martes, 5 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 9





Como no había pensado en otra cosa durante días, decidí que en mis recuerdos había exagerado la habilidad de Pedro para besar. Debería haberme llevado una desilusión, pero no fue así. Era tan estupendo como recordaba. Mejor, porque en esta ocasión era él quien estaba medio desnudo y por fin tenía acceso a ese cuerpo tan cuadrado. Había puesto una mano en mi espalda y podía sentir su calor traspasando la blusa mientras me aplastaba contra él. Qué fuerte era. Tenía el cuerpo de un luchador. Lo sabía porque había visto muchos en el gimnasio de mi hermana y este hombre podría ganarle a cualquiera de ellos.


Después de la intolerable espera empezaba a estar un poco desesperada, pero mantuve el ritmo lento, torturándonos a los dos, gimiendo cuando empezó a besar mi cuello.


–No quiero meterte prisa, pero creo que necesito… –las palabras murieron en mis labios cuando mi blusa cayó al suelo.


Ni siquiera me había dado cuenta de que desabrochaba los botones y debía haberlo hecho con una sola mano. Entonces recordé qué más podía hacer con esos dedos tan hábiles y empecé a temblar. Se mostraba sereno mientras yo solo quería tirarme sobre él como un cachorro desesperado para lamer su cara. Bueno, no solo su cara.


Deslicé las manos por su torso (ay, Dios mío) para tocar los duros abdominales y luego empecé a desbrochar sus vaqueros.


–Llevas sujetador –dijo él.


–Pues claro. Nunca saldría a la calle sin sujetador, Señoría.


Pedro trazó mis pechos con un dedo.


–No soy juez.


–Todo el mundo es juez, especialmente cuando se trata de mí.


–En ese caso, tengo que declararte culpable –Pedro hablaba con voz ronca y me encontré mirando su boca, esa perversa boca que era una tortura. Me daba igual que rara vez sonriese, quería que usara esa boca para otras cosas y quería que lo hiciera de inmediato porque estaba a punto de explotar.


–Si soy culpable, aceptaré el castigo que se me imponga, pero date prisa. Estoy dispuesta a pagar un precio por mis pecados.


Curiosamente, Pedro sonrió en esta ocasión.


–Me gusta tu sujetador navideño, pero voy a tener que quitártelo.


No sé cómo lo hizo, pero el sujetador cayó al suelo. Por segunda vez en una semana, Pedro Alfonso tenía una fabulosa panorámica de mis pechos desnudos y, por un momento, me sentí tímida.


Tal vez porque hasta entonces no me importaba lo que pensara de mí.


Estaba claro que se me daba fatal eso del sexo sin complicaciones y decidí concentrarme en la parte física.


–Tienes unos pechos preciosos –el brillo de sus ojos destruyó toda timidez.


–Algunos no estarían de acuerdo contigo. Por ejemplo, los invitados a la boda.


–Todos estarían de acuerdo conmigo, dolcezza. Ese era el problema –Pedro me besó mientras me llevaba hacia el sofá y me ayudó a tumbarme delicadamente, como esas parejas que ves bailando el tango. Qué fuerte era, creo que ya lo he dicho antes. Luego se colocó sobre mí como un conquistador, con las manos en mis muslos–. Me encantan tus botas, pero también voy a tener que quitártelas. Te quiero desnuda. De hecho, te quiero desnuda ahora mismo.


Sus palabras me excitaban tanto como el brillo de sus ojos. 


Solo podía pensar en él.


En nosotros.


Juntos.


Estaba a punto de darle instrucciones porque las botas eran difíciles de quitar cuando desaparecieron como por arte de magia. Cuando me las quitaba yo tenía que inclinarme y tirar hasta ponerme colorada o gritar a Raquel que me ayudase, pero él había conseguido desembarazarse de las botas con un simple movimiento. E hizo lo propio con los vaqueros.


Pedro Alfonso era un hombre que no dejaba que nada se interpusiera en su camino.


Tragué saliva.


–Está claro que sabes desnudar a una mujer.


–Digamos que en este caso estoy motivado.


Estaba desnuda salvo por el tanga rojo rematado con piel blanca y decidí que le debía una explicación.


–Raquel me ha regalado este conjunto por Navidad.


–Pareces la ayudante sexy de Santa Claus –Pedro deslizó un dedo por la piel blanca–. Pero debe darte mucho calor.


De repente, se me ocurrió que yo estaba medio desnuda mientras él seguía vestido.


–Es tu turno. Desnúdate.


Pedro enarcó una ceja.


–¿Es una orden?


–Tú le das órdenes a la gente todo el tiempo.


Sonriendo, se levantó y se quedó un momento mirándome, con las piernas abiertas, el poderoso torso desnudo y la mano en la bragueta.


–¿Qué quieres que haga, Paula? Dímelo.


Que me llamase por mi nombre hacía que todo fuese más íntimo. Daba igual lo que hubiera pensado; no éramos extraños, todo lo contrario. Llevábamos mucho tiempo haciendo círculos alrededor del otro.


Mientras bajaba la cremallera de los vaqueros, mis ojos seguían el movimiento de su mano… y se me quedó la boca seca. Claro que no podía decirse lo mismo de otras partes de mi cuerpo.


–Date prisa, esto es una emergencia.


Se desnudó a toda prisa, pero con elegancia, aunque eso no me sorprendió. Lo hacía todo con elegancia, de manera controlada.


Bueno, no todo.


Había una parte de él que no podía controlar y esa parte estaba empujando contra sus calzoncillos negros. Sentí compasión por los calzoncillos porque contener una erección de ese tamaño no debía ser nada fácil. Y si necesitaba alguna prueba de que él sentía lo mismo que yo, allí estaba.


Mi mirada estaba clavada en la línea de vello oscuro que desaparecía bajo el elástico del calzoncillo. Necesitaba ver dónde terminaba…


–Imagino que debes tener calor con los calzoncillos puestos.


Pedro se los quitó y yo dejé de bromear. En serio, no había nada sobre lo que bromear. El ambiente se había vuelto tenso y sabía que también él lo había notado porque apretó la mandíbula. Casi podía ver la batalla que libraba en su interior, la tensión de esos poderosos músculos.


Murmurando algo se colocó sobre mí, apartando la última barrera entre los dos. Estaba tan desnuda como él.


–Dio, me prometí a mí mismo que haría que esto durase…


–Hemos hecho que dure muchos días –lo interrumpí yo, deslizando las manos por su espalda para acariciar los duros músculos. Pesaba un poco, pero me encantaba sentir su peso–. Este es el juego previo más largo de la historia.


Pedro abrió mis piernas con un áspero muslo y nuestros ojos se encontraron. Podría estar mirándolo durante días. Era el hombre más espectacular que había conocido nunca y, si debo ser sincera, una parte de mí no podía creer que aquello estuviera pasando. Con él.


Los hombres como Pedro no aparecen a menudo y me gustaría hacerle una foto con mi iPhone para demostrar que no había sido una fantasía. Me gustaría colgar la foto en Twitter (tendría al menos medio millón de seguidoras, seguro) pero entonces sentí que bajaba las manos para acariciar esa temblorosa y húmeda parte de mí y dejé de pensar en nada que no fuese aquel momento y en el hombre que sabía perfectamente cómo hacerlo inolvidable.


Creo que dejé escapar un gemido, pero era imposible guardármelo mientras me tocaba como lo hacía. Deslizó los dedos dentro de mí y supe por su mirada, y por su forma de besarme, que aquello solo era el principio. Estaba a punto de decirle que no podía soportarlo más cuando empezó a besar mi cuello, mi escote. Cuando noté el roce de su lengua en mis pezones suspiré, pero estuve a punto de dar un salto cuando siguió hacia abajo. Pedro me tenía atrapada con las manos, inmovilizada, y pronto descubrí que no solo tenía talento en los dedos. Cada roce de su lengua parecía planeado para que perdiese la cabeza y así fue. Intenté moverme para aliviar la intolerable tensión, pero él no me lo permitía. No me hacía daño, pero era evidente que no pensaba soltarme. Estaba a su merced y nunca había sentido nada tan intenso. Necesitaba correrme, pero no me dejaba. Privada de otra salida, clavé los dedos en los suaves cojines del sofá.


–Por favor, por favor… –no podía creer que estuviera suplicando. Yo jamás le había suplicado a un hombre y sabía que después me sentiría horriblemente avergonzada, pero con Pedro estar avergonzada parecía mi destino, así que daba igual–. De verdad, necesito… –no pude terminar la frase porque su lengua estaba dentro de mí, lamiendo sin piedad mientras usaba los dedos para convertirme en una masa de deliciosos escalofríos. Si no estuviera sujetándome firmemente habría levantado las caderas para terminar en ese instante, pero Pedro se apartó ligeramente, dejándome entre el éxtasis y la locura.


–Dime lo que quieres, dolcezza.


Como si no estuviera ya bastante desesperada, tenía que hablarme en italiano, el canalla. El acento italiano y cómo pronunciaba esa palabra, dolcezza, estuvo a punto de hacer que me corriese.


–Tú sabes lo que quiero.


–Voy a hacerte esperar.


No podía creer que fuese tan cruel, pero entonces volvió a poner su boca en mí y se lo perdoné todo. Cada provocativo roce de su lengua parecía destinado a atormentarme, pero esta vez me dio lo que quería.


Y fue la experiencia más intensa de mi vida. Cuando llegó el orgasmo me dejó sin oxígeno. Pedro seguía sujetando mis caderas, controlándolo todo hasta que caí sobre el sofá, agotada.


Me pareció oírle murmurar: “Feliz Navidad, Paula”, pero podría haberlo imaginado.


Luego bajó la mano para sacar algo del bolsillo de los vaqueros. Pensé que nunca querría volver a ver un preservativo después de la boda, pero resultó que estaba equivocada.


Lo miré en silencio mientras se envolvía en él antes de colocarse sobre mí. Me preocupaba no estar demasiado dispuesta después del orgasmo, pero solo con mirarlo el deseo nació de nuevo y envolví las piernas en su cintura mientras él deslizaba las manos bajo mis nalgas para levantarme un poco. Me ardía la cara, pero el calor no tenía nada que ver con las llamas de la chimenea.


Me alegraba de que nuestra primera vez fuera en esa postura porque quería mirarlo. Y, evidentemente, él quería lo mismo porque sostuvo mi mirada mientras me seducía con su boca, sus manos en mis nalgas, hasta que por fin estuvo dentro de mí, deslizándose con una lenta y profunda embestida.


Ay, de verdad, era increíble. Pensé que jamás volvería a sentir algo así en toda mi vida. Era duro, largo, grueso… y podía sentirlo latiendo dentro de mí mientras luchaba para contenerse.


Se detuvo un momento, su respiración agitada. También yo quería que durase, pero estaba desesperada. Clavé los dedos en la suave piel de su espalda y me apreté contra él, sintiendo cómo sus músculos se ponían tensos.


–Dios, Paula… –sus ojos eran más oscuros que nunca y cuando dejó escapar un gemido ronco supe que también él había perdido el control. Estaba dentro de mí, moviéndose a un ritmo perfecto, y grité porque nunca había sentido algo así. Nunca. Hasta unos días antes no nos habíamos tocado siquiera y, sin embargo, parecía conocer mi cuerpo, mis deseos, mejor que yo misma. Sabía cómo moverse, cómo tocarme, cómo encontrar el ángulo y el ritmo perfectos para que lo sintiera todo. Con cada experta embestida me hacía sentir su fuerza, su poder, su masculinidad. Y yo me movía con él, mis manos enterradas en su pelo.


Solo había una lamparita encendida, pero las llamas de la chimenea y las luces de la ciudad que entraban por las ventanas iluminaban la escena. Era como hacerlo en la calle, pero sin el frío.


Más tarde pensé que cualquiera que tuviese unos prismáticos podría habernos visto desde el otro lado del río, pero en ese momento me daba igual. Estaba demasiado ocupada con Pedro y él conmigo.


De hecho, estaba temblando, extasiada. Pedro dijo algo en italiano mientras deslizaba los labios por mi barbilla. 


Seguramente no esperaba que respondiese y me alegré porque no podía hablar. No sabía si eran los jueguecitos bajo la mesa durante el almuerzo, si aquello había empezado en la boda o si era sexo estilo italiano (de ser así, había decidido emigrar) pero no podía contenerme más. Las sensaciones físicas provocaban algo en mi corazón que no podía identificar… hasta que me dejé ir con un grito de placer. Él intentaba controlarse, pero gritó también cuando mi orgasmo provocó el suyo, llevándolo al abismo.


Oí que murmuraba una palabrota, pero en cierto modo era un alivio que hubiese perdido el control. Si hubiera podido controlar un placer tan intenso, yo habría empezado a sospechar que era un robot.


No dejábamos de besarnos, ni un segundo. Ni cuando él empujaba, ni cuando nos corrimos, ni después. Seguimos besándonos, compartiéndolo todo, cada caricia, cada gemido, cada suspiro.


Una de mis manos estaba en su pelo, la otra sobre sus hombros, ahora cubiertos de sudor, y me quedé así un momento, atónita y conmocionada, intentando entender qué había pasado.


No sabía qué iba a pasar a partir de aquel momento. 


Después de todo, aquel nivel de intimidad era nuevo para los dos. Supongo que una parte de mí, la parte realista, esperaba que se apartase. Y si lo hubiera hecho habría dicho algo como: bueno, creo que el Pedro es el producto del futuro o algo así de frívolo para no revelar lo profundamente que me había afectado la experiencia.


Pensaba que eso era lo que diría alguien después de una sesión de sexo sin complicaciones.


Pero Pedro no se apartó. En lugar de eso, inclinó la cabeza para volver a besarme, pero con una intimidad diferente. Y con una ternura que me encogió el corazón. No había esperado ternura y, aunque estaba derritiéndome, de repente sentí pánico. Mi corazón era el único órgano que no estaba invitado a aquella fiesta.


Pedro debería hacer o decir algo equivocado para que yo pudiese volver a Notting Hill y pasar el resto del día tumbada en el sofá con Raquel, diciendo que los hombres no eran de Marte sino de una galaxia muy, muy lejana. Pero no lo hizo.


Siguió besándome, apartando el pelo de mi cara, estudiándome, apretándome contra él. Si hubiera hecho eso en mi apartamento habríamos terminado en el suelo, pero afortunadamente su sofá era más grande que el mío.


Me abrazaba de manera posesiva y eso me sorprendió. Lo había creído frío y distante. Había pensado que lo suyo no era la intimidad. Claro que tampoco había imaginado que tuviera un tatuaje y eso demostraba que no conocía para nada a aquel hombre.


Como no podía hacer otra cosa me quedé donde estaba, en sus brazos, con la cabeza sobre su torso. Las diferencias entre nosotros me fascinaban.


Mi pelo rubio se mezclaba con el vello oscuro de su torso, mi piel parecía de porcelana comparada con la suya, el interior de mis muslos suave como la seda en contraste con los fuertes muslos masculinos.


Pedro levantó una mano para jugar con mi pelo y me pregunté si también él estaría fascinado por las diferencias.


Nunca me había apoyado en un hombre, probablemente porque había aprendido desde muy temprano que apoyarse en un hombre era un deporte de riesgo que podría terminar en tragedia. Mi madre se había apoyado en mi padre y eso fue un grave error. Yo había decidido desde siempre que iba a mantenerme solita y me sorprendió lo agradable que era que me abrazase así. Debo confesar que me sentía segura, lo cual no tenía sentido. ¿Por qué iba a sentirme segura si nunca me había sentido insegura?


Pedro levantó mi barbilla para que lo mirase a los ojos y lo que vi allí hizo que mi corazón diese un vuelco. Me había acostumbrado a pensar en él como alguien remoto y frío, pero el calor de sus ojos me dejó sorprendida.


–Bellissima –murmuró.


Yo no hablaba italiano, pero no tenía que hacerlo para saber que me estaba diciendo un piropo.


La intimidad sexual se había convertido en otra cosa y los nervios se me agarraron al estómago cuando inclinó la cabeza para besarme.


Pero luego, de repente, me quitó el prendedor del pelo y me tomó en brazos. Y, aunque ya había demostrado lo fuerte que era, yo le eché los míos al cuello. Aquella noche no estaba siendo nada de lo que yo esperaba.


–¿Por qué me quitas el prendedor? ¿Dónde vamos?


–Es una sorpresa.


–Después de la desastrosa boda no me gustan las sorpresas. Prefiero saber lo que va a pasar para estar preparada.


Pedro esbozó una sonrisa.


–Vamos al dormitorio. No quiero que te enfríes.


¿Enfriarme? Sería una broma. Estaba tan caliente que si alguien ponía un pedazo de pan sobre mí acabaría tostado.


Pero estaba claro que Pedro no quería que terminase la noche y yo no iba a discutir con él. Además, si era sincera, estaba disfrutando como loca del abrazo.


–Tu apartamento es precioso. Las vistas son increíbles.


Cuando Pedro me dejó en el suelo vi que su dormitorio estaba dominado por una cama ligeramente levantada y colocada para aprovechar la increíble vista de Londres desde la ventana. Aunque yo solo tenía intención de mirarlo a él.


Había esperado que me tumbase en la cama, pero tomó mi mano para llevarme hacia la ventana.


–Eres un exhibicionista –empecé a decir. Pero entonces él abrió la puerta de cristal y vi que allí, en la terraza con vistas al Támesis, había un jacuzzi.


–Levántate el pelo.


Estaba helando fuera. La nieve flotaba en el aire como confeti, pero Pedro levantó la tapa del jacuzzi y cuando nos metimos en el agua calentita pensé que era lo más maravilloso del mundo.


Aquel hombre sabía vivir, debía reconocerlo. El calor entraba en mis músculos, relajándome.


–Me encanta esta parte de Londres. ¿Siempre has vivido aquí?


–No –respondió él.


Algo en su tono hizo que girase la cabeza, pero él estaba mirando mi boca y, de repente, me daba igual si había vivido allí cinco minutos o cinco años. Los dos estábamos bajo el agua, mis muslos pegados a los suyos. Varios pisos más abajo, Londres seguía con su movimiento y me pregunté cómo la ciudad podía ignorar aquella cosa maravillosa que estaba ocurriendo entre nosotros.


–Es un apartamento fantástico. ¿Dónde vive Chiara?


–Vivía conmigo hasta el año pasado, cuando se fue a la universidad. Ahora vive en un piso alquilado con unos amigos. Le gusta ser independiente.


Me sorprendió que hubiera vivido con su hermana. Aquel apartamento era claramente un piso de soltero… tal vez se había mudado allí unos meses antes.


–¿Cuánto tiempo vivió contigo?


–Desde los doce años –su voz no había cambiado, pero yo seguía notando algo. Algo complicado. Yo había crecido soportando cosas complicadas, de modo que seguramente tenía una especie de radar. Además, lo mío era el cálculo y sabía que Pedro había tenido que hacerse responsable de su hermana desde que era muy joven.


–¿No tenéis familia?


–No, ya no. ¿Cuánto tiempo lleváis viviendo juntas Raquel y tú? –estaba cambiando de tema, pero no me importó. 


Normalmente, tampoco yo hablaba de la familia, pero por alguna razón hablar con él me resultaba cómodo.


–Casi toda nuestra vida –respondí, echando la cabeza hacia atrás para mirar el cielo. Los copos de nieve caían, ligeros como plumas blancas que cubrían mi pelo y el suyo–. Solo nos llevamos diez meses y compartíamos habitación cuando éramos pequeñas. Estuvieron a punto de separarnos, pero nos negamos.


–¿Quién quería separaros?


–Mis padres se divorciaron cuando yo tenía ocho años y se pelearon para ver quién se quedaba con quién… un asco, de verdad. Pensaban que lo más sensato era que cada uno se quedase con una hija, pero a nosotras nos parecía una barbaridad.


Raquel era más pequeña que yo y había sufrido mucho, pero no se lo conté. Como tampoco le conté aquella vez que se pegó a mí como un mejillón al casco de un barco mientras mi padre intentaba llevarla a su coche. Al final, había tenido que resignarse y nunca volvió a intentar separarnos, pero Raquel había decidido cambiar las clases de ballet por clases de kárate, por si acaso.


–¿De ahí el almuerzo navideño con amigos?


–A mi hermana le gusta recrear su versión del cuento de hadas.


–Es muy generosa. Invita a la mitad de Londres a comer.


–Los amigos son su familia –dije yo, hundiéndome un poco más en el agua– ¿Qué habrías hecho de no haber comido en mi casa?


–Me habría puesto a trabajar.


–Ah, entonces te hemos hecho perder el tiempo. Lo siento.


Pedro sonrió.


–Si ese es tu cara de disculpa, vas a tener que ensayar más.


Yo bajé la mirada.


–¿Mejor así?


–No.


–¿Debo suplicarte que me perdones?


Entonces recordé que ya había suplicado y sentí que me ardía la cara. Y al ver los ojos de Pedro clavados en mi boca pensé que él estaba recordando lo mismo.


–Eres tan sexy… no tocarte ha sido lo más difícil que he hecho en toda mi vida.


No era lo que yo esperaba que dijese y estuve a punto de hundirme en el agua del todo.


–¿Ah, sí?


En sus ojos había un brillo de incredulidad.


–Tienes que saber que es así, Paula.


–Pues… no. ¿Cómo voy a saberlo? Nunca hemos hablado.


–Exactamente –había cierta exasperación en su voz, como si estuviera diciendo algo que debería ser obvio.


Según Raquel, Pedro siempre estaba pendiente de mí…


–Si sentías eso, ¿por qué nunca me lo has dicho?


–Porque estabas saliendo con Mauro.


–Y no sé por qué, la verdad. Nunca se me han dado bien las relaciones, pero Mauro parecía un chico tradicional, estable. Supongo que pensé que si iba a tener una relación seria, tendría que ser con alguien como él.


–¿Alguien que ignora cómo eres en realidad? ¿Alguien que se acuesta con tus amigas?


–Gracias por recordármelo –dije yo. Claro que Cristina ya no me parecía una amiga. Las amigas no hacían eso.


–¿Te dolió?


–Me dolió un poco, pero más bien por orgullo. Debería haberme roto el corazón, pero no fue así y eso debería decirme algo –murmuré, pasando las manos por la superficie del agua–. La verdad es que se me dan fatal las relaciones. Mi propósito para el nuevo año es tener sexo sin complicaciones, por eso estoy aquí.


–Ah, ya –el brillo de sus ojos hizo que me ruborizase.


–No me has contado qué pasó cuando me fui de la capilla.


–Tuve que llamar a una flota de ambulancias para transportar a todos los hombres que habían sufrido un infarto.


–Venga ya… En fin, no creo que pueda volver a salir a la calle de día. Me muero de vergüenza. No sé cómo voy a dar la cara.


–Nadie estaba mirando tu cara, no te preocupes.


Reí, sorprendida de lo fácil que era hablar con él. La conversación fluía de manera natural.


–No te he dado las gracias por salvarme. Todos los demás me miraban con la boca abierta… ni siquiera Raquel fue capaz de hacer nada. Si no hubiera sido por ti, seguiría allí como una conejita de Playboy. ¿Qué pasó en el banquete?


–Después de ver tus impresionantes pechos, Cristina estuvo de mal humor durante todo el banquete, pero se lo merece por robarte el novio.


–Me alegro de que me lo robase. Si no lo hubiera hecho no estaría aquí ahora.


–Sí estarías aquí. Esto tenía que pasar.


–¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?


–Porque yo iba a hacer que pasara –respondió Pedro–. Estaba esperando que recuperases el sentido común y te dieras cuenta de que Mauro no podría hacerte feliz.


–¿En serio?


–Esperaba que fueras tú quien tomase esa decisión, no él. Me preocupaba que no hubieras tenido tiempo de llegar a esa conclusión tú misma y que te hubiera hecho daño.


Pensé en la fiesta de mi ascenso, cuando Mauro se emborrachó y ni siquiera se molestó en felicitarme…


–Fue un fracaso, pero no volverá a ocurrir. No voy a tener más relaciones serias, solo sexo… como hoy. Aunque no sabía que esto fuera a pasar, no sabía que Raquel te hubiera invitado a comer.


–Resultó evidente cuando entré en la cocina y vi tu expresión.


–Me alegro de que Raquel te invitase.


–Yo también –Pedro deslizó una mano entre mis muslos. No hacía mucho tiempo que había estado dentro de mí, pero necesitaba desesperadamente volver a tenerlo allí.


Levanté un poco las caderas, muy poco porque el golpe de aire helado sobre los hombros me convenció de que bajo el agua estaba mejor, y me coloqué sobre él a horcajadas. Pedro me miraba con esa expresión tan sexy que hacía que quisiera hacerle cosas malas.


–Eres el mejor regalo de Navidad que he recibido nunca –murmuré sobre sus labios. Y sentí que sonreía.


–Vamos dentro.


–¿Ahora?


–Sí, ahora mismo. Quiero verte entera y no puedo hacerlo sin que te congeles –tomándome por la cintura, Pedro me sacó del jacuzzi y me envolvió en una toalla.





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