respiración.


—Touché. De vez en cuando puedo ser un poco tedioso, pero también es verdad que no suelo animar a las mujeres con las que salgo a que expresen lo que piensan.


Ella estuvo tentada de preguntarle por qué y no se atrevió a mirarlo para que no pudiera saber lo que estaba pensando. 


Además, ya sabía el motivo. ¿Por qué iba a tomarse la molestia si podía conseguir lo que quería sin ningún esfuerzo? Las personas acababan siendo como las habían moldeado las circunstancias y, fueran cuales fuesen las circunstancias que habían moldeado a Pedro Alfonso, él ya no se tomaba molestias.


—¿Qué les animas a hacer? —preguntó ella sin poder resistir la curiosidad.


—Nada —contestó él con una sonrisa de satisfacción—. Ahora que hemos sondeado lo más profundo de mi mente, ¿por qué no hacemos algo productivo?







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