lunes, 31 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 6




Era martes por la noche. Se había duchado, se había puesto una falda vaquera algo corta, un suéter de Penélope Glamour que había comprado en unos grandes almacenes, unas bailarinas, y se había prometido mantener la calma. 


Horas después del incidente en su empresa, Pedro le había mandado un mensaje pidiéndole verse de nuevo la noche siguiente en el mismo italiano. Dado que en sus prisas por salir de allí había dejado la documentación sobre su mesa, pidió a una compañera de carrera que sí ejercía, que les echara una ojeada. Al parecer todo estaba en orden aunque para ella todo fuera un caos.


Esta vez no pensaba discutir. A pesar de haber perdido las formas estaba convencida de estar haciendo lo correcto. Se negaba a dar por buena la denegación de su nulidad. Y a permitir que él le pagara los gastos de un costoso divorcio. 


Quizá lo segundo fuera un arranque de orgullo, pero lo primero era cuestión de principios. En su casa le habían enseñado que violar los ideales de uno era la peor de las denigraciones.


Entró y le vio. Estaba en la misma mesa de la otra vez. E igual de atractivo. Sonrió, indecisa. No sabía cómo sería recibida. Vio el taco de papeles a un lado y se repitió que no iba a ponerse histérica a pesar del nudo que atenaza su estómago. Pedro se levantó al verla, sonriendo también con aire arrepentido.


—Bonita camiseta. «Penélope Glamour» te sienta. No sé de qué forma, pero te sienta.


—Gracias, supongo. —Sonrió tímida, sintiéndose halagada y absurda.


En su camiseta se veía a una rubia vestida de rosa con un coche descapotable con una sombrilla igual de rosa. Y le había gustado que para él «le sentara».


—Ensalada, por favor —pidió al camarero.


Declinó el vino. De nuevo escogió él los entrantes, a ella esta vez sí le importó, pero lo dejó pasar. Hablaron del tiempo como dos desconocidos a la espera de que les sirvieran y pudieran entrar en materia. Los contratos, colocados a la vista de ella sin duda de forma expresa, eran su espada de Damocles. Respiró hondo y se sumergió en una aburridísima conversación sobre las condiciones meteorológicas. Diez minutos después y ya con la cena delante por fin cambió de tema.


—Lamento lo que ocurrió ayer. —Supo que era sincero.


—También yo.


Suspiró agradecido y le acercó los papeles.


—Me alegro de que estemos de acuerdo. Fírmalos y acabemos con esto.


Lo miró estupefacta. Contó hasta diez. Y después hasta veinte. Solo cuando supo que se mostraría tranquila respondió.


Pedro, siento haberte gritado. Sin embargo no lamento mi decisión. Sigo convencida de que la sentencia del juez es injusta y que hay que recurrirla. —Levantó la mano impidiendo que hablara—. Sé que esto no es fácil para ti; para ninguno de los dos lo es. Pero no voy a renunciar a lo que soy y a lo que creo por esto.


«Ni siquiera por ti.»


—No trates de hacerme creer que me entiendes. Tú no sabes nada de matrimonios porque no crees en ellos. —Sus palabras destilaban rencor en cada sílaba.


No se dejó provocar.


Pedro, quizá no desee casarme, pero eso no significa que no valore el matrimonio como institución. —No pensaba darle más explicaciones—. Me pides que me olvide de mis principios; no obstante te niegas de plano a renunciar a los tuyos. Vive con Amparo ahora y cásate después.


La miró como si estuviera loca.


—Tú me hablas de principios cuando en realidad lo que tienes es una pataleta porque un juez no ha cumplido con tus expectativas. Yo te hablo de Dios, Paula. Deberías ser capaz de entenderlo, al menos.


Sintió la rabia agolparse en sus venas. Esta vez hubo de contar hasta treinta. Pero no iba a cabrearse. No. De repente se sintió inspirada. Sonriendo con sorna se encogió de hombros, tomó el fajo de hojas que solicitaban el divorcio y le pidió un bolígrafo. Visiblemente aliviado le pasó el suyo. 


Paula estampó su firma y alzó su copa en un brindis silencioso. Vio cómo tomaba el otro contrato y se lo ponía delante. «Veamos de qué pasta estás hecho».


—Me temo que ese no lo firmaré.


La miró sin entender.


—¿Quieres el divorcio? Ya lo tienes. —Le indicó con la vista el contrato firmado—. Pero no firmaré la renuncia de los bienes.


—¿De qué coño hablas, Paula? —El tono gélido pudo haber congelado el desierto del Sáhara.


Debió haberse amedrentado, pero dos meses antes había despedido a siete compañeros. Eso sí era terrorífico. Podía lidiar con su rabia.


—Ninguneas mis principios. Veamos ahora cuánto valen tus creencias. Ahí tienes tu libertad, cógela. —Hizo una pausa dando dramatismo a su conclusión. Quizá, después de todo, era digna hija de su madre—. ¿Cuánto vale tu dios, Pedro? ¿Exactamente la mitad de tu fortuna?


Él se levantó con tal fuerza que tumbó la silla. La miró como si deseara matarla. Cogió los papeles, lanzó un par de billetes sobre la mesa que cubrían de sobra la cena de ambos, y salió del restaurante con paso furioso. Paula notó las miradas de todo el mundo sobre su espalda. A pesar de ello no pudo evitar mirarle el trasero mientras se iba. Era prieto, perfecto. «Si tuviéramos hijos, tendrían seguro un culo estupendo».


El camarero se acercó a recoger la silla y le preguntó si retiraba los platos. Negó con la cabeza. Su orgullo le impedía salir de allí con el rabo entre las piernas cual mujer abandonada. Hizo de tripas corazón y se acabó la ensalada, que le supo a serrín.


«Paula, céntrate. No puedes ponerte a cien por un tío que no te respeta.»


«Ya, pero es que está taaaaan mono cuando se enfada. Y además tiene razones para estar cabreado. Lo de la firma me ha quedado sublime.»


«No se te ocurra defenderle.»


«Realmente, tras su apariencia impávida hay un volcán. Debe de ser la bomba en la cama.»


«A ver, céntrate: no es para ti, ¿te acuerdas? Va a casarse con otra y además ahora no eres precisamente su persona favorita.»


«Me da igual. Por fantasear un poco tampoco pasa nada.»


«Paula, vuelve a meter a ese tío en el huequito en el que estaba guardado y cierra la puerta. Si te enamoras de él otra vez, te vas a meter en un buen lío.»


Reconoció, con resignación, que ya estaba metida de lleno en ese buen lío.







ATADOS: CAPITULO 5





Dos meses después Paula estaba en su despacho. No había vuelto a saber de él desde aquel ya lejano sábado. 


Tras los despidos en la empresa el ratio de eficiencia había aumentado, pero seguían necesitando con urgencia capital externo. En cualquier caso, no estaba en sus manos encontrar un inversor y trataba de no preocuparse por aquello que no podía controlar. Estaba hojeando evaluaciones de algunos gestores cuando sonó su teléfono de mesa. El tono indicaba llamada interna.


—¿Sí?


—Paula, hay un caballero en la entrada preguntando por ti.


—¿Quién es?


Sintió las dudas de la recepcionista y supo de quién se trataba antes de que se lo confirmara.


—Dice ser tu esposo.


El estómago le dio un vuelco. Pidió que subiera deseando que su voz hubiera sonado más firme a través del teléfono de lo que le había parecido a ella. Un minuto después la puerta de su despacho se abría y un Pedro vestido con traje de chaqueta y corbata entraba con un montón de papeles en la mano. Se le veía alterado. Le indicó con la mano que tomara asiento. Apartó los informes de su mesa y esperó. 


Parecía que necesitara aclarar sus pensamientos, así que le dio un tiempo manteniéndose callada. Vio que se pasaba la mano por el pelo antes de decidirse a hablar.


—Nos han denegado la nulidad.


Saltó de su silla asustada.


—¡¿Qué?!


Estar casada durante unos meses antes de que le concedieran la nulidad tenía un punto divertido. Tener que divorciarse ya no le hacía ninguna gracia. Se obligó a tranquilizarse y recapacitar. Era imposible. Repasó los requisitos del Código Civil para que un matrimonio se considerara válido asegurándose de no cumplir ninguno: no habían convivido, no habían tenido intención de contraer matrimonio, no compartían las tareas domésticas, ni ninguna otra cosa en realidad. Miró a Pedro con ojo crítico. 


¿Estaría bromeando, por fin? Pero no parecía contener su alegría sino todo lo contrario.


Pedro, es imposible —hablaba despacio, tratando de convencerlo a él tanto como a sí misma—. Es un caso claro de nulidad. Incluso yo que no he ejercido nunca lo sé.


Volvió a sentarse mientras él la observaba con atención.


—Al parecer el juez ha desestimado ya varias solicitudes de nulidad. Es ultraconservador, cree que el matrimonio es una institución sagrada y que por tanto la ley no puede estar por encima de Dios. Además de los recursos interpuestos hay varias demandas contra su persona.


Trataba sin éxito de serenarse. No había ni rastro de la mujer tranquila que solía ser.


—¿Y no sabíamos eso antes de presentar la demanda? —Su mirada le dio la respuesta—. ¿Y por qué, si puede saberse, la presentamos allí y no en mi ciudad, donde no hubiéramos corrido riesgos innecesarios?


—El juzgado de mi ciudad tiene menos dilaciones: resuelven en menos tiempo.


«¿Está de broma, ¿no? Tiene que estar de broma.»


—Lógico, si los casos se resuelven así —le estaba gritando, pero no le importó—. Joder, Pedro, esto ya no tiene ninguna gracia.


Eso le hizo reaccionar.


—¿Ya no tiene ninguna gracia? ¿Ya no? —repitió, imitando con voz chillona su tono—. ¿Acaso antes sí la tenía? Pues explícamela y nos reiremos juntos.


Estaba demasiado enfadada como para apreciar su respuesta.


—¿Qué quieres que te diga? Lo dejé todo en tus manos, confié en ti, y mira lo que ha ocurrido. Otra vez.


Sabía que era injusto culparle por las rebeldías de un juez pero se sentía acorralada.


—¿Otra vez? ¡¿Otra vez?! —también él, un hombre habitualmente sereno, vociferaba—. ¿Te refieres a lo que pasó en Las Vegas, no? Me tenía que encargar de pagar y me equivoqué. Es eso, ¿no es cierto?


—Tú lo has dicho, no yo.


Se levantó ofendido y comenzó a dar vueltas por el despacho. Lo vio hacer un hercúleo esfuerzo para recuperar el control.


—Paula, no quiero discutir. —Regresó a la silla—. He traído la solicitud de divorcio.


Lo miró sorprendida. Tenía frescas en su mente las disposiciones básicas de las cláusulas jurídicas en materia matrimonial.


—Estamos en gananciales, Pedro. No es tan sencillo como estampar una firma. Me correspondería la mitad de tu patrimonio por ley. No estamos en Estados Unidos, aquí no se puede renunciar a la parte proporcional de la masa conyugal.


—Mi abogado ha pensado en todo. Además de la solicitud del divorcio, donde nos lo repartimos todo a medias, ha preparado un contrato en el que vuelves a donármelo después.


La mente de Paula trabajaba a toda velocidad.


—¿Y qué hay del impuesto de transmisiones? Será carísimo.


—Yo soy el donatario: yo me hago cargo.


Le tendió dos tacos de documentación. Uno era la demanda de divorcio con la repartición de los bienes. El otro, un contrato de donación.


Tomó la estilográfica de su escritorio con la sensación de que no hacía lo correcto. Iba a firmar cuando su dignidad se lo impidió.


—¿Y así se arreglan las cosas? ¿A base de talonario? Me temo que las cosas no funcionan así en mi mundo, Pedro. No voy a salvarle el culo a un juez meapilas. —El insulto no le debió pasar desapercibido, debió sentirse aludido incluso, pero no le dejó discutir—. Interpondremos un recurso y una demanda. No pienso admitir semejante falacia. Yo quería ser juez, ¿lo sabías? Esto es una cuestión de principios. —Y era cierto. No iba a permitir que la justicia se saltara su petición, ni iba a saltarse ella la justicia con dinero. No podía hacerlo. 


Simplemente no podía.


Él se levantó y colocó las manos sobre el escritorio. Su alta figura volcada sobre ella resultaba amenazante.


—Paula, mientras tú te haces la ofendida yo tengo una boda esperándome.


Lejos de ofenderse o amedrentarse se sintió insultada.


—Simula una boda y haz vida de casado. Ya te lo dije. —Había suficiencia en su tono.


—Y yo te dije que soy católico. —Dio una palmada en la mesa sobre uno de los tacos de papel que había traído—. Firma los papeles y déjate de estupideces.


«¿Estupideces? ¡¿Estupideces?! Estás jodido.»


—Ahora resultará que tus creencias religiosas son más importantes que mis principios. —Había perdido el control. Estaba gritando y al borde de las lágrimas. Se aferró a su ira para no romper a llorar—. ¡Escúchame, capullo! ¡La has jodido! ¡Con mayúsculas! Debiste presentar la demanda en otro sitio y haber tenido paciencia. Pero noooo, el señor quería la nulidad ya. ¿Para qué esperar como el resto del mundo?


Vio que también él estaba fuera de sí.


«Mejor.»


—¡Firma los jodidos papeles y déjate de gilipolleces!


—No pienso firmarlos. ¿Me oyes? ¡¡No voy a hacerlo!! —Con seguridad todo el edificio la estaba oyendo, tanto vociferaba—. Tú, que la has cagado, arréglalo. Pero no cuentes conmigo para nada que no sea la nulidad. Y ahora, lárgate.


Pedro no se movió. Paula rodeó su escritorio. Lo echaría si era necesario. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera pensó que no sería capaz de moverlo ni un ápice si se negaba a irse.


—Fuera. He. ¡¡¡Dicho!!!


Él cerró la distancia que los separaba. Parecía que iba a estrangularla, pero la tomó por los hombros y ella creyó que la zarandearía, pero la cercanía entre ambos, el contacto, cambió la atmósfera de repente. Toda la furia pareció convertirse en deseo. Sus manos dejaron de presionar para reposar casi acariciantes sobre la piel desnuda que la camisa revelaba. La respiración de ella se aceleró y él pudo sentirlo tanto como Paula pudo ver la pasión en sus ojos color miel. Se acercó más y Paula cerró los suyos, esperando. Pasaron los segundos.


—Maldita seas, Paula. ¡Maldita seas mil veces!


Los abrió justo para oír el portazo.







ATADOS: CAPITULO 4




Era sábado por la mañana. Hacía menos de dos días que habían cenado juntos e iban a verse de nuevo. Habían quedado con un abogado para pedir juntos la nulidad matrimonial. Paula había desempolvado sus libros de derecho la tarde anterior y se había dado cuenta de un detalle fundamental: se habían casado en gananciales antes de que él hiciera su fortuna. Así que en ese momento era la feliz propietaria de la mitad de un montón de millones de euros. Sonrió al pensar en hacer creer a Pedro que quería una compensación económica pero desechó la idea un segundo después. Habría que hacer algo con su sentido del humor. O la falta de este.


Había hablado también con su madre, era absurdo postergar lo inevitable. Había habido gritos, exigencias, y más gritos. 


Paula no esperaba menos. Su madre tenía un carácter de mil demonios y explotaba con facilidad. Quizá por eso ella procuraba mantenerse siempre fría, porque le habían criado en una casa que tendía al drama en cuanto se presentaba la ocasión.


Llegó a Valencia, dejó el coche en un parking en el centro y volvió a mirarse en el espejo. Después de la juerga de la noche anterior estaba blanca y tenía ojeras. Entre copa y copa mantuvo bien en secreto a su flamante esposo, recordó mientras salía del coche. Nunca había hablado a sus compañeras de él, ni de la boda ficticia —bueno, no tan ficticia— y tampoco le apetecía hablar ahora. Pedro era un tema privado. Muy, muy privado.


Salió a la calle, torció a la derecha, saludó al portero y entró en el edificio de oficinas que se alzaba hasta el cielo. Pulsó el botón de la decimoquinta planta y esperó. Cuando las puertas se abrieron tuvo la sensación de haber bajado quince plantas en vez de subirlas pues ante ella se mostraba el mismísimo infierno. En la sala de espera estaba Pedro, por supuesto, pero también sus padres, y su propia madre, y las cuatro hermanas de Pedro, y su hermana con su esposo y la niña, y para rematar, la prometida de Pedro. Todos los ojos se posaron sobre ella. «Elegí un mal día para ir de resaca», decidió con fastidio.


Saludó con una sonrisa general. Casi de manera providencial apareció un hombre de unos cincuenta años trajeado que se presentó como su abogado y, tras el protocolario apretón de manos, los invitó a pasar a una sala donde poder hablar. Todos los presentes sin excepción se desplazaron en bloque hacia allí.


Ah, no. Lo suyo con Pedro era algo privado. ¿Acaso habían publicado la convocatoria de aquella reunión en el diario?


Entró la última pero ni cerró la puerta ni se sentó. No se dirigió a nadie en concreto cuando habló con engañosa calma.


—Todos los miembros de la familia Chaves pueden salir. Esto no es el circo ni yo soy un maldito mono de feria.


Su madre iba a montar en cólera cuando su hermana, bendita fuera, la tomó del brazo, la hizo callar y la sacó de allí acompañada de su esposo y la pequeña Alma. La familia de Pedro, siempre correcta, tomó ejemplo y salió detrás.


El abogado le sonrió. Parecía sentirse aliviado también. 


Pedro apenas la miró. Seguía sentado y parecía relajado con la «peliteñida» a su lado. La taladró con la mirada y esta lo miró a él suplicante. «Patética, ni siquiera sabe defenderse sola».


—Paula, a Amparo este asunto le atañe directamente. —Su voz sonaba hastiada.


Cedió con la sonrisa torcida. Sabía que él no tenía sentido del humor, pero veríamos cuánta cuerda tenía ella. Se sentó y escuchó al letrado resumir su historia y explicar cómo iba a funcionar el proceso de nulidad. Apenas escuchaba. Amparo tenía la manicura francesa hecha, un maquillaje discreto y vestía ropa carísima. Se maldijo a sí misma por sus uñas cortas, su aspecto resacoso y sus vaqueros. Volvió a la sala cuando le pusieron delante una pila de papeles para que los firmara. Echó un vistazo rápido comprobando que todo estaba en orden, tomó el bolígrafo… y lo volvió a dejar sobre la mesa.


—Dado que mi esposo ha hecho toda su fortuna durante nuestro matrimonio —su voz sonaba firme, exigente—, creo que merezco una compensación.


La reacción no se hizo esperar. La rubia gritó, la insultó, pataleó e incluso trató de darle una bofetada. Fue Pedro quien detuvo el golpe; ella iba escueta de reflejos. «Así que yo tenía razón y de frágil nada de nada». Lejos de admirarla le cayó todavía peor.


—Amparo, estoy convencido de que Paula solo bromeaba. —Él seguía tranquilo.


La otra no se aplacó y continuó con los improperios. Cuando estos afectaron a su madre sintió que su autocontrol cedía. 


Prefirió pasar a la acción antes de que la situación se le fuera de las manos. Cogió el carísimo bolso de ella, separó la cremallera, abrió la puerta y lo lanzó cual jabalina, dejando a su paso un reguero de pintalabios, pañuelos de papel, tampones, llaves… Como estaría corta de reflejos, pero tonta no era, se apartó de la trayectoria de la rubia, que gritó con más ardor y salió corriendo para recoger sus pertenencias. Con la mejor de sus sonrisas cerró la puerta y pasó el pestillo. La mirada de Pedro mostraba un disgusto patente.


«Bueno, ha sido divertido y al menos ahora tengo toda su atención.»


—No me mires así. Ella debió salir con los demás. Corrijo: nadie debió venir.


—Paula, mi familia está preocupada por la situación. He tenido que anular una boda de seiscientos invitados. Todo el mundo está muy nervioso. Cuando me pidieron venir no pude decirles que no.


—A mí tampoco pudiste decirme que no y mira la que se ha armado. Quizá debieras aprender a decir que no. «Ene-O». —Vocalizó como si fuera un inepto al tiempo que tomaba los papeles y los firmaba. Guiñó un ojo al abogado—. Se lo pedí yo, ¿sabe?


El letrado simuló una sonrisilla carraspeando. Pedro no reaccionó. Una vez más. ¿Qué le pasaba a ese tío? Y qué tenía en las venas, ¿horchata? ¿Y por qué ella seguía pensando que era el hombre más sexy del mundo si era un soso? No debía haber una gota de pasión en su sangre y a pesar de ello su cuerpo cosquilleaba de deseo por él. Se levantó tratando de aliviar su propia pasión y estrechó de nuevo la mano del abogado, besó la mejilla de Pedro, frivolidad que le pareció absolutamente necesaria, y salió sonriente.


Fuera la esperaban en silencio. Se despidió de la familia Alfonso e invitó a la suya a comer para celebrar que en breve volvería a ser una mujer soltera y pobre. Todos rieron ante el comentario. Todos excepto Amparo. Ya en el ascensor y justo antes de que se cerraran las puertas se dirigió precisamente a ella.


—Ah, y te equivocas, Amparo. Mi madre es maestra. Maestra, no puta.


Se cerró la puerta. Adoraba las salidas a lo grande. 


Sonriendo, tomó a su sobrina en brazos y la abrazó. Esta le besó la mejilla antes de mirarla con los ojos a rebosar de curiosidad.


—Tía, ¿qué es una puta?


Mierda. Afortunadamente su hermana se lo tomó a risa.








domingo, 30 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 3





Paula estaba sentada en su X3 frente al italiano en el que habían quedado. Se había retocado el maquillaje censurándose un poco por hacerlo. Era una mujer valiente, muy a gusto consigo misma, pero Pedro la hacía sentir inferior. Detestaba verse así. Aunque debía reconocer que la culpa era suya en exclusiva. Él nunca había dicho o hecho nada que alentara esos sentimientos destructivos. Era la propia Paula quien los alimentaba con sus tonterías.


«Sé tú misma, concéntrate en ti y no en él». Llevaba toda la tarde repitiéndoselo. Respiró hondo, abrió la puerta del coche y se encaminó hacia el restaurante. Lo vio enseguida. 


Vestía unos vaqueros oscuros que potenciaban la musculatura de sus piernas y un suéter de cuello de cisne beige que hacía lo propio con su torso. Estaba para comérselo. «Mejor te comes una lasaña y te dejas de bobadas», se recordó. Se levantó al verla y le apartó la silla, galante. Le besó la mejilla y se sentó de nuevo. Paula sintió que perdía el control ante su proximidad. Cogió la carta e hizo como que la leía, tratando de calmarse. Él la convertía en un manojo de nervios con solo un beso. Si se acostaran juntos, ardería. Quizá se habían acostado juntos aquella noche y ella no lo recordaba. Tal vez su mente había bloqueado el recuerdo porque ella no había estado a la altura, pensó con pánico. O, peor, se le había declarado después de hacerlo. Agobiada por el camino que seguía su superlativa imaginación se alegró como nunca de que llegara el camarero.


—Una lasaña y agua natural, por favor.


Dejó que él eligiera los entrantes y el vino. No solía gustarle que decidieran por ella, y menos aún la comida, pero estaba demasiado tensa para optar por nada. Una vez solos, Pedro le sonrió con cautela y empezó a hablar.


—Ayer a primera hora fui a recoger mi expediente de matrimonio y me encontré con que me lo habían denegado porque llevaba once años casado. —Ella no dijo nada. Ante su silencio presionó—. Contigo.


Vaya, así que la cosa iba en serio. Realmente se habían casado. Llevaba todo el día pensando en ello y no lograba dar con una explicación correcta. Había pedido al registro una nota telemática sobre su propio estado pero no la recibiría hasta el lunes. Su única esperanza de que fuera un error residía en esa nota. Quizá ella estuviera soltera y todo fuera una equivocación. «Sí, y quizá Palestina e Israel firmen la paz mañana. Sé realista, por favor».


—Paula. —La devolvió a la conversación observándola con fijeza, interrogante—. Me caso en dieciséis días.


—Sabes que no.


La miró con espanto. Deseó haberse mantenido callada. 


Cuando la presionaban se olvidaba de la diplomacia y decía aquello que pensaba sin ambages. Y en ese momento se sentía muy presionada.


—Lo siento. He sido demasiado franca. Estoy molesta con todo esto y el día ha sido muy largo.


«Y tú me haces sentir inferior. Y no sé cómo manejar esta situación. Y me encantaría tumbarte sobre la mesa y arrancarte la ropa.»


—No te preocupes. Tienes razón, supongo. Salvo que todo esto sea una broma de mal gusto me temo que tendremos que anular la boda. Amparo está destrozada. Anoche se pasó horas llorando. Todo está planeado al milímetro, las flores, el vestido…


A Paula le importaba bien poco lo que Amparo sintiera, aun a riesgo de convertirse en una zorra insensible. No le gustaba esa chica. Sabía que no le iba a gustar nadie para él, pero esa rubia de bote le disgustaba especialmente. 


Creía que bajo su apariencia frágil se escondía una arpía más interesada en el dinero de Pedro que en él mismo. 


«Claro, porque si no fuera rico no gustaría a nadie, ¿no?». 


Sin embargo, ella se ganaba la vida juzgando a la gente y Amparo no le parecía trigo limpio. En absoluto. Él seguía hablando de los preparativos del enlace. Deseaba cortarle, aunque sería de pésima educación hacerlo. Pero también era de mal gusto contarle a la mujer que te amaba desde siempre cosas sobre tu boda con otra. Y más si esa mujer que te amaba era tu esposa, aun por error. «Qué demonios, haz que se calle».


—Pedro —le interrumpió cuando el camarero dejó sus platos sobre la mesa—. No me has citado para contarme cuántos pisos tendrá la tarta nupcial, ¿verdad?


Él se sonrojó, visiblemente azorado. Negó con la cabeza y volvió al tema que les incumbía a ambos.


—¿Se te ocurre alguna explicación al hecho de que estemos casados?


—Ninguna. He estado dándole vueltas a lo de Las Vegas. —Notó que se ruborizaba mientras su mente volvía a su supuesta noche de bodas. Ya se veía arrodillada, jurándole amor eterno. «Dios, Dios, deja de pensar»—. Por treinta dólares nadie tramita un expediente matrimonial.


—¿Treinta dólares? —Él había levantado la voz.


Su cara de espanto le dio la clave.


—Pedro, recuerdo a la perfección que te dije que pagaras mientras yo recogía la foto del enlace. —Lo recordaba muy bien, aún tenía aquella foto escondida en un cajón del trastero—. ¿No pagarías más, verdad? Algo así como… dos mil pavos.


Él se mostró contrito. Estaba adorable tan hecho polvo.


—Dos mil trescientos cincuenta dólares.


Su carcajada hizo que varios comensales se giraran hacia ellos. Pedro la taladró con la mirada.



—Lo siento, chico: la cagaste. —Su mente iba a cien repasando consecuencias y buscando una solución rápida. Pero no era abogada, nunca había ejercido, e intuía que haría falta un especialista para solucionar aquel embrollo—. Bien, la buena noticia es que ya sabemos qué paso. La mala noticia es que realmente estamos casados.


Vio cómo se desmoronaba y sintió verdadera lástima. Por más que le doliera, él estaba enamorado de otra y se le veía destrozado. Sin pensar, le tomó la mano y se la apretó. Él no rehuyó el contacto.


Pedro, todo se solucionará.


Él la miró esperanzado. Parecía querer aferrarse a un clavo ardiendo.


—¿Sabes cómo?


Soltó su mano y lo miró con tristeza. Negó con la cabeza. 


Ambos pasaron unos minutos concentrados en sus platos. 


Así que él había legitimado el matrimonio por error. Bueno, en aquel entonces ya había ganado mucho dinero. Suponía que le pudo parecer incluso divertido que la broma le saliera tan cara. No podía solucionar el tema legal, pero sí su boda. 


Era una experta solucionando problemas ajenos.


Pedro, cásate igualmente. Ya sé que a nivel jurídico no es posible, pero hazlo. Contrata a algún actor que simule una ceremonia civil, haced la fiesta y seguid con vuestros planes. Y cuando esto se arregle casaos en la intimidad. —Su mirada seguía partiéndole el alma—. Incluso me ofrezco como testigo.


Él sonrió sin ganas.


—Paula, soy católico.


Y eso lo explicaba todo. En días como ese se alegraba de ser atea. El resto de la cena transcurrió en silencio. Pedro estaba abatido, apenas comió, y ella no quiso interrumpir sus pensamientos. Cuando pidió la cuenta dejó que pagara él y salieron. La acompañó al coche y le sostuvo la puerta. Antes de cerrarla la miró, abstraído.


—Paula, lo lamento.


A ella no le cupo ninguna duda de cuánto lo lamentaba.
En un impulso —y ya eran muchos en día y medio— se desabrochó el cinturón, salió del coche y lo abrazó.


—Todo se solucionará. Te prometo que algún día nos reiremos de esto.


Él se separó y la miró, sin soltarla.


—Mi eterna optimista.


Y sin más la besó en la mejilla y se marchó.


De vuelta a casa no pudo dejar de acariciarse la cara justo donde sus labios la habían rozado. Le quemaba. «Mi eterna optimista».







ATADOS: CAPITULO 2





Se conocían desde siempre. Ambas familias, Alfonso y Chaves, veraneaban en la playa de Canet d’En Berenguer, por lo que se habían visto todos los veranos durante años.


Paula no recordaba cuándo se había enamorado de él. 


Cuando era adolescente solía bromear consigo misma pensando que quizá lo amara desde que compartieran algún chupete, o una cuna durante la siesta. Había sido su amor de la infancia. Era un niño muy guapo con el cabello castaño y los ojos color miel. Alto y desgarbado, destacaba sobre el resto por su buen carácter y su sonrisa. Durante la adolescencia, Paula pudo ver cómo su cuerpo se iba moldeando hasta convertirse en músculo y fibra. Sus facciones se fueron endureciendo y, si bien perdió su encanto angelical, ganó un atractivo masculino, muy varonil. 


Paula, en cambio, desarrolló tarde y despacio. Nunca fue fea, pero hasta pasados los veinticinco su cuerpo no se había redondeado de la forma correcta. Su excesiva delgadez la había afeado, afilando sus rasgos y asemejando su cuerpo al de un palo. Sus mejores adalides habían sido su ingenio y su independencia.


Pero no era eso lo que le había mantenido alejada de él. El problema era mucho más profundo. Pedro era todo lo que Paula nunca sería. Él iba a misa todos los domingos; ella no creía en Dios. Él era muy tradicional; ella, a pesar de su educación, anunciaba sus principios progresistas a cualquiera que quisiera escucharla. Él procedía de una familia muy adinerada; ella hablaba de redistribución de la riqueza. Él era moderado; ella, la impulsividad personificada. 


Él adoraba el campo; ella era de asfalto. Y la lista parecía no tener fin. No tenían afinidad ninguna.


Una Paula joven e insegura había sentido pavor de ser ella misma en su presencia, temiendo absurdamente que él la rechazara de plano. Ahora entendía lo ridículo de sus miedos, pero en aquel momento había estado convencida de que Pedro jamás se fijaría en una muchacha así y había guardado silencio en su presencia, aterrada de mostrarse tal como era. Había pasado años manteniéndose al margen cuando él aparecía.


A los dieciocho Pedro se marchó a estudiar a Stanford, en California, mientras ella se quedaba en la Universidad de Valencia. Era un apasionado de la informática y creó un sistema que revolucionaría años después el concepto del ciberespacio. Por lo que sabía ella de ordenadores bien pudo haber inventado la tecla de delete, aunque dudaba de que por eso le hubieran pagado más de quinientos millones de dólares.


Sin tener que preocuparse por el dinero durante el resto de su vida, él estudió Gestión de Procesos de Negocio y volvió a España para crear un holding que se dedicaba a reflotar empresas con problemas en cualquier sector que le resultara motivador.


Pero antes de su regreso, antes de que él se convirtiera en millonario, coincidieron en Las Vegas.


Paula había acabado la carrera y quiso perfeccionar su inglés antes de entrar en el mundo laboral. Consiguió un trabajo en un hotel en Columbus, Ohio, y pasó seis meses cambiando toallas y sirviendo cafés. Una noche, poco antes de su vuelta a España, sus compañeras propusieron una escapada de fin de semana a Las Vegas y ella aceptó, intrigada por el paraíso de arena y máquinas de juego que le prometían. El sábado por la noche, tras varias copas, lo vio.


Fue como la escena de Grease en la que Sandy y Danny coinciden en el instituto, pero con litros de alcohol para emborronarla. No estaba segura de cómo terminaron en aquella capilla. Estaba convencida de que su mente etílica retó a Pedro «el Correcto» a cometer una locura, y por alguna extraña razón él debió aceptar.


Su sobresaliente en Derecho internacional le hacía consciente de que un matrimonio de dos españoles en cualquier otro país no sería válido, salvo que solicitaran que fuera tramitado vía embajada para ser registrado en España. 


Así que le propuso hacer algo estúpido: se separaron de sus respectivos amigos y se metieron en el primer local que encontraron y que prometía amor eterno a cambio de treinta dólares. Recordaba poco más de aquella noche. Supuso que debió haberse acostado con él porque a la mañana siguiente se despertó a su lado en un hotel de lujo. Se vistió con sigilo, sonriendo al ver el acta de matrimonio pegada en el espejo del baño, como en cualquier película de sobremesa de Antena3, y se marchó sin hacer ruido.


Al pensar en ello desde la madurez de sus treinta y cuatro años, aquello sirvió para exorcizarle. Desde entonces había coincidido con él en algunas bodas o en el paseo marítimo y ya no se sentía desfallecer de amor al verle; solo un saltito en su corazón que su mente refrenaba con férrea facilidad. 


Había logrado encerrarle en un pequeño recoveco de su alma y seguir adelante. Si todavía no se había casado era porque no había encontrado al hombre adecuado y no porque su recuerdo le impidiera amar a otros.


Regresó de nuevo al presente. Pagó el kebab, dejó su BMW donde estaba y bajó hasta su casa dando un paseo. Le alivió ver que el coche de su madre había desaparecido. Su gata la saludó al entrar. Había recogido a aquella siamesa blanca de la calle. La llamó Dama, por «La dama y el vagabundo», y el tiempo le dijo que acertó de lleno en el nombre. Había resultado ser una marquesa que comía solo paté de marca y dormía en el sofá. Nada de inferior categoría era digno de ella. La acarició con cariño y subió a la primera planta. 


Descartado ya el baño abrió el grifo de la ducha mientras se desnudaba. El espejo le devolvió el reflejo de una mujer que apenas aparentaba treinta años, de pelo castaño, ojos verdes, pechos pequeños y trasero perfecto. Metió su agotado cuerpo bajo el torrente de agua caliente y dejó que sus músculos se relajaran, obligándose a no pensar en nada.


Una hora y media después estaba en la cama, intentando dormir. ¿Sería cierto? ¿Estarían casados? ¿Cómo era posible? Hacerse cargo de validar aquel matrimonio hubiera costado una fortuna, y también un abogado que se encargara de todo. Quizá se tratara de un error, aunque lo dudaba. Pedro no cometía errores. A diferencia de ella que había cometido tantos en su vida que podría hacer una lista de cien páginas.


Resignada al insomnio miró la hora. Las doce y media de la noche. ¿Estaría él despierto? Si acababa de descubrir que estaban casados era bastante probable que no pudiera dormir como le estaba pasando a ella. Dejando que su impulsividad actuara, un hecho sin precedentes en los últimos años, cogió su móvil y le llamó. El teléfono le dio tono. Apenas un par de segundos después una voz bien despejada le contestó.


—Paula, ¿eres tú?


«No, soy Bob Esponja y le he robado el móvil, no te jode». 


Siempre que pensaba en él su mente se crispaba recordando que unos años antes se había sentido avergonzada de sí misma. Casi siempre su imaginación hacía pagar a Pedro las consecuencias de su enfado.


—Sí, soy yo. —Una cosa era meterse con él en su desbocada fantasía y otra muy distinta ser borde en voz alta—. He estado pensando y creo que definitivamente tenemos que hablar.


Él se mostró animado.


—Perfecto, he ido al registro civil esta mañana y…


Pedro —le interrumpió—. No creo que debamos mantener esta conversación por teléfono. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana? Reserva donde quieras y mándame un mensaje diciéndome dónde y a qué hora.


Pareció contrariado, pero se mostró conforme.


—Genial, así quedamos entonces. Que descanses.


Con esa despedida Paula colgó. Por desgracia el sueño tardó en llegar.


A la mañana siguiente se acicaló con especial atención, riñéndose por hacerlo. Detestaba que él siguiera haciéndole comportarse como una adolescente enamorada.