jueves, 21 de mayo de 2015
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 12
Una hora y media después, Pedro llegó a la conclusión de que a Paula no se la podía encasillar, ni colocarle una simple etiqueta. Acababa de hablar a un grupo de mujeres empresarias en el Expo Center, un auditorio anexo a un complejo de grandes oficinas. En lugar de eludir los recientes montajes sensacionalistas, se había metido de lleno en ellos, haciendo el comentario de que si hubiera estado con un traje de chaqueta no habría tenido aquel problema.
Las mujeres se habían reído mucho, y luego había pasado a contarles cómo tenía que manejar su fama como si se tratara de un negocio. Ahora, tras la conferencia, estaba charlando con ellas, en medio de un ambiente distendido, mientras él trataba de pasar lo más desapercibido posible. Lo que, siendo el único hombre allí presente, resultaba bastante difícil.
Dos mujeres vestidas de negro repletas de pulseras y collares contemplaban con suma atención a Paula como si estuvieran registrando todos sus movimientos.
Pedro quería llevársela de allí para prevenir. Pero, antes de que pudiera intentarlo, las dos mujeres se acercaron y Paula tuvo que saludarlas.
—Amelia Northrop —dijo la pelirroja, tendiendo la mano a Paula.
—Gail Winslow —dijo la segunda, haciendo lo propio.
—Encantada de conocerlas —respondió Paula—. Espero que les gustase mi charla.
—Oh, claro que sí —respondió Gail por las dos—. Pero ahora queremos llegar al quid de la cuestión.
—¿El quid de la cuestión? —repitió Paula algo perpleja, aunque muy segura de sí misma.
—¿Cuándo va a empezar a sacarle fruto a su imagen? —preguntó Amelia.
—Perdón, no entiendo bien lo que quiere decir —replicó cortésmente Paula.
—Oh, sí que lo entiende, lanzar por ejemplo una línea de fragancias para mantenerse en el mercado.
Sus días como modelo están contados, pero goza aún de la suficiente popularidad como para promocionar cualquier perfume.
—Lo tendré en cuenta. Parece usted muy enterada de todo eso —contestó Paula muy diplomáticamente—. ¿A qué se dedica usted?
—Oh, pusimos un negocio el año pasado. Vendemos cestas de regalos —dijo la mujer, entregando a Paula su tarjeta de visita—. Nos encantaría llevar un artículo exclusivo que usted diseñase —añadió, señalando luego a Pedro—. ¿Tiene a ese hombre tan alto, moreno y atractivo en su nómina, o está aquí sólo esta noche para protegerla de todos ellos? —dijo señalando al grupo de fotógrafos que la estaba esperando fuera en la salida.
—Está colaborando conmigo mientras esté aquí en Estados Unidos —respondió Paula con naturalidad—. Ha sido un placer conocerlas. Les deseo mucho éxito en su negocio —añadió con mucha educación para deshacerse de ellas antes de que pudieran hacerle otra pregunta.
Poco a poco las mujeres se fueron marchando, hasta que Paula y Pedro se quedaron solos.
Ella se agarró a su brazo.
—Voy a posar tres minutos para ellos y luego me escabulliré, ¿de acuerdo?
—No tienes que salir. Podemos utilizar la puerta de atrás.
—No, no quiero enojar a la prensa. No pienso hablar con ellos, quédate aquí mientras me sacan unas cuantas fotos, luego nos vamos.
Pedro tenía que admitir que Paula era muy hábil tratando esos asuntos. No era de extrañar, llevaba tratando con la prensa desde que tenía diecisiete años.
Llamó por el móvil al conductor de la limusina, y luego la protegió lo mejor que pudo cuando pasaron por entre el enjambre de reporteros gráficos. Paula controló la situación sonriendo todo el rato a uno y otro lado, mientras los fotógrafos, le lanzaban todo tipo de preguntas que ella se abstuvo de responder. Preguntas como, ¿ha vuelto a ver a Mikolaus Kutras después del incidente en el club de Londres? ¿Es verdad que han roto? ¿Es cierto que siguen aún juntos? ¿Cuándo estará de vuelta en Italia?
—¿Qué tienen pensado los Chaves para usted? ¿Una nueva línea de joyas?
Paula no hizo el menor caso a las preguntas ni a los flashes y cámaras de video, y después de cinco minutos, que a Pedro le parecieron una hora, ella le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Él le fue abriendo paso a codazos entre la nube de reporteros. Estaban ya en la salida, donde había un oficial de policía a cada lado de la puerta, cuando un fotógrafo apareció de la nada.
—¿Qué tal una foto con su guardaespaldas?
Pedro le apartó sin miramientos. Después, condujo a Paula a la limusina y se sentó a su lado.
—¿Dónde está tu coche? —le preguntó ella.
—Supuse que salir de aquí contigo sería bastante más difícil que entrar. Lo dejé por ahí, algo retirado. No te preocupes, una persona se encargó de llevármelo al hotel.
—Supongo que es allí adonde vamos ahora —dijo ella suspirando.
—¿Quieres comer algo?
—Creo que no. Por hoy ya he tenido bastantes problemas
—Pero no querrás regresar ya al hotel, ¿no?
—¿Tenemos otra alternativa? —le preguntó ella con una sonrisa.
—Sí. Déjame antes comprobar una cosa —dijo él, tomando el teléfono móvil y haciendo una llamada—. ¿Te gustaría un poco de compañía? —dijo tan pronto le contestó su madre.
—¿Eres tú? Cuando quieras. No te veo nunca. ¿Tienes hambre? —dijo la voz al otro extremo.
—La verdad es que sí —contestó él—. ¿Puedo llevar a una amiga?
Su madre, sorprendida, guardó silencio unos segundos, pero no le hizo ninguna pregunta.
—Por supuesto. Ven con quien quieras.
—Nos vemos entonces dentro de media hora.
Tras colgar, se volvió a Paula.
—¿Confías en mí?
Ella se tomó unos segundos antes de responder.
—Sí.
—Bien. Regresaremos al hotel a por mi coche, luego te llevaré a un sitio donde podrás descansar.
—¿A Nueva Zelanda? —dijo ella bromeando.
Pero, en esa ocasión, él no se rió. Estaba empezando a comprender lo difícil que le resultaba a Paula evadirse, ser ella misma, vivir su vida.
—Casi, casi —dijo él con una sonrisa, preguntándose lo que pensaría su madre de Paula Chaves.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario