martes, 12 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 17




Pedro ladeó la cabeza y la estudió.


—¿Te pongo nerviosa, Pau? —preguntó con voz ronca.


—Mmm —murmuró ella.


—¿Quieres que pare?


—Mmm —repuso con espontaneidad.


—Una mujer inteligente como tú probablemente ya se ha dado cuenta de que voy a besarla otra vez. ¿Representa eso un problema? —inquirió, mirándola fijamente.


—Podría ser el comienzo de uno —bajó la vista a sus labios cercanos y de pronto sintió la boca reseca—. No vas a aprovecharte mientras estoy lesionada y soy vulnerable, ¿verdad?


—Es gracioso, pero me parecía que era yo el vulnerable en este momento. ¿Te haces idea del efecto que causa en mí esa bata? No tendrás una bata de franela larga hasta el suelo, ¿verdad?


Paula bajó los ojos para ver que sus pechos corrían peligro de salírsele de la bata abierta. Se llevó la mano a la tela.


—No lo hacía adrede.


—Lo sé. Eso es lo que te hace más atractiva para mí —reconoció con voz ronca.


—¿Sí? —contuvo el aliento al ver que se acercaba más.


—Sí, y voy a besarte ahora.


Declaradas sus intenciones, y dándole un segundo para oponerse, Pedro probó sus labios y experimentó el mismo efecto embriagador que lo había invadido con anterioridad. 


Ahogó todo menos las sensaciones ardientes que se extendieron por las fibras de su ser. Ni sus ropas mojadas pudieron enfriarlo cuando ella pasó los brazos en torno a su cuello y le devolvió el beso. Ardía.


Cuando Paula lo acercó, con las cumbres de sus pechos contra su torso, Pedro ahondó el beso. Le apoyó la espalda sobre el sofá. Deslizó la rodilla entre sus piernas, atento siempre al tobillo que ella tenía levantado. Supo que sintió la palpitante extensión de su erección contra el muslo, pero no protestó cuando la pegó a él y se dio un festín con sus labios.


De pronto todo quedó a oscuras y en silencio y Pedro cayó en las profundidades de un beso ardoroso que hablaba de una pasión que amenazaba con estallar.


Ni siquiera podía recordar la última vez que se había involucrado de esa manera, tan dominado por el deseo. Sandi Saxon jamás lo había besado de ese modo, como si no tuviera suficiente de él.


La sensación era mutua. Pedro tampoco tenía suficiente de Paula. La necesidad de tocar y explorar su maravillosa figura lo abrumaba. Bajó la mano para pasar las yemas de los dedos sobre un pezón tenso.


Ella gimió y jadeó. Cuando jugueteó con la cima contraída con los dedos pulgar e índice, las oleadas de deseo que la recorrieron reverberaron en su propio cuerpo. Embriagado por el poder masculino que ostentaba, inclinó la cabeza para pasar la lengua por el otro pezón. Ella se arqueó hacia su mano y labios exploradores.


Había algo increíblemente satisfactorio en excitar a Paula. 


Anhelaba oír más de esos sonidos jadeantes que podía producir en ella. Se moría por posar sus manos y labios hambrientos en cada centímetro de su cuerpo. Quería conocerla por el tacto y el aroma y llevar ese inesperado momento a su conclusión natural.


No supo cómo se había perdido con tanta celeridad en una mujer. Había dedicado años a evitar encuentros que pusieran su corazón en peligro. Y de repente se encontraba de rodillas, figurada y literalmente, deseando correr otro riesgo con esa mujer que lo atraía de tantas maneras diferentes.


El sonido apagado de un teléfono al final logró registrarse en el agitado cerebro de Pedro. Maldijo la interrupción y alzó la cabeza para notar que todas las luces de la casa estaban apagadas. Reinaba un silencio y una oscuridad absolutos… salvo por su respiración agitada.


—Mi bolso —graznó Paula.


—¿Eh? —dijo, como perdido.


—Tengo el teléfono móvil en el bolso. ¿Puedes llegar hasta él?


—No veo nada —dominado por un deseo ciego, tanteó en busca del bolso.


—En el extremo de la mesita.


Al tocarlo, hurgó en él hasta sacar el teléfono. Con manos temblorosas, apretó el botón que lo activaba y luego se lo entregó a Paula. Habría dado todas sus posesiones para poder verle la cara y comprobar si parecía la mitad de atormentada y desorientada que él.


—¿Hola? —dijo mientras se juntaba la bata abierta y clavaba la vista en la oscuridad, deseando que su pulso acelerado recuperara la normalidad.


Aún no podía creer la rapidez con la que se habían desvanecido sus inhibiciones ante esa hoguera sensual que había ardido entre ellos. En cuanto Pedro la besaba, la acariciaba, se olvidaba de todo.


—¿Jefa? Soy Teresa. El sheriff ha dicho que recibió una llamada que lo informó de que la tormenta había averiado un transformador al oeste de la ciudad. ¿Te has quedado sin corriente?


Paula contempló el oscuro perfil del hombre que en ese momento estaba sentado con las piernas cruzadas en el sofá. Su transformador no tenía nada mal, aunque supuso que Teresa se refería a la falta de electricidad.


—Sí, las luces se han ido… hace poco —no sabía muy bien cuándo, ya que sus sentidos habían estado sometidos a un asedio sensual y su mundo había estallado en una cascada en tecnicolor.


—Si quieres puedes pasar la noche en mi casa —ofreció Teresa.


—Gracias, pero podré arreglarme —frunció el ceño con curiosidad cuando su cerebro desconcertado comenzó a funcionar con normalidad—. ¿Cómo es que el sheriff te habló de la avería eléctrica con tanta prontitud? —hubo una pausa y Paula sonrió ante el tartamudeo de Teresa.


—Eh, bueno, mmm…


—Reed Osborn está ahí contigo, ¿verdad? —adivinó.


—Sí.


—¿Degustando esos bollos caseros de canela que llevaste a la oficina la semana pasada?


—Así es.


—Disfruta de tu fin de semana, Teresa —murmuró—. Nos veremos el lunes.


—Siempre disfruto de mi tiempo libre. Pero si necesitas algo, jefa, cualquier cosa, no dudes en llamar. Estoy en deuda contigo y me gustaría devolverte el favor de la manera que pueda.


Ni se le pasó por la cabeza mencionarle el tobillo torcido, ya que se habría presentado de inmediato en el rancho. Su lealtad, aunque la agradecía, podía llegar a interferir con su floreciente relación con el sheriff Osborn. Por una vez en su vida, Paula quería que disfrutara de las atenciones de un hombre bueno y decente. Podía llegar a ser el comienzo de algo prometedor para Teresa.


Al colgar pudo sentir la mirada intensa de Pedro. Si esa noche servía como indicio, podrían llegar a ser dinamita juntos. Siempre y cuando se atreviera a dar el salto… y no pensaba comprometerse en nada cuando se sentía tan agitada como en ese momento.


—¿Puedo usar tu teléfono móvil? —preguntó él, sacándola de sus reflexiones—. Supongo que tus teléfonos inalámbricos de la casa no funcionan sin electricidad, y mi móvil está en la furgoneta.


—Claro —se lo entregó en la oscuridad.


—Voy a pasar la noche aquí contigo —anunció de repente.


—No creo que sea una buena idea. Nos conocemos desde hace apenas una semana. Sí, reconozco que la, mmm, energía sexual que fluye a nuestro alrededor podría generar suficiente voltaje para iluminar la casa, pero…


—No es lo que piensas —cortó con una sonrisa—.
Es por la tormenta y tu tobillo torcido. Lo último que necesitas es golpeártelo en la oscuridad. Además, ya me has pedido que no me aprovechara mientras estuvieras lesionada y vulnerable, ¿recuerdas?


—Oh —no supo si se sintió aliviada o decepcionada.


—Otra razón para que no tengas que preocuparte porque terminemos tan pronto en la cama —murmuró mientras alargaba la mano para tocarle los labios, aunque por accidente le dio en el ojo—. Lo siento.


—Está bien. No me duele tanto como el tobillo.


—Por eso me muestro tan noble —informó—. Lo más probable es que te hiciera más daño y ya me siento bastante mal por el tobillo.


—No paro de repetirte que tú no eres responsable. Y si haces esto por un equivocado sentido de culpabilidad…


En esa ocasión encontró sus labios con exacta puntería. La besó con una urgencia que ella comprendió muy bien. Pasó largo rato hasta que ambos tuvieron la necesidad de respirar.


—¿Esto te ha parecido culpabilidad, cariño? —inquirió—. Me enciendes desde la cabeza hasta los pies. Has conseguido secarme la ropa.


Pedro


—Lo sé. He vuelto a ser demasiado directo y sincero. Mi hermano jura que es uno de mis peores defectos.


—Creo que es una de tus características más admirables —afirmó ella—. Me gusta tu honestidad, aun cuando no siempre coincido con todo lo que dices.


—¿No estás de acuerdo en que podríamos incendiar la noche si nos fuéramos juntos a la cama? —preguntó pasado un momento.


Paula no estaba acostumbrada a los hombres directos. Se sentía cohibida y requirió valor para abrirse y confiarle lo que sentía.


—No cuestiono el hecho de que ambos somos pirómanos —repuso, afanándose por mostrar un tono ligero—. Lo que pasa es que no tengo costumbre de irme a la cama con un hombre. Hay un motivo para que Raul no me fuera fiel. La verdad es que…


Pedro apoyó los dedos en sus labios para silenciarla.


—No me importan tus relaciones pasadas. Me importa cómo haces que me sienta, cómo te hago sentir.


—Estoy de acuerdo, pero hay algo… —cuando los labios de él se posaron con suavidad en los suyos, sintió que se derretía en el sofá. Demasiado pronto Pedro alzó la cabeza, suspiró y se apartó.


—Jamás haré esa llamada telefónica si empiezo a besarte. Maldición, Rubita, me cuesta mucho mantener mis manos apartadas de ti.


Paula lo oyó marcar los números mientras se preguntaba qué había sido de las defensas en las que había confiado durante años. Se habían disuelto al primer contacto con él.


—¿Pablo? Soy yo —comentó Pedro cuando su hermano contestó.


—¿Alguna vez te han dicho que eres muy inoportuno?


—Doy por hecho que estás en la ciudad, a la espera de que pase la tormenta —sonrió.


—¿Y? —preguntó Pablo a la defensiva.


—¿Es este un ejemplo de tu envidiable tacto, hermano? —se burló.


—Vete al infierno. ¿Qué quieres?


—Llamaba para informarte de que la electricidad se ha ido. Paula se torció un tobillo y me voy a quedar con ella para cuidarla.


—La enemistad debe de estar disolviéndose —conjeturó Pablo.


—Sí, ahora podemos mantener una conversación sin gritarnos —no pensaba contarle que sus besos eran tan explosivos y devastadores como sus discusiones.


—Eso es un avance para ti. Me alegra oírlo. ¿Es lo único que pasa por allí en la oscuridad? Empiezo a recibir unas vibraciones muy intensas.


Había ocasiones en las que Pedro deseaba que la comunicación telepática que habían desarrollado a lo largo de los años no fuera tan aguda.


—Regresaré al rancho por la mañana —informó—. No olvides que nos hemos ofrecido voluntarios para poner las mesas y las sillas para la reunión social en la iglesia.


—Correcto. Mmm… te veré después de comer.


Pedro cortó y luego se puso de pie.


—Te recomiendo que duermas en la habitación de invitados de la planta baja. ¿Necesitas pasar por el cuarto de baño antes de que te meta en la cama?


La oscuridad no logró ocultar del todo el bochorno que sentía Paula, pero no puso objeción cuando él la alzó en brazos y la llevó por el pasillo.


—Ten cuidado por dónde pisas —advirtió—. El tobillo me palpita como mil demonios. Si me lo golpeara contra la pared, me niego a ser responsable de tus tímpanos cuando grite.


—Quizá primero debería haberte preguntado dónde tenías una linterna —indicó mientras avanzaba con cautela.


—En el cajón de la mesita de noche de mi dormitorio, arriba —explicó—. Primera puerta de la derecha.


—¿Qué lado de la cama?


—Izquierdo.


Pedro logró llevarla al cuarto de baño de la planta baja sin golpearle el tobillo contra la pared, luego la dejó de pie.


—Vuelvo en seguida.


Fue a tientas por el pasillo y esperó la iluminación breve de un relámpago antes de aventurarse por las escaleras. 


Avanzó a ciegas por el dormitorio para sacar la linterna.


En cuanto pudo ver su entorno, se tomó un momento para inspeccionar la habitación de Paula. Aún no estaba restaurada, pero el cuarto era espacioso. La cama exhibía un edredón colorido y muchos cojines. No había ni una sola foto familiar. Lo entristeció pensar que había crecido yendo de un lado a otro, sin sentir jamás que podía contar con alguien en una situación apurada.


Él tenía muchos recuerdos de amor de su infancia, y Paula prácticamente ninguno.


También coincidió en que el papel de la pared era espantoso. Bajó para llevarla a la cama.


—Voy a entrar, estés o no lista —anunció antes de abrir la puerta del cuarto de baño.


Ella se apoyó en el lavabo con el pie izquierdo levantado. 


Tenía la cara blanca como el almidón. De inmediato comprendió que el tobillo la estaba matando.


—¿Has tomado algún analgésico? —preguntó.


—Sí, pero aún no ha tenido tiempo para surtir efecto.


—Traeré otra bolsa con hielo en cuanto te acueste —la alzó con cuidado en brazos y se dirigió a la habitación de invitados—. Mañana, cuando vaya a la ciudad, traeré unas muletas. Haz una lista de cualquier cosa que puedas necesitar —«¿qué te parece una caja de preservativos?», dijo una voz en su mente. «¡Ni pienses en ello, Alfonso! De acuerdo, pero no hace daño estar preparado, por las dudas».


Ella le tomó la mano mientras la arropaba con el edredón.


—¿Pedro?


—¿Sí? —carraspeó para desterrar los pensamientos lascivos.


—Agradezco de verdad tu amabilidad y ayuda. Yo… bueno, no tengo mucha práctica en eso de ser agradecida, de modo que si no te doy las gracias muy a menudo, solo es por falta de experiencia.


—De nada —se inclinó para rozarle los labios y se irguió de inmediato. Cuando regresó con una bolsa nueva con hielo y se despidió con otro beso, sintió unas sensaciones agradables en el corazón—. Estaré arriba en tu cama si necesitas algo. Grita y bajaré en el acto —murmuró.


—Gracias —la voz le crepitó como electricidad estática en una línea telefónica.


—Buenas noches, Rubita —dio media vuelta y se fue.





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