miércoles, 1 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 9






El correo que había estado esperando llegó al día siguiente: Daniela Porter, registrada en la agencia, había sido informada de que un miembro de su familia estaba buscándola. Si quería enviar una carta, ellos se la harían llegar…


Paula, nerviosa, escribió una docena de cartas. Largas, cortas, de todos los tamaños. Por fin, llamó a un mensajero y envió una que contenía los detalles más básicos. Sin disculpas, pidiéndole que le escribiera o la llamase. Dando su dirección, su número de teléfono y el de su móvil. Pero antes de guardarla en el sobre, incluyó una fotografía de las que se había hecho mientras estaba de compras.


Y, como la espera era insoportable y tenía que hacer algo, se dedicó a quitar el papel pintado del salón.


Cuando llegó el fin de semana no estaba quitando el papel pintado de las paredes, estaba subiéndose por ellas. 


Encaramada a una escalera, estaba pintando la escayola que decoraba los altos techos cuando sonó el teléfono.


Había esperado una respuesta inmediata de Daniela, pero después de bajar corriendo cada vez que sonaba el teléfono se obligó a sí misma a tranquilizarse. Subir y bajar de una escalera a esa velocidad era un peligro.


Seguramente sería alguien de la prensa que, por fin, la había localizado, se dijo.


Por el momento, la cadena no había hecho público que no iba a renovar su contrato. Que, en dos semanas, a menos que pudieran convencerla para que se quedara, habría un nuevo rostro por las mañanas. Y las revistas de cotilleos, totalmente obsesionadas con su nueva imagen, no parecían haberse enterado aún de que había roto con su marido, que la sonrisa no era verdadera, que el maquillador había tenido que aplicarse para disimular sus ojeras y que la máscara de pestañas tenía que ser resistente al agua.


Pero eso no podía durar y, cuando todo se supiera, el teléfono sería su enemigo.


Debería haberle dado a Daniela sólo el número de su móvil.


 O haber comprado otro cuyo número sólo supiera ella. 


Demasiado tarde…


El contestador saltó. Solía tener el mensaje pregrabado de la compañía telefónica, pero cuando descubrió que Daniela estaba buscándola había grabado un mensaje con su propia voz. Un error porque, si era algún periodista, descubriría que ya no vivía en Belgravia.


Quien fuera colgó sin decir nada y Paula metió la brocha en el bote. Tenía las manos llenas de pintura. Más trabajo para la manicura, pensó.


Pero el teléfono volvió a sonar y, sin poder contenerse, soltó la brocha y bajó de un salto.


—¿Sí?


De nuevo, quien fuera colgó.


Paula se pasó una mano por el brazo porque se le había puesto la piel de gallina. Pero era lógico, estaba trabajando con las ventanas abiertas en pleno mes de noviembre. Lo que necesitaba era un buen chocolate caliente.


Estaba poniendo agua a calentar cuando el teléfono sonó por tercera vez.


—¡Por favor, no cuelgues! —gritó mientras levantaba el auricular.


—¿Paula?


Pedro.


—Ah,Pedro. Eres tú.


—No soy quien esperabas, evidentemente.


—No… sí —Paula sacudió la cabeza, un gesto inútil ya que él no podía verla.


Debería haber imaginado que iba a llamar.


Pedro había ido al apartamento antes, pero Paula había visto su BMW aparcado en la puerta y había decidido no abrir.


Aquello era suficientemente difícil sin los constantes recordatorios de lo que se estaba perdiendo. No sólo el olor a Pedro, que no parecía capaz de erradicar, sino cómo se aflojaba la corbata, cómo se desabrochaba el primer botón de la camisa sin darse cuenta de lo que hacía. Y ver cómo un mechón rebelde caía sobre su frente le recordaba su pelo mojado en la ducha…


—¿Sigues ahí?


—Sí, perdona. Es que estaba esperando otra llamada…


—¿Qué te pasa? Parece como si hubieras corrido una maratón.


—Ojalá, pero no es eso —suspiró Paula—. ¿Qué querías, Pedro?


—No es nada importante, no quiero interrumpirte. Si no te importa abrir el portal cuando tengas un momento…


—¿Abrir el portal? ¿Dónde estás?


—Delante de tu casa.


Paula se acercó a la ventana, pero no vio el BMW aparcado en la puerta, detrás de su llamante descapotable. Sólo una furgoneta.


Seguramente habría aparcado en otro sitio para que no viera su coche. Qué listo.


—Estoy muy ocupada, Pedro. ¿No puedes dejar las cartas en el buzón?


—Lo que traigo no cabe en el buzón.


Y era por eso por lo que había vuelto, por nada más. Como no podía poner ninguna excusa, Paula pulsó el botón del portero automático.


—¡Puedes dejarlo en el portal! —le gritó desde arriba.


—Es que tengo otra carga.


¿Otra carga? ¿Otra carga de qué?, se preguntó mientras lo oía subir los escalones de dos en dos.


Pedro tenía ropa para los fines de semana; ropa informal, pero del mejor algodón, del mejor cachemir. Trabajaba los fines de semana, pero no se sentía en la obligación de ponerse un traje de chaqueta.


Sin embargo, lo que llevaba aquel día no lo había visto nunca: unos vaqueros gastados y, bajo una cazadora de cuero, una camiseta que una vez había sido negra con el logo de una banda de rock de los ochenta.


Paula miró la caja que había dejado en el suelo. No contenía correo ni ropa, sino brochas y botes de pintura.


—¿Se puede saber qué estás haciendo?


—Tardaremos la mitad del tiempo en pintar el techo si lo hacemos entre los dos —contestó él—. He traído mi propia escalera.


Antes de que ella pudiera replicar bajó al portal y volvió con una escalera que colocó al otro lado del salón.


—No —dijo Paula cuando recuperó el habla—. No hagas eso.


Aquello era demasiado extraño. Pedro no hacía esas cosas. Si había que arreglar algo, Miranda llamaba a un profesional de confianza.


—¿Por qué?


—¿No tienes nada más importante que hacer? ¿Comprar una empresa, cargarte otra?


—Sí, pero puedo tomarme un par de horas libres para echarte un mano —contestó Pedro, sin dejar de sonreír.


—No —repitió Paula.


No quería que fuera a su casa, no quería que tomase el control de su vida. Aquello era como lo del coche. La trataba como si no supiera lo que estaba haciendo.


—Si tienes un par de horas libres, a la paz mundial le vendría bien un poco de atención. ¿Y cómo sabías que estaba pintando?


—Te he visto desde abajo subida en la escalera.


—Pero podría estar… no sé, esperando a los pintores.


—Alfonso y Chaves. Ningún encargo es demasiado pequeño —bromeó Pedro.


Que fácil sería dejarlo estar. Callarse y dejar que se pusiera a pintar con ella, como un equipo. Eso era, después de todo, lo que siempre había querido.


—Si quieres dedicarte a la decoración de interiores tendrás que buscarte otro socio, lo siento.


Pedro, que se apoyaba en la rapidez y la determinación, habilidades que siempre le habían servido en el pasado, por fin se detuvo para escucharla.


—Lo dices en serio, ¿verdad?


—Sí.


—¿No quieres mi ayuda?


—No quiero la ayuda de nadie. Quiero… necesito hacer esto yo sola.


Él entendió que no estaba rechazándolo, sólo quería hacerlo sola. Para demostrar algo.


Y fue una revelación.


—Lo lamentarás —le advirtió. También lo lamentaba él, pero había algo en la nueva determinación de Paula, en su nueva independencia, que lo hacía sentirse orgulloso de ella—. Este salón es muy bonito. Tiene unas proporciones estupendas.


—Lo será cuando esté terminado. Cuando ponga el suelo nuevo.


Pedro miró la vieja moqueta.


—Habrá que quitar esto.


—Está en mi lista.


—¿Quieres que deje aquí las herramientas?


Paula vio algo en los ojos grises de su marido. ¿Necesitaba que le dijera que sí? ¿Sería eso posible?


No podía estar segura. Sin embargo, lamentó haberle dicho que no. Que él la necesitase era lo que siempre había deseado.


Pero había dejado claro que, si se quedaba, sería en sus propios términos, no porque no pudiera hacerlo sola.


—Por otro lado, sospecho que va a ser un trabajo tedioso y aburrido. Arrancar la moqueta y limpiar el suelo que hay debajo…


—Pintar techos es aburrido también —sonrió Pedro—. Pero podemos cambiar cuando te apetezca.


El teléfono sonó tres veces más mientras estaban trabajando.


La primera vez, Pedro levantó la mirada pero no dijo nada. Y quien fuera colgó sin dejar un mensaje.


La segunda vez preguntó:
—¿Quieres que conteste?


—No, gracias.


De nuevo, la persona que llamaba colgó después de escuchar el mensaje.


La tercera vez ninguno de los dos hizo caso.


Cuando terminó, Paula bajó de la escalera. Le dolían tantos los dedos que no podía moverlos. Él no dijo una palabra, sencillamente le quitó la brocha y la puso bajo el grifo. Paula no protestó, ya que la alternativa era estar a su lado en la cocina. Y fue entonces cuando el teléfono sonó por cuarta vez.


—¿Te pasa a menudo eso de que llamen y cuelguen?


—Llamaré a la compañía telefónica. Debe de ser algún pesado.


—Y debe de gustarle tu voz, porque no cuelga hasta después de haber oído el mensaje.


—¿Qué estás diciendo?


—Nada. Sólo que deberías cambiar de número.


—No puedo… —empezó a decir Paula—. Es un problema tener que dar un nuevo número de teléfono a todo el mundo.


—Mientras dejen de molestarte… ¿sabe alguien que vives sola aquí?


Paula se encogió de hombros.


—Mi representante, tú…


Daniela…


¿Podría ser Daniela llamando para oír su voz?, se preguntó. 


Quizá intentara encontrar valor para hablar con ella…


—He estado esperando leer algo sobre nosotros en alguna revista.


—Sí, bueno, mi nueva imagen los ha distraído por el momento.


Eso y el hecho de que su separación hubiera sido tan fácil. 


No había habido dramas, ni lágrimas. Ningún triángulo sórdido, nada que llamase la atención sobre lo que había pasado.


Era como si la idea de que dejase a Pedro fuera tan increíble que el mundo debía de ver lo que estaba pasado, pero se negaba a creerlo.


—No te preocupes, ya hablarán de nosotros —suspiró—. Pero, con un poco de suerte, la otra noticia te ahorrará muchos quebraderos de cabeza.


—¿Qué otra noticia?


—Que dejo la cadena.


—¿Qué?


—Bienvenido al club —sonrió Paula—. Llevo varios días oyendo ese «¿qué?» en todas partes. Pero, por el momento los miembros del club son pocos: el director de la cadena, el productor el programa, mi representante… Cuando salte la noticia, los paparazzi se volverán locos.


—Y la hora del desayuno no volverá a ser la misma —dijo él—. ¿Ya han encontrado a alguien que ocupe tu puesto?


—Por el momento se niegan a creer que me voy. Creen que quiero más dinero.


—¿Y te lo han ofrecido?


—Tengo la impresión de que podría pedir lo que quisiera —sonrió Paula—. Lo cual es ridículo. Nadie es indispensable.


—¿Tú crees? —sonrió Pedro—. ¿Y qué vas a hacer ahora, irte a otra cadena?


—No, voy a tomarme un descanso. Aunque no me faltan ofertas —contestó Paula. También ella tenía su orgullo—. Incluyendo un adelanto de seis cifras para escribir mi biografía.


No la escribiría ella, sino un «negro», le había asegurado Jace Sutton, su representante, creyendo que su horrorizada expresión era porque había pensado que tendría que tomar papel y pluma ella misma.


—Ese dinero te vendría bien a la hora de la jubilación —bromeó su marido.


—No me hará falta. Y no te preocupes, no tengo la menor intención de sacar mis trapos sucios en público.


—¿Qué trapos sucios tienes tú?


—Ninguno —contestó ella rápidamente—. Sólo era una expresión.


—¿Y el proyecto en el que estabas trabajando?


—¿Qué proyecto?


—El de las adopciones —contestó Pedro, mirándola con una expresión que la hizo temblar.


¿Cómo lo sabía?


—Ah, ése…


—El otro día estabas mirando una página sobre adopciones en Internet.


—Sí, es verdad —Paula se aclaró la garganta—. Pero por ahora sólo es una idea.


En realidad, no tan mala idea, pensó, recordando las historias que había leído. Las alegres reuniones, los corazones rotos ante un segundo rechazo… A lo mejor podía hacer algo que ayudase a gente como ella, como Daniela.


Percatándose de que Pedro estaba esperando, siguió:
—Quizá debería poner como condición para quedarme que me dejasen producir un documental. Eso sí que pondría a prueba la resolución de la cadena.


Pedro arrugó el ceño.


—Lo dirás en broma.


—Sí, bueno, claro…


—A menos que sean tontos de remate, darían saltos de alegría ante una propuesta así.


¿Pedro pensaba eso? ¿De verdad?


—Pero ¿para qué vas a molestarte? —siguió él.


No, evidentemente no lo pensaba.


—Si es algo que te apasiona de verdad, deberías crear tu propia productora.


—¿Mi propia productora?


—Es el paso más lógico. Podrías hacer lo que quieras sin tener que obedecer al director de una cadena. Si estás interesada, seguro que Jace sabe cómo encontrar financiación.


—No.


Ella no era una ejecutiva con tres títulos en la universidad de Oxford.


—Hacer programas de televisión es muy caro —insistió Pedro, malinterpretando su respuesta.


—Ya lo sé. ¿Y quién arriesgaría su dinero conmigo?


—La gente confía en ti, Paula. El público te adora y yo…


Pedro no terminó la frase. En un segundo, la atmósfera de sana camaradería se había vuelto tan asfixiante como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno.


—¿Tú… qué?


—Debería irme.





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