lunes, 3 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 2




Pedro se fue a su despacho y cerró la puerta. Se sentía complacido por haber contratado a esa mujer en el acto. 


Normalmente, algo tan trivial habría quedado en manos del departamento de Personal, pero le había parecido un impulso acertado. Llevado por ese impulso, también llamó a la empresa donde había trabajado ella y habló cinco minutos con el jefe, quien le dio unas referencias inmejorables.


Había tenido una ristra interminable de secretarias relativamente competentes. Todas habían sido atractivas, pero ¿qué tenía eso de malo? Incluso, algunas podrían haber sido aptas para lo que él quería si no hubiesen acabado siendo fastidiosas. Miradas, ofertas para quedarse trabajando todo el tiempo que él quisiera, faldas que parecían acortarse y camisetas que se ceñían más cada día que pasaba… Todo ello acababa siendo bastante enojoso.


Se preguntó cómo estaría lidiando la nueva con la última mujer que él había apartado de su vida y esbozó una sonrisa al imaginarse su desaprobación inflexible. Georgia había sido apasionante al principio. Había sido entusiasta e imaginativa en la cama y, lo que era más importante, había parecido que aceptaba la regla básica de toda relación con él, que se olvidara de buscar una relación a largo plazo. 


Entonces, ¿por qué se había cansado de ella? Había hecho todo lo posible para complacerlo y ¿qué hombre no quería a una mujer dispuesta a hacer cualquier cosa por él? Se preguntó si en su vida no habría demasiadas mujeres sexys y voluptuosas cuyo vocabulario se reducía casi exclusivamente a la palabra «sí». Llevaba una vida sometida a muchas presiones y la palabra «sí» siempre había sido un alivio. Aunque la última…


Ojeó el informe que tenía delante y vio que podía absorber otra empresa que le permitiría introducir en Europa ciertos aspectos de una de sus empresas tecnológicas. En un momento de introspección poco habitual, se felicitó sombríamente por el trayecto que había recorrido desde la casa de adopción hasta haber llegado a gobernar el mundo. 


Estaba seguro de que había sentido más placer en el pasado, cuando reflexionaba muy de vez en cuando sobre sus logros. Había empezado en el parqué cuando era un chico de los recados de dieciséis años con una capacidad extraordinaria para interpretar los mercados y predecir tendencias. Su primera emoción verdadera la sintió cuando aquellos hombres de acento impecable y posesiones en el campo empezaron a tomarlo en serio. Empezaron a requerirlo y él, con el instinto de alguien que procedía del lado equivocado de la vida y que era voraz y ambicioso, aprendió a utilizar implacablemente sus talentos y a encauzarlos. Aprendió cuándo podía transmitir información y cuándo tenía que reservársela. Aprendió que el dinero daba poder y que el poder le permitía no tener que hacer lo que le dijeran los demás. Se convirtió en un hombre que daba órdenes y eso le gustaba. Tenía treinta y dos años y era intocable.


Llamaron a la puerta con firmeza y volvió a la realidad. Se dejó caer sobre el respaldo y le dijo que entrara. Paula entró en el despacho pensando que por eso nunca le gustaría ese hombre. Había llamado a un número, le había dejado el teléfono y, a juzgar por la conversación que había tenido con Georgia, él era el tipo de playboy impenitente que ella despreciaba. Sin embargo, iba a tener ese empleo y no iba a permitir que ese escollo se lo estropeara. Había aceptado su condición de conservar los fines de semana y la había
contratado sin someterla a las entrevistas habituales. Tenía la sensación de que eso era excepcional en él y ella podía ceder un poco. Sin embargo, se sentó en la silla con un gesto de desaprobación implacable.


—He supuesto que querría verme para saber qué tal ha ido mi conversación con su novia.


—Exnovia. Ese era el objetivo de la conversación. Quería que ella supiera cómo están las cosas —Paula irradiaba una censura palpable—. He hablado con su exjefe. Parece un hombre agradable. Supongo que nunca le pidió que tuviera una incómoda conversación con una de sus examantes.


¿Estaba siendo premeditadamente provocativo? La intensidad indolente de su mirada y su media sonrisa hicieron que la sangre se le subiera a la cabeza, que se cerrara un poco más la chaqueta y que se sentara más recta. Tenía las piernas cruzadas y rígidas como tablas, aunque sentía un cosquilleo en la pelvis que prefirió pasar por alto para centrarse en lo mucho que le disgustaba su jefe nuevo. Sería impresionantemente guapo, pero su personalidad la dejaba fría y eso, en cierto modo, favorecería una excelente relación laboral. Había vislumbrado, después de la conversación con Georgia, que el problema con las secretarias anteriores había sido que todas se habían encaprichado de él.


—¡No puedo creerme que haya utilizado a una de sus secretarias para que le haga el trabajo sucio! —había gritado Georgia—. Si tú eres como la otra, si crees que vas a atraparlo por enseñarle los melones, ¡estás muy equivocada! No le gusta mezclar el trabajo y el placer. ¡Él me lo dijo!


Georgia había durado dos meses y diez días. ¿Era esa la duración media de sus relaciones con una mujer? Unos pensamientos que solía tener muy enterrados surgieron a la superficie y se acordó de su padre, de los años que había pasado observando que él no volvía a casa, que no disimulaba que había estado con otra, que no podía ocultar que quería acabar con ese matrimonio pero no podía permitírselo. Apartó de su cabeza esos recuerdos y volvió al presente.


—Tomas está felizmente casado —replicó ella—. Efectivamente, no tuve que llamar a otras mujeres.


Quiso añadir que, además, él debería hacer sus propias llamadas telefónicas.


—A juzgar por su expresión, adivino que no estoy ganando un concurso de popularidad.


¿Acaso le importaba? No, pero, si iban a trabajar juntos, tampoco tenía sentido fingir que era un santo. Ella conocería pronto a las mujeres que entraban y salían de su vida. Tendría que acostumbrarse a esquivar algunas llamadas incómodas y, si sus principios no se lo permitían, él quería saberlo en ese momento.


—Ella estaba muy molesta.


Paula intentó no parecer crítica porque su vida privada no era de su incumbencia. Si a él no le importaba a quién se la contaba, eso era asunto de él. Aun así, no podía evitar la sensación de que tenía algunos aspectos que no transmitía a nadie. Era algo velado que tenía en los ojos y que desmentía la imagen de un hombre que ponía todas las cartas sobre la mesa. Le daba igual que ella lo supiera todo sobre sus mujeres, pero no le daban igual otras cosas que ella sospechaba que se guardaba para sí mismo. Aunque tampoco había que ser un genio para adivinar que un hombre que había llegado a lo más alto no sería completamente transparente. Sería de los que solo transmitían lo que querían y si le beneficiaba de alguna manera.


—No lo entiendo —replicó él—. Ya le había dicho que iba a cortar nuestra relación.


Desgraciadamente, me parece que a Georgia la costaba aceptar una ruptura.


—¿Suele delegar las conversaciones complicadas en sus secretarias?


El tono crítico de su voz debería haberlo alterado, pero no lo hizo. Por una vez, estaba con una mujer que, al parecer, no iba a encapricharse de él. Ella tampoco era su tipo. Le gustaban bajas y con abundantes… encantos. Las puntillosas y desafiantes no le servían, le suponían un esfuerzo que no le gustaba hacer.


—No ha surgido la oportunidad durante los últimos meses —contestó él.


Ella dedujo que tampoco habría surgido en ese momento si él no hubiese querido ponerla a prueba. Quizá hubiese pensado que era demasiado melindrosa. No hacía falta que lo dijera para que ella supiera que era lo que estaba pensando y eso le irritaba, aunque también sabía que, efectivamente, se tomaba la vida en serio. No había tenido muchas posibilidades de desarrollar un lado frívolo cuando se había pasado casi toda su juventud ayudando a su madre para que superara los innumerables ataques por las indiscreciones de su padre. Pamela Chaves nunca tuvo fuerza para enfrentarse a su autoritario y mujeriego marido y buscaba el apoyo moral en ella. Cuando Renzo Chaves murió en un accidente de coche, su esposa ya se había convertido en una sombra de la chica que se casó con él con la esperanza de vivir una vida feliz.


Sus propios sueños quedaron en suspenso y, cuando miraba atrás, veía que había pasado la adolescencia poniendo los cimientos de la persona que sería más tarde: reservada, cauta y sin la alegría despreocupada que podría haber tenido en otras circunstancias. Su única experiencia con un hombre solo había servido para que aprendiera que no se podía pensar que lo bueno estaba cantado.


—¿Desea que haga algo más? ¿A qué hora cree que vendrá mañana? No conozco su agenda.


—Tengo la agenda en el móvil. Se la mandaré por correo electrónico. Mañana… Supongo que vendré a la hora habitual. Luego, tendré que irme tres días. ¿Cree que podrá apañarse sola?


—Como ya le he dicho, señor Alfonso, haré todo lo posible para hacer lo que me pida.






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