viernes, 14 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 13



Pedro observó incrédulo la fotografía. Dos diminutos rostros, con los perfiles delimitados a la perfección, se dibujaban sobre el fondo negro. Dos pequeñas naricitas, dos barbillitas, la curva del cráneo, los pequeños cuerpos perdiéndose en una nube blanca. Gemelos. Dos hijos a los que amar. Dos hijos a los que abrazar y sostener, a los que observar mientras crecían... La emoción lo embargó. Sentía deseos de llorar. Pero procuró por todos los medios no hacerlo.


—¡Oh, Dios mío de mi vida! —respiró Pedro dejándose caer, colapsado y aturdido, sobre un sillón—. ¡No puedo creerlo! —añadió examinando de nuevo la fotografía, atónito y embrujado ante aquellas dos diminutas cabecitas, cuando no esperaba ver más que una figura remotamente humana—. ¡Paula!


Ella se había dejado caer de nuevo en el sofá. Lágrimas de éxtasis nublaban la vista de Pedro quien, a pesar de ello, tras enjugarse los ojos, fue de repente consciente de lo increíblemente hermosa que era su mujer.


Le había crecido el pelo desde que la había visto por última vez. Le caía ensortijándose alrededor del rostro. A pesar de la palidez, su piel tenía un tono rosado y sus ojos grises brillaban más límpidos y claros de lo que los recordaba. Era la madre de sus hijos, pensó, embargado de repente por la emoción, con un nudo en la garganta.


—Estoy atónito, no sé qué decir.


—¡Pues yo sí! ¿Cómo te atreves a dejarme embarazada de gemelos?


—¡Pero si es maravilloso, Paula! —exclamó Pedro, sonriendo de felicidad con torpeza.


—¿Pero no te das cuenta? —continuó ella—. ¡Bastante difícil es ya criar a un niño para que encima sean dos! Deberías haberme advertido de que hay genes de gemelos en tu fami... —Paula se ruborizó—. Lo siento, olvidé que no lo sabías.


Pedro sintió un deseo arrebatador de ponerse en pie, abrazarla y besarla. Pero, en lugar de ello, se sirvió una copa. Dos niños, no podía dejar de pensar en ello. Iba a ser padre de gemelos.


—Es una buena noticia —musitó dando un sorbo de whisky—. Me siento revivir. No sabes lo que me has hecho pasar. Creía que estabas enferma, que le pasaba algo anormal al bebé... No puedes ni imaginarte la pesadilla de viaje que...


—¿En serio? —preguntó Paula, trémula, con cierto brillo de esperanza en los ojos.


—Creí que el bebé tenía problemas —explicó Pedro desviando la mirada.


—Ah, ya —respondió ella bajando la cabeza—. Lo siento, no podía pronunciar palabra, estaba atónita.


—No me sorprende, debería haber ido contigo. Ojalá hubiera ido. Podría haberte cuidado.


—Sí, me habría gustado.


—¿Cómo lograste llegar a casa en ese estado? Supongo que no volverías conduciendo...


—No, tomé el autobús. Es un camino agradable —añadió Paula con un gesto de desagrado—. Bueno, lo fue a la ida. La vuelta fue terrible.


—Lo comprendo —asintió él—. Debes haberte llevado un susto tremendo.


—Pareces alterado. Tienes los ojos enrojecidos, supongo que de tanto conducir. Gracias por venir. Lamento haberte hecho pasarlo tan mal, pero... creí que debías saberlo.


Los ojos de Pedro se dulcificaron, su mente rebosaba de sueños, su corazón de amor. Era maravilloso. Pero, además... ¿no había otra cosa que contribuía a tanta felicidad y éxtasis?, ¿no se estaba debilitando su firme decisión de mantenerse separado de Paula? No era de extrañar, reflexionó. Ella tenía un aspecto tan vulnerable... 


Lucía una belleza tan espléndida bella, con aquel vestido amarillo de enorme escote, que mostraba todo el cuello. 


«Peligrosamente bella», añadió en silencio. Pero no debía dejarse llevar por ese camino.


—Ojalá hubiera ido contigo —repitió Pedro con profunda sinceridad.


—Sí, ojalá —rió Paula—. Me habría calmado. Además, había tantas pacientes... Era como en una fábrica, y los médicos y enfermeras estaban tan ocupados... El doctor apenas parpadeó cuando vio que eran gemelos. Al principio yo creí... creí que era un niño... ¡deforme! —exclamó ella echándose a llorar.


—¡Oh, Paula!


Pedro se sentó a su lado en el sofá. Ella siguió sollozando, con labios trémulos, y se dejó abrazar. Él la estrechó cerca de sí, lo más cerca que se atrevió. «Sin besos», se prometió él en silencio. Paula era una amiga a la que estaba consolando. Debía ofrecerle su simpatía, escucharla y dejar a un lado los sentimientos.


—¡Voy a ponerme como una vaca! —exclamó ella llorosa, alzando el rostro y parpadeando, para desgracia de Pedro—. ¡Jamás volveré a recuperar mi figura!


—Sí, la recuperarás. Si es necesario, contrataremos a entrenador, aunque dudo que lo necesites –añadió el sonriendo—. Vas a tener mucho que hacer, me imagino.


—¡Ya lo sé! —gimió ella—. ¡Dos bebés de un golpe! Es una pesadilla! ¡No tendré tiempo ni para dormir! Además... dicen que... dicen que puede que tengan que hacerme la cesárea, Pedro. ¡Y no quiero! Yo quiero que todo sea natural, que suene una maravillosa música y haya velas de olor, de aromaterapia. ¡Lo tenía todo planeado! —lloró Paula—. Pero, en lugar de eso, me empacharán de medicinas, me darán hora para ir al hospital a parir porque necesitan especialistas para gemelos, y ni siquiera estaré consciente —ella se abrazó a Pedro llorando, estrechándolo con fuerza—. ¡Quiero ver nacer a mi hijo... a mis hijos! Es el momento más importante. Pero me dormirán y, cuando despierte, ya habrán nacido... es como si no tuvieran relación alguna conmigo.


—Por favor, Paula —trató de calmarla él, lleno de ansiedad—. No puede ser bueno para los bebés que te pongas así.


Pedro comenzó a preocuparse, a comprender la realidad. 


Para ella, sería muy duro. Necesitaría mucho apoyo. Más de el que él estaba dispuesto a darle. ¿Qué hacer?


—Ni para mí tampoco —contestó Paula sin dejar de sollozar—. ¡Vagaré durante meses hecha un... un hipopótamo, tropezando con los muebles y tirándolo todo, con medias elásticas especiales y un horrible sujetador enorme!


Él ocultó una sonrisa ocultando el rostro en los cabellos de Paula. Le encantaba cuando ella exageraba. Adoraba y envidiaba su forma de lanzarse a la vida, tan emotiva. Él jamás se había dejado llevar por los sentimientos. Jamás se había atrevido.


—No será tan terrible, Paula.


—¡Sí, lo será! —gritó ella—. ¿Tú qué sabes? ¡Tú eres hombre!


—No puedo evitarlo, a menos que cambie de sexo. Pero puedo quedarme contigo a partir de ahora —se ofreció Pedro sin pensarlo dos veces.


—¿Qué? —preguntó Paula, helada, alzando el rostro con una expresión tan patética, que Pedro no pudo evitar responder de forma impulsiva, reafirmándose en su ofrecimiento.


—Lo digo en serio, Paula.


—¿Cómo?


—Es fácil —contestó él pensando con rapidez—. Podría contratar a alguien capacitado para que visitara a los clientes en mi lugar «¿pero a quién?», se preguntó de inmediato él, en silencio. Necesitaría a alguien con la suficiente habilidad, la suficiente rapidez mental y comprensión del negocio como para reaccionar a tiempo. Dan dejó a un lado el problema y continuó hablando—: Puedo organizar las cosas de modo que lo programe todo desde aquí, desde Deep Dene. Estaría en mi despacho siempre que me necesitaras. Quiero apoyarte en esto, Paula. Mi deber es estar contigo, siempre que me necesites.


Los ojos de Paula, brillantes, se secaron por arte de magia. 


Ella lo miró con tal confianza, que el corazón de Pedro dio un vuelco.


—¿Quieres decir que... que volverías a vivir aquí... ahora?


Él pidió auxilio en silencio. En su confusión, fijó la vista en los labios de Paula. ¿Cuándo se calmaría su sed de ella?


—Aja.


—¡Oh, Pedro! —suspiró ella. Pedro sintió el aliento de Paula estremecerlo. Ella rió de felicidad, y eso tuvo un asombroso efecto sobre el deseoso cuerpo de él—. Mmm... sería maravilloso. ¡Simplemente maravilloso!


¿Qué podía hacer un hombre de sangre caliente, dadas las circunstancias? Ella lo abrazaba por el cuello, no podía escapar. No, a menos que soltara uno a uno sus dedos.


Pero él no deseaba hacerlo. Notar la suavidad de la piel de Paula de nuevo lo hacía sentirse en la gloria, de modo que dejó que la pasión lo arrastrara. Y comenzó a explorar la boca de ella. Y después el cuello. Pedro se estremeció. Los pechos de ella estaban firmes, tensos.


Él estaba excitado, tenía que quitarle la ropa a Paula y sentir su piel desnuda. ¿Cómo había sucedido todo? El calor de ella lo envolvía, la mente apenas le funcionaba. Necesitaba amor, tocar a una mujer. Fingir que todo iba bien, que ambos se amaban. Aunque solo fuera por un momento. ¿Y qué, si era mentira? No podía detenerse. No quería detenerse. Ni ella se lo permitiría.


—¿Es correcto que...?


—Sí, no pasa nada. Lo he leído en un libro –susurró Paula.


¿Quién era él para discutir? Pedro se dejó guiar y se recostó sobre la espalda, observando y escuchando a Paula gemir sobre su cuerpo, pletórica de placer. Cerró los ojos. Con suavidad, la dulzura del acto de amor lo entristeció y entusiasmó al mismo tiempo. Por fin, apretó los puños y se abandonó al clímax. Entonces ella se acurrucó a su lado, murmurando y suspirando contenta, y él se quedó helado. 


¿Qué había hecho?


Pedro sintió la lenta respiración de Paula al quedarse dormida, confiada, en sus brazos. Incapaz de moverse, la observó preguntándose qué hacer. Sería desastroso que ella malinterpretara la situación.


Durante un rato, él sintió su cuerpo embargado por la fatiga. 


Pero, uno a uno, sus músculos fueron relajándose hasta quedar dormido. Durante la noche, la voz de ella lo despertó.


—Vamos a la cama.


Se sentía demasiado cansado como para discutir, así que obedeció. Trató de no disfrutar del exquisito placer de sentir a Paula acurrucarse junto a él, y se preguntó cómo demonios le diría al día siguiente que nada había cambiado. 


Amaba a los niños, pero a ella no.










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