jueves, 21 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 13






Confiaba en Pedro, pero no sabía adónde la estaba llevando.


A pesar de que conocía bien la ciudad, estaba desorientada entre el laberinto de calles por el que estaban pasando. Por fin llegaron a un callejón y Pedro detuvo el coche en el patio trasero de una fila de casas.


Ella se asomó por la ventanilla y vio las luces de los porches brillando en los patios de la vecindad. Luego vio a Pedro abriéndole la puerta. Al sacar las piernas del coche, la falda se abrió mostrando por un segundo sus espléndidos muslos.


—Procura que no te pase esto cuando estemos dentro —le aconsejó Pedro sin darle mayor importancia.


Ella le miró sorprendida. Vio que estaba un poco serio.


—¿Prefieres que me quede en el coche?


—No, ni mucho menos —respondió él—. Vamos.


Ella le siguió hasta un porche en el que se veían algunas mesitas y sillas de exterior y varias macetas con flores. 


Cuando Pedro abrió la puerta y dejó que ella pasara delante de él, lo primero que vio fue a una mujer pequeña de pelo oscuro que estaba al lado del frigorífico.


—Paula, ésta es mi madre, Lorena Alfonso. Mamá, te presento a Paula Chaves.


En vez de parecer impresionada, o cuando menos sorprendida, la madre de Pedro la examinó como si fuera una mariposa clavada con alfileres en la tabla de un museo. 


Paula creyó advertir en los ojos de la mujer una muestra de desaprobación. Era lo último que le faltaba.


Pedro abrazó a su madre. Fue un abrazo grande, un abrazo de oso gigante. Ella le correspondió abrazándole con el mismo cariño.


Cuando su madre se desprendió finalmente de sus brazos, se dirigió a Paula.


—Tú eres la que está con ese griego, ¿verdad?


—Mamá, no sabía que leyeras la prensa del corazón —apuntó Pedro.


Su madre alzó los hombros.


—¿Quién no echa un vistazo de vez en cuando a una de esas revistas?


Después de mirar detenidamente otra vez a Paula, les hizo un gesto para que la acompañaran a la cocina.


Había un gran plato de carne asada partida en rodajas, jamón, tres ensaladas, un pastel y una tarta.


—Aquí hay comida para tres familias —comentó Paula.


—¿Ha visto alguna vez comer a mi hijo? —le preguntó Lorena.


Ellos habían hecho uso del servicio de habitaciones y habían comido en habitaciones separadas.


Paula no tenía la menor idea de lo que le gustaba o no le gustaba a Pedro.


—Se comió sin ningún problema un buen número de tortitas esta mañana —dijo ella riendo.


—¿Desayunasteis juntos? —preguntó Lorena, frunciendo el ceño.


La pregunta tenía más calado de lo que parecía.


—Mamá, yo soy su guardaespaldas. Estoy durmiendo en el sofá hasta que la habitación de al lado se quede vacía.


—Ya veo —respondió Lorena, pero Paula comprendía que ella no veía nada claro en todo aquello.


Se produjo entonces un momento de tensión mientras Pedro distribuía la carne y ofrecía luego la fuente con la ensalada a Paula. Ella se sirvió un poco en su plato, lo probó y se decidió a romper la tensión del momento, tratando de entablar conversación con Lorena para relajar el ambiente.


Pedro me dijo que su padre era oficial de policía.


—Sí, y muy bueno. Pero era un trabajo peligroso. Yo no quería que Pedro siguiera sus pasos.


—Lo entiendo perfectamente —dijo Paula—. Me la puedo imaginar, preocupada todos los días, temiendo recibir a cualquier hora una llamada con una mala noticia.


Lorena asintió con la cabeza y la miró fijamente.


—Usted parece entenderlo.


—Creo que sí. Aunque sé que no es lo mismo, mi padre estuvo por las carreteras durante mucho tiempo cuando yo era niña. Cada vez que se iba, siempre tenía miedo de que
le sucediera algo y no volviera a verle nunca más.


Lorena volvió a asentir con la cabeza, mirando de nuevo fijamente a Paula, antes de ponerse a comer.


—¿Dónde habéis estado esta tarde? ¡Oh, no debería haberlo preguntado! —dijo Lorena dirigiéndose a Paula—. Cuando Pedro estaba en el Servicio Secreto, no podía hacerle ninguna pregunta.


—Claro que podías hacerme preguntas, mamá —dijo él—. Era yo el que no podía responderlas.


Paula sonrió.


—Tuve una conferencia esta noche. Había muchas mujeres empresarias. Creo que no debí hacerlo mal del todo, porque no se marchó ninguna.


Pedro la miró afectuosamente.


—Lo hiciste muy bien. Me quedé sorprendido de todo lo que sabes del mundo de los negocios.


—Todo lo que sé, lo sé por experiencia.


La madre de Pedro, contemplaba muy atenta el diálogo entre su hijo y aquella mujer.


—Es bueno que las mujeres entiendan de negocios. Cuando mi marido murió, se me vino el mundo encima. Él se encargaba de pagar las facturas, del seguro, de todo. Gracias a Dios, mi hija Julia me ayudó a salir adelante y ahora me puedo valer por mí misma.


Lorena miró a su hijo.


—¿Sabe ella que trabajo de costurera en una tintorería?


—No le he hablado de ti —dijo Pedro moviendo la cabeza—. Sólo la traje aquí para cenar un poco —añadió él guiñándole un ojo a su madre.


La conversación discurrió como la seda después de eso. 


Después del postre, Pedro limpió la mesa y sacó la basura. Paula y Lorena sonrieron al verle.


—Su padre le enseñó a ser todo un hombre.


Las dos mujeres se rieron.


—En serio —añadió Lorena—. Mi marido era un verdadero ejemplo a seguir.


Pedro también es una gran persona —dijo Paula.


Lorena retiró la comida que había sobrado y la llevó al frigorífico. Luego se dirigió nuevamente a Paula.


—¿Te ha hablado él de Connie?


—No —respondió ella.


¿Quién sería Connie? ¿Su primer amor? ¿El amor de su vida? ¿Su mujer?


—Pensé que, si te había hablado de su padre, podría haberte hablado también de Connie. Tal vez más adelante.


Pero Paula sabía que ella y Pedro no tenían mucho tiempo, sólo unas pocas semanas.


Paula vio entonces una hermosa colcha de punto en una mesita cerca de la entrada.


—¡Qué colores tan maravillosos! Parece una puesta de sol.


—Eso es exactamente lo que buscaba, una puesta de sol —dijo la madre con orgullo.


Se acercó a la mesa, levantó la colcha con mucho cuidado para no se deshicieran las últimas hiladas y la extendió para que Paula se hiciera una idea completa de ella.


—Ese motivo ondulado realza los colores.


—Es una colcha de estilo afgano. La estoy haciendo para un cliente de la tintorería. Tengo algunos encargos. Trabajo en ellos por las tardes y en los fines de semana mientras veo la tele. Le hice una a Pedro cuando estaba en la universidad, y le tengo reservada otra para cuando siente la cabeza. ¿Te gustaría verla?


—Claro.


—Ven a mi cuarto de costura —le dijo Lorena con un gesto.


Paula siguió a la madre de Pedro hasta una pequeña habitación donde había una máquina de coser en un rincón y una mesa en el medio llena de madejas de hilo. Lorena abrió un armarito, se puso de puntillas y sacó una colcha envuelta en una bolsa de plástico. La funda llevaba un motivo de diamantes de distintos colores.


—Es maravillosa —dijo Paula con franqueza, sin pretender halagarla—. Puede hacer juego con todo.


—Ése era mi propósito —dijo Lorena.


—¿Va usted a ver a Pedro cuando él está en Nueva York? —le preguntó Paula.


—Julia y yo vamos allí en primavera y otoño. Vamos los tres a ver un espectáculo, y luego Pedro nos lleva a cenar a algún sitio distinguido.


No cabía la menor duda de que Lorena se lo pasaba muy bien en aquellos viajes, y de que Pedro disfrutaba también acompañando a su madre y a su hermana por la ciudad.


Estuvieron hablando de Nueva York y de Dallas, y de lo bien que se estaba con la familia, hasta que llegó Pedro, que se había perdido a propósito por algún lugar de la casa en esa última hora.


—No quiero ser un aguafiestas —dijo con una sonrisa—, pero creo que Paula debería estar ya de vuelta en el hotel.


Cuando Paula miró su reloj, vio sorprendida que eran ya casi las doce de la noche.


—¡Madre mía! ¡Si tengo un pase mañana!


—¿Un pase? —dijo Lorena.


—De modelos —le aclaró Paula—. Estoy representando a las joyerías Chaves, y ahora están lanzando una campaña publicitaria.


—Me parece muy bien eso de que estés ayudando a tu familia. Saldré con vosotros —dijo Lorena acompañándoles a la puerta—. Estoy muy contenta de que hayáis venido aquí esta noche. Sin Julia me siento un poco triste.


Lorena le había dicho a Paula que su hija estaba de vacaciones con su marido y su bebé de un año. Se habían ido unos días a ver a la familia de su marido a Houston.


—Es agradable tener de nuevo a Pedro en Dallas — dijo su madre—. Cuando regrese a Nueva York, quién sabe cuánto tardará en volver aquí otra vez.


—Lo dices como si nunca estuviera en casa —replicó él, refunfuñando.


—Me conformo con saber que piensas volver a casa —dijo su madre.


Ya en la puerta, abrazó a su hijo, y luego también a Paula.


—Eres muy diferente a como te había imaginado —le dijo Lorena, mirándola a los ojos.


No dijo nada más y, cuando salieron, Paula se quedó pensando en esas palabras, sin saber si había superado la prueba o si por el contrario había defraudado las expectativas de Lorena.


Bajaron los escalones del porche y Paula miró a la luna.


—Estuve hablando antes con mi madre por teléfono —dijo ella—. Me echa mucho de menos, igual que tu madre a ti.


—Me gusta venir a casa. Siento algo especial cada vez que estoy aquí. Me hace recordar mis orígenes…, el de mis padres. Después de la muerte de mi padre, le dije a mi madre que cuidaría de ella. Al principio, pensé que eso era lo que ella esperaba de mí, pero, a medida que pasó el tiempo, acabó por decirme que quería cuidarse por sí misma.


—Es natural, a ella le gusta su vida... le gusta cuidar de ti y de tu hermana y de su familia cuando puede. ¿Tu hermana y tú os lleváis bien?


—En general, sí. Aunque los dos tenemos nuestra propia forma de ser y de pensar y no siempre estamos de acuerdo.


—Tienes suerte. Yo siempre quise haber tenido hermanos o hermanas.


Ella sabía que había un cierto tono de melancolía en su voz, pero no podía evitarlo.


—Julia era un engorro para mí cuando éramos pequeños, siempre estaba fastidiándome a mí y a mis amigos, queriendo hacer todo lo que nosotros hacíamos. Pero ¿sabes?, cuando se hizo un poco mayor y empezó a arreglarse y encontró su propia panda de amigos, entonces empecé a echarla de menos.


—Es lo que suele ocurrir. No nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo hemos perdido —dijo ella con la voz apagada.


—¿Qué has perdido tú, Paula? —le preguntó él, tocándola suavemente en el brazo.


—Cuando tengo que estar un día en una ciudad y al siguiente en otra, me siento como si hubiera perdido mis raíces. Tengo bastantes amigos, pero cada uno vive en una parte del mundo, y sólo les veo muy de cuando en cuando. Por eso quiero comprarme una casa en la Toscana. Me gustaría tener un lugar que fuera mío.


—¿Vives todavía con tus padres? —le preguntó él, como sorprendido por la idea.


—¿Por qué te sorprendes cada vez que te cuento algo de mi vida privada?


—No sé, tal vez por las cosas que tu representante dice de ti a los medios de comunicación.


—Hay una diferencia, Pedro, entre los comunicados de prensa que mi representante remite a los periódicos y revistas serias y las cosas sensacionalistas que se publican en las revistas del corazón. Pero, al parecer, tú no lees más que estas últimas.


Al llegar donde estaba el coche, Pedro no se dirigió como ella esperaba hacia la puerta del conductor sino que la acompañó hasta la suya.


—Paula, no sé muy bien quién eres —le dijo, tomándola del brazo—. Lo que se publica de ti en la prensa, y tengo que decirte que leo las publicaciones serias, sólo habla de tus vacaciones en la Riviera francesa, donde te criaste, rodeada de sirvientes, en una villa lo bastante grande como para tener una cuadra de caballos. No te debe extrañar que me sorprenda que no vivas en una suite en Roma, o que eches de menos a tu madre, o que prefieras ir en chándal o con una sudadera en vez de con modelos de diseño. Has creado una imagen para la prensa y ésa es la imagen que tiene de ti todo el mundo. No puedes esperar de mí que en veinticuatro horas sea capaz de adivinar quién eres en realidad.


—Tú también tienes tu propia personalidad —le dijo ella muy seria—. Eras agente del Servicio Secreto y todo el mundo tiene una imagen de ellos. Estoy segura de que no vas por ahí contándoles a tus clientes detalles de tu vida privada. Sin embargo, yo he aprendido a conocerte en veinticuatro horas.


—Tú no me conoces.


—Tal vez mejor de lo que tú te crees. Sé que eres un hombre íntegro. Sé que admirabas a tu padre y que querías ser como él. Sé que sientes respeto por tu hermana y que quieres mucho a tu madre. ¿No es eso lo que eres?


Él parecía algo incómodo bajo la luz de la luna, como si ella hubiera visto demasiadas cosas de él.


—¿Por qué me has traído a conocer a tu madre? —le preguntó muy serenamente en voz baja.


Pedro tardó en contestar.


—Necesitabas relajarte un poco y saborear un poco de comida casera —dijo finalmente—. Sabía que eso no podrías hacerlo en el hotel.


—¿Y cómo sabías eso? —le preguntó ella.


Pero Paula no necesitaba una respuesta. Se dio la vuelta, abrió la puerta del coche y entró dentro. Había cosas que no era necesario decirlas con palabras. Eso era algo que Pedro ya sabía, aunque se negara a admitirlo. Como tampoco quería admitir que, tal vez, a él podría gustarle alguien como ella.






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