martes, 5 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 8





Había llevado el Ferrari rojo, un rugiente trofeo italiano de perfecta ingeniería.


Me pregunté si debía hacerme la lista y fingir que viajaba en coches como aquel todos los días, pero entonces recordé que me había visto medio desnuda en medio de una boda y había encontrado lo del vibrador en mi portátil. Hacerme la lista ya no tenía sentido, de modo que me dejé caer sobre el caro asiento de piel, suspirando.


–¿Sabes que tiene un motor V8 de 4 litros y medio? Han reducido la compresión del pistón como en un coche de carreras. Me encanta. Me gustaría tirarme encima y lamerlo –tuve que contenerme para no acariciar el salpicadero–. Supongo que siendo italiano debes tener un coche como este. No estarás compensando por alguna deficiencia masculina, ¿verdad?


Su respuesta fue una sonrisa porque, por supuesto, no estaba compensando por nada. Yo había tomado el almuerzo navideño con una mano en su “masculinidad”.


Era la primera vez que lo veía sonreír y había merecido la pena esperar. Me quedé mirando la curva sexy de sus labios, fascinada. Había tantas cosas ocultas en aquel hombre que estaba deseando empezar a quitarle capas… todas ellas.


Aquel prometía ser el mejor día de Navidad en mucho tiempo.


Después de mirar por el espejo retrovisor, Pedro arrancó y empezó a conducir por las calles vacías. Seguía nevando y debía ser una pesadilla conducir el Ferrari en esas condiciones, pero él no parecía tener ningún problema.


Pedro Alfonso era un hombre que parecía tenerlo todo controlado, fuese un vestido descosido, una servilleta ardiendo o un asfalto helado.


Así que decidí arriesgarme y puse una mano entre sus muslos.


–Imagino que la capacidad de conducir coches rápidos está en el ADN de los italianos.


–Dio… –él suspiró, sin apartar los ojos de la carretera. Impresionante. Como he dicho, este hombre tiene un control de acero–. No sabías que Chiara y yo íbamos a comer con vosotras, ¿verdad?


–Raquel no me dijo nada.


Pedro dio un volantazo y aparcó de una forma tan brusca que casi esperé que me saltase el air bag en la cara.


–Dime la verdad –hablaba con los dientes apretados, en sus ojos un destello de pasión contenida.


No podía creer que alguna vez lo hubiese creído un hombre frío.


–¿Sobre qué?


–Sobre lo que sientes. Y quiero que seas sincera.


Yo no tenía el menor problema para ser sincera. Lo prefería, aunque ser sincera significaba exponerte. Y no me refiero al vestido roto sino a otro tipo de exposición.


–Estoy en tu coche, eso debería decirte lo que siento.


–Quiero que los dos tengamos claro lo que es esto.


Ah, había olvidado que era abogado.


–¿Quieres que firme un contrato o algo así?


Pedro lanzó sobre mí una mirada exasperada, pero luego se encogió de hombros.


–No seas tonta.


–Si esperas que lea tus pensamientos, tendrás que darme más pistas. No revelas nada de ti mismo, Pedro. La mayoría del tiempo no sé si estás alegre o triste.


–¿Qué tal excitado? –me preguntó en voz baja–. ¿Puedes saber cuándo estoy excitado?


Yo pensé en lo que había sentido bajo la mano.


–Esas pistas son más fáciles de desvelar.


–Es la única que necesitas –respondió él, sosteniendo mi mirada–. Te deseo, Paula.


No debería haberme excitado escuchar eso, pero así fue. De hecho, era precisamente lo que esperaba escuchar. No quería nada más.


Me pregunté si el Ferrari tendría un sistema de aspersores porque estaba segura de que iba a estallar en llamas en cualquier momento.


–Me parece bien. Mi propósito para el nuevo año es tener sexo sin las complicaciones de una relación.


Él me miró como si no me creyera y su escepticismo no me sorprendió. ¿Por qué iba a hacerlo? Éramos capaces de llevar un hombre a la luna, pero no de convencer a la población masculina de que una mujer podía querer sexo sin tener que escuchar la palabra “amor”. Y no tenía ninguna razón para pensar que Pedro Alfonso era diferente al resto de los hombres.


Después de eso hubo un largo y tenso silencio. La nieve caía sobre el parabrisas, silenciosa.


–Dime lo que sentiste en la boda.


–No sé si puedo explicarlo. En fin, besas de maravilla y también se te dan bien otras cosas, así que estaba excitada y luego exasperada cuando nuestras hermanas fueron a buscarnos.


Después de decir eso me quedé callada, pensando que esa explicación resumía lo que había sentido.


Pedro respiró profundamente.


–Te preguntaba lo que sentiste al ver que Mauro se casaba con otra mujer.


–Ah.


Empecé a rezar seriamente por los aspersores del Ferrari. 


La humillación era como un barril de aceite hirviendo entrando en mis poros hasta que pensé que iba a evaporarme.


Yo diciéndole lo que sentía por él y lo único que Pedro quería saber era lo que sentía por Mauro.


Había revelado demasiado.


Y esa era la historia de mi vida en realidad.


Metafórica y literalmente, toda mi vida era un vestido descosido.


–Ya, bueno, en fin, esto es un poco embarazoso.


–No, no lo es.


–Tal vez no lo sea para ti, porque no eres tú quien se ha puesto en evidencia.


–¿Entonces no tienes el corazón roto?


–Si quieres que sea sincera de verdad, me gustaría saber por qué me besaste si ni siquiera te gusto. Estoy por el sexo sin complicaciones, pero mi autoestima exige que al menos sea con alguien a quien le gusto.


–¿De verdad crees que habría metido la mano bajo tu vestido si no me gustases?


–Eres un hombre. Los hombres hacen esas cosas todo el tiempo.


Antes de arrancar, Pedro activó el limpiaparabrisas para quitar la nieve.


–Algunos hombres toman decisiones basándose en algo más que la testosterona.


El motor rugió, como encantado con el suave toque de su amo. Y yo lo entendía.


Eran más de las seis y en cualquier otro sitio del país todo estaría oscuro, pero Londres era otra cosa. Era como si alguien hubiese olvidado apagar las luces. La ciudad brillaba como la pista de aterrizaje del aeropuerto de Heathrow.


–¿Estás enfadado?


Él tardó un momento en responder:


–Imaginarte con Mauro me enfada. ¿Por qué salías con él? Mauro intentaba convertirte en alguien que no eres.


–Eso no es verdad.


–Cuando conseguiste ese ascenso, ¿lo celebró contigo? No, lo que hizo fue emborracharse como un idiota.


Y él me había llevado a casa. Como me había recordado mi hermana, había sido Pedro quien me dejó a salvo en la puerta.


Y empecé a preguntarme lo que debería haberme preguntado desde ese día.


–Sé que no te caigo bien.


Como siempre, su expresión no revelaba nada.


–Tú no sabes nada, Paula –respondió Pedro, deteniéndose en un semáforo.


Me sentía como una adolescente mirando al chico más guapo de la clase. En ese momento, nada más existía para mí. Podríamos ser las dos únicas personas en un planeta extraño, donde las luces brillaban y las calles estaban vacías.


–No quiero hablar de Mauro –su voz era tan ronca que me puse a temblar.


–Muy bien –no era una respuesta muy elocuente, pero era la única que se me ocurrió en ese momento.


–Y, para tu información, tampoco yo puedo explicar lo que pasó en la boda. No suelo hacer esas cosas.


Una mirada a la expresión de Chiara me había dejado eso bien claro.


Yo no podía hablar. Un extraño calor se extendía por todo mi cuerpo. En aquel momento era la mujer con la que estaba Pedro y me daba igual lo que hubiera ocurrido antes o lo que pudiese ocurrir después.


El semáforo se puso en verde, pero él no se movió y yo tampoco. Estábamos inmóviles, mirándonos como si no hubiese nada más en el mundo.


De verdad, cuando veo esas escenas en las películas pongo los ojos en blanco. Aunque en las películas la protagonista mire a alguien como Ryan Gosling, lo cual hace que el pasmo sea más creíble.


Pero no había imaginado que podría pasarle en la vida real a una persona tan normal como yo.


La conexión era tan intensa y poderosa que me gustaría embotellarla. Querría sentir esa emoción durante el resto de mi vida. O quizá no porque entonces no sería capaz de comer o dormir.


Pensé en la película Atrapado en el tiempo y decidí que si pudiera elegir un momento que revivir para siempre sería aquel, suspendida en la insoportable emoción de lo que estaba por llegar.


Tal vez tras mi propósito para el nuevo año, todas mis relaciones serían así. Disfrutaría del momento y luego me daría la vuelta, sin tener que soportar el consiguiente desastre.


Un claxon sonó en ese momento y me di cuenta de que no éramos los únicos en la calle.


Pedro murmuró una palabrota mientras volvía a arrancar.


Se dirigía hacia el río y me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado dónde vivía. No sabía dónde me llevaba.


Pasamos al lado del Albert Bridge, mi puente favorito en Londres, tan resplandeciente que iluminaba las aguas negras del Támesis. Cuando era pequeña me recordaba a una mujer poniéndose un collar de diamantes para salir de fiesta. Yo no creía en cuentos de hadas, pero si creyese aquel puente aparecería en el mío.


Estábamos en Chelsea y yo esperaba que siguiéramos hacia el sur porque no conocía a nadie que pudiese permitirse el lujo de vivir allí, pero de repente entró en un aparcamiento subterráneo.


Era espacioso y bien iluminado, pero lejos de las brillantes luces de la ciudad me di cuenta de la verdad: estaba con un hombre al que apenas conocía.


–Hace frío. Deberíamos subir –murmuró, alargando una mano para quitarme el cinturón de seguridad.


¿Frío? Yo no tenía frío, estaba ardiendo.


Estaba empezando a preguntarme qué hacía allí, pero que apenas nos conociésemos no debería ser un problema. Eso era lo bueno del sexo sin complicaciones.


Además, Pedro no era un extraño. Nos habíamos encontrado muchas veces, aunque nunca hubiésemos hablado. Además, ¿la gente se conocía de verdad? Mi madre estuvo casada con mi padre durante años antes de descubrir que tenía aventuras con un montón de mujeres. 


Había confiado en él y mira dónde la había llevado eso.


Yo había estado diez meses con Mauro y, al final, tampoco lo conocía. Lo único que sabemos sobre una persona es lo que esa persona decide mostrarnos.


El apartamento de Pedro estaba en el último piso y me quedé de piedra porque era un ático con terraza desde el que podía ver mi puente favorito.


–¡Madre mía! –exclamé. Tampoco era un elogio muy elocuente, pero no se me ocurría otra cosa. De verdad, estaba apabullada–. ¿Qué tipo de Derecho has dicho que practicas?


Había dicho que “del bueno” y debía serlo para poder pagar aquel apartamento.


–¿De verdad quieres hablar de trabajo?


Estaba detrás de mí y cuando me di la vuelta vi que tenía una botella de champán en la mano.


–No bebiste alcohol durante el almuerzo.


–Porque sabía que tenía que traerte aquí.


Yo me pasé la lengua por los labios.


–¿Y si te hubiera dicho que no?


–Las pruebas que tenía sugerían que no ibas a hacerlo –su respuesta era segura, confiada. Sonriendo, abrió la botella de champán, pero yo estaba tan nerviosa que cuando saltó el tapón di un respingo.


–No creo que un par de palabras escritas en un buscador puedan ser usadas como prueba. Mucha gente ha tenido acceso a ese ordenador, tú mismo por ejemplo.


Él enarcó una ceja mientras servía el champán en dos copas de finísimo cristal.


Raquel y yo solo bebíamos champán si otra persona lo compraba y nunca en copas como aquella. Me hacía sentir especial. Él me hacía sentir especial. Me preguntaba qué habría pensado de nuestro apartamento, con la vajilla de platos comprados aquí y allá y la mesa demasiado pequeña.


En su casa había muebles de madera brillante, sofás de piel, mesas de acero y cristal.


–¿Qué estamos celebrando? –le pregunté–. ¿La Navidad?


–A ti. Desnuda en mi apartamento.


Se me encogió el estómago.


–Sigo vestida.



Nuestros ojos se encontraron por encima de las copas.


–No lo estarás durante mucho tiempo.


Con el pulso acelerado, levanté mi copa.


–Feliz Navidad.


–Buon Natale! Salute!


Ay, Dios, el italiano es un idioma tan caliente.


Las burbujas del champán recorrían mis venas. O tal vez era la química que había entre nosotros. Fuera lo que fuera, podía sentirlo por todo mi cuerpo.


–En italiano solo sé decir pizza marguerita. Y tú eres el primer hombre italiano al que conozco.


Pedro sonrió.


–Soy siciliano.


–Como Al Pacino.


–Al Pacino nació en Nueva York.


“Cállate, Paula”.


–Bueno, será mejor que me calle.


–No –dijo él, dejando la copa de champán sobre la mesa de café–. No dejes de hablar. Me gusta.


–¿Te gusta que diga tonterías?


–No dices tonterías, es que estás nerviosa –cuando me quitó la copa de la mano yo debería haber protestado, no solo porque me gusta el champán sino porque después de Mauro no quería que ningún hombre me dijese cuándo o qué podía beber.


–En realidad…


–Me gusta que no censures lo que haces o lo que dices.


Vaya, cuando estaba a punto de enfadarme, tenía que decir algo así.


–Pues no pareció gustarte cuando mi vestido se descosió.


–No quería que a los invitados les diese un infarto. Estaba seguro de que el hospital no podría soportar un incidente masivo tan cerca de Navidad.


Yo estaba riendo y poniéndome colorada al mismo tiempo porque era imposible recordar el incidente sin recordar también los momentos que habíamos compartido.


–Sigo sin saber qué pasó.


–Lo inevitable –dijo él.


–No, eso no es verdad. No digo que no se me hubiera ocurrido, pero ni en un millón de años pensé que podría pasar de verdad.


–No estaba hablando del vestido.


–Yo tampoco –murmuré yo, mirando sus labios. Había visto el Gran Cañón y las cataratas del Niágara, pero te juro que no había mejor paisaje que su cara–. Pensé que no te gustaba.


–No me gustaba quién eras cuando salías con Mauro porque no eras tú de verdad. Estabas siempre intentando controlarte Pedro pasó un dedo por mi cara, estudiándome, y yo tragué saliva, preguntándome cómo sabía tanto.


–Tal vez no te gustaría la verdadera Paula.


–Yo vi quién eras el día que te conocí. Estabas charlando con un grupo de gente, tan llena de energía, tan emocionada que me acerqué para ver de qué hablabas.


–Seguramente de algo aburrido –dije yo. Y la verdad era que también me había fijado en él–. Fue una fiesta en casa de Mauro, hace dos años.


–Veinte meses, dos semanas y dos días.


Me atraganté con el champán. ¿Era una cosa de abogados recordar esos detalles?


–Algunas cosas se me quedan grabadas en la cabeza.


–Esa noche no me dijiste nada.


Pedro sonrió.


–Porque cuando empezaste a hablar con Mauro esa emoción y esa alegría desaparecieron. Te contenías.


–A Mauro no le interesan los satélites, solo el canal de deportes.


–Te convirtió en una persona diferente a la que eres en realidad y tú le dejaste.


Avergonzada, tuve que admitir que era verdad. Supongo que necesitaba comprobar que podía retener a un hombre si quería. Resultó que no era así.


Poco a poco, había ido dejando a un lado a la verdadera Paula. Dejé de hablar de mi trabajo cuando estábamos juntos y sonreía cuando Mauro hablaba del suyo. Había ocurrido poco a poco, así que apenas me di cuenta, pero era como el zorro del Ártico, que cambia el pelaje de marrón a blanco para asimilarse al paisaje. Nunca había tenido una relación que funcionase a ningún otro nivel. Nunca había estado con nadie, aparte de mi hermana, que me aceptase por mí misma, que no quisiera que fuese otra persona.


Pero no tenía ni idea de quién era Pedro Alfonso.


–Pensé que desaprobabas que estuviera con él.


Pedro inclinó la cabeza para apoyar su frente en la mía.


–Porque era como darle un Ferrari a alguien que solo conduce cuando va al supermercado. Un trágico desperdicio.


Ningún hombre me había comparado antes con un Ferrari y para mí era un cumplido. Y también cómo me miraba, como si fuera el mejor regalo de Navidad que pudiese recibir un hombre.


–Mauro no era hombre para ti, en ningún sentido.


Yo no pensaba discutir con él. Especialmente en aquel momento, cuando estaba a punto de besarme. Pero llevaba todo el día esperando ese momento y pensé que estaba mostrando un control admirable.


Descubrí que me gustaba ese ritmo lento, cargado de anticipación. Y tal vez a él también porque en lugar de besarme esbozó una sonrisa y deslizó los dedos por mi pelo.


Daba igual lo que hiciera con los dedos o qué parte de mí estuviera acariciando, siempre provocaba el mismo efecto.


No había pensado en nada más durante los últimos cuatro días y la espera estaba matándome. Y no ayudaba que llevásemos todo el día volviéndonos locos el uno al otro.


Fui yo quien dio el primer un paso.


Un momento antes mi mano estaba sobre la pechera de su camisa y, de repente, estaba desabrochando los botones. 


Por fin. La gran revelación.


–Tú me viste desnuda de cintura para arriba. Estás en deuda conmigo.


Pedro acercó su boca a la mía, pero no me besó. O era un hábil torturador o lo sabía todo sobre las recompensas a largo plazo.


–Yo siempre pago mis deudas –susurró, clavando en mí una de esas miradas que hacían que me temblasen las piernas.


Porque veía sexo en sus ojos.


Impaciente, abrí la camisa de un tirón y los botones saltaron por todas partes, pero yo estaba demasiado ocupada mirando los poderosos contornos de su pecho bajo una suave capa de vello oscuro…


“Ay, Santa Claus, Santa Claus, qué buen regalo me has traído este año”.


–Acabas de rasgar mi camisa.


–Lo siento.


Nunca en la historia de las disculpas una había sonado menos sincera. No lo sentía en absoluto y, para demostrarlo, deslicé las manos por su torso, sintiendo los duros músculos y los suaves latidos de su corazón.


–Tú me viste con un vestido desgarrado, así que ahora estamos en paz.


–Parece que te gusta eso de rasgar ropa –el brillo de sus ojos hacía que me resultase difícil respirar.


–En Navidad está permitido rasgar los regalos. Además, si puedes permitirte vivir aquí, seguro que puedes comprarte otra camisa –aparté la prenda de los musculosos hombros y contuve el aliento porque allí, sobre su bíceps derecho, había un tatuaje.


Creo que mi corazón se detuvo. Desde luego, hizo algo muy raro dentro de mi pecho.


–Pero bueno… esto sí que es sorprendente –murmuré, levantando una mano para trazar el dibujo con un dedo. Ni en un millón de años hubiera esperado que aquel hombre llevase un tatuaje–. Pensé que eras un tipo serio y conservador, tipo alumno de Oxford.


–¿Ah, sí? –la pregunta, hecha con voz ronca, hizo que se me doblasen las rodillas. Para variar.


Pensé en la boda, cuando tuve que reconocer la elemental y cruda realidad que había bajo aquel elegante traje de chaqueta italiano. O en la noche que me llevó a casa, cuando tuve que contener la respiración. Creo que en realidad siempre había sabido lo que había bajo la superficie.


–Imagino que saqué conclusiones precipitadas.


–La gente suele hacer eso.


–Pero Mauro…


–No quiero hablar de Mauro.


Tampoco yo.


Me pregunté cómo un hombre que nunca mostraba emociones podía ser tan perceptivo. Cómo podía entender mis sentimientos. Eso me inquietaba. Estaba acostumbrada a que la gente creyera en la persona que yo presentaba ante el mundo. Yo elegía cuánto de mí revelaba. Salvo el día de la boda, cuando había revelado mucho más de lo que pretendía, no solía mostrar demasiado.


Pensé en la parte de mí misma que nunca compartía con nadie, en los pensamientos que eran solo míos.


–Háblame del tatuaje.


–Un tatuaje es algo que está en la superficie. Lo nuestro es algo más profundo.


Yo tragué saliva. ¿Ah, sí?


–Un tatuaje no es lo que yo soy, como tú no eres un vestido descosido –su boca estaba muy cerca de la mía y podía sentir su aliento en los labios.


Me había acostumbrado a pensar que las relaciones eran falsas y superficiales, pero aquello no parecía nada de eso. 


No había nada falso en cómo su lengua trazaba mis labios. 


Nada falso en cómo sus manos apretaban mis caderas y desde luego nada falso en el bulto que notaba bajo el pantalón.


Me incliné hacia delante y puse la boca sobre su hombro. El tatuaje me sorprendía porque era inesperado, pero siempre había sabido que Pedro Alfonso era mucho más de lo que dejaba entrever. Pasé los dedos por su bíceps, trazando la oscura tinta del tatuaje, y al notar un ligero cambio en su respiración supe que estaba haciendo un esfuerzo por mantener el control.


–Te contienes –murmuré, preguntándome por qué–. ¿Quién eres en realidad?


–¿Eso importa? –su voz ronca sonaba increíblemente excitante.


Recordé entonces mi resolución de acostarme con hombres guapos. Y no se podía ser más guapo que Pedro Alfonso.


–No –respondí, diciéndome a mí misma que no era relevante–. Te deseo, Pedro.


Él esbozó la sonrisa más sexy que había visto nunca. Tal vez no sonreía a menudo, pero cuando lo hacía, era realmente espectacular. Su boca estaba perversamente cerca de la mía hasta que, en mis prisas por terminar lo que habíamos empezado en la boda, temí lanzarme sobre él como una tigresa.


Y entonces, por fin, después de días de espera sin pensar en nada más, Pedro Alfonso inclinó la cabeza para buscar mis labios.







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