sábado, 14 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 9




Paulaa no durmió bien aquella noche. Su cama le pareció más grande y solitaria que nunca y, aunque hacía calor, sentía un frío que le atenazaba las entrañas.


Sí, él tenía razón.


Su relación era muy complicada.


Pero, al menos, habían dado un paso adelante. Pedro había aceptado que tenían que hablar, solucionar sus asuntos pendientes.


El domingo, Agustina le envió tres logotipos diferentes y media docena de diseños de etiquetas. Paula sonrió y le dio las gracias. Obviamente, no podía tomar ninguna decisión sin enseñarle las propuestas a Pedro y debatirlas con él; pero, de momento, ella se decantaba por las versiones más sencillas. Y tenía la sensación de que Pedro estaría de acuerdo.


Ahora solo faltaba que su relación empezara a ser tan sencilla como algunas de las ideas de Agustina.


El lunes por la mañana, se montó en la bicicleta y pasó por la panadería y por la tienda de Nicole, donde compró unas cerezas de aspecto delicioso y una caja de galletas para llevarlas al despacho; se había enterado de que la secretaria de Pedro volvía ese día y estaba decidida a ganarse su amistad.


Solo llevaba unos minutos en el despacho cuando notó un movimiento. Alzó la cabeza y vio a una mujer de mediana edad y cabello plateado. ¿Sería Teresa? A Paula no le pareció tan imponente como decía Pedro. No era la mujer alta y elegante que había imaginado. Estaba más bien regordeta y tenía una sonrisa maternal.


–Bonjour –le dijo, con una sonrisa–. Supongo que eres Teresa…


–Sí. Y tú debes de ser Paula… Bonjour.


–Estaba a punto de preparar un café. ¿Te sirvo uno? –se ofreció.


–Merci…


Cuando sirvió el café, abrió la caja de galletas y la puso sobre la mesa. Media hora más tarde, estaban hablando como si fueran las mejores amigas del mundo. Paula le había dejado claro que su presencia no supondría una carga de trabajo añadida para ella, y se mostró encantada cuando Teresa le enseñó unas fotografías de sus dos nietos: Amelie, de cinco años, y Jean Claude, el recién nacido.


Pedro llegó a su hora de costumbre, poco antes del mediodía. Saludó a Paula con una sonrisa y, a continuación, se acercó a su secretaria, le dio dos besos en las mejillas y dijo algo en francés que Paula no entendió. Pero, por su expresión, supo que se alegraba de que Teresa hubiera vuelto.


Desgraciadamente, la vuelta de Teresa implicaba que Paula y Pedro tendrían que buscarse otro lugar para mantener la conversación que tenían pendiente.


Paula se levantó y se sentó al otro lado de la mesa, para dejar su sitio a Pedro. Él debía de estar muy ocupado, porque casi no le dirigió la palabra durante una hora. De hecho, ni siquiera hizo un descanso para comer. Se puso a hablar por teléfono y devoró un sándwich a toda prisa mientras hablaba.


Cuando por fin colgó el teléfono, Paula decidió aprovechar la oportunidad.


Pedro, tengo que hablar contigo de un asunto relacionado con los viñedos. Sé que ahora no tienes tiempo, pero podríamos cenar esta noche…


–Esta noche –repitió él con inseguridad–. Sí, de acuerdo. Tenemos que hablar.


–De nosotros y del trabajo –puntualizó ella.


–¿Quieres que cenemos aquí?


–Preferiría un lugar más neutral –le confesó–. No sé, algún sitio con una mesa grande donde quepan un montón de documentos.


Él asintió.


–No te preocupes, conozco el sitio adecuado. ¿Qué te parece si te paso a recoger? Esta tarde tengo que volver a los viñedos.


–No hace falta. Si me das la dirección del restaurante, te esperaré allí.


–¿Sabrás llegar?


–Claro. Lo buscaré en Internet.


Él la miró con exasperación.


–No compliques las cosas. Tu bicicleta cabe en el maletero de mi coche, así que puedes volver a tu casa por tu cuenta… o, mejor aún, te llevaré yo.


–Pero…


Pedro echó un vistazo a la hora y dijo:
–Me tengo que ir. Si me doy prisa, estaré de vuelta con tiempo suficiente para darme una ducha y cambiarme de ropa.


Ella se miró los vaqueros.


–¿Y qué hago yo? ¿Me pongo algo más elegante?


Pedro se encogió de hombros.


–No creo que sea necesario. El sitio que tengo en mente no es de los que exigen etiqueta –dijo–. Hasta luego.


Teresa se marchó a las cuatro porque tenía que recoger a su nieta, que salía a esa hora del colegio. Pedro volvió a las cinco y cuarto.


–Siento llegar tan tarde y tan sucio… Me ducharé, me cambiaré de ropa y nos marcharemos –anunció.


–De acuerdo. Te esperaré aquí.


Él arqueó una ceja.


– No has salido del despacho en todo el día. Y ni siquiera has descansado para comer –observó.


–Tú tampoco –le recordó ella.


–Eso es cierto, pero creo que te mereces un descanso. Sobre todo si también vamos a trabajar durante la cena.


–Está bien…


Paula esperó a que Pedro cerrara la puerta y, a continuación, lo acompañó al interior.


–Supongo que Gabriel estará en el laboratorio, así que no existe la menor posibilidad de que salga a saludar y se muestre más o menos sociable –ironizó él–. Pero, si te apetece tomar algo, en la cocina hay café y zumo de naranja. Y la biblioteca está especialmente bonita en esta época del año. Desde el balcón, se ve la rosaleda de Gabriel. De hecho, puedes salir y esperarme allí si lo prefieres.


–Gracias. Así lo haré.


–Relájate y descansa. Volveré enseguida.


Paula no conocía bien la bodega. Cuando era niña, se solía quedar en los jardines y, más tarde, cuando creció, Pedro la iba a buscar a casa de Arnaldo. Sin embargo, encontró
la cocina sin dificultad: era una habitación enorme, de suelo de terracota, armarios de color crema y una gran chimenea. 


Todas las superficies estaban tan limpias y ordenadas como el despacho de Pedro.


Paula consideró la posibilidad de servirse un café, pero se contentó con tomarse un vaso de agua porque no quería manchar una taza. Y mientras esperaba, intentó no pensar que, justo en ese momento,Pedro estaría desnudo en la ducha.


Al cabo de un rato, salió al pasillo. La primera puerta daba a un comedor de aspecto bastante formal; la segunda, a un salón. Una vez más, Paula se quedó sorprendida con lo limpio y ordenado que estaba todo. Era obvio que Pedro tenía su propia ama de llaves, porque estaba tan ocupado en el despacho y los viñedos que no era posible que dedicara tanto tiempo al cuidado de la casa.


Por fin, encontró la biblioteca. Los estantes estaban llenos de libros de las materias más diferentes y en varios idiomas. 


Junto a la chimenea, había sillones de aspecto extraordinariamente cómodo y, tal como Pedro le había dicho, el balcón daba a la rosaleda de Gabriel.


Se acercó a la repisa de la chimenea y admiró las fotografías que la decoraban. Pedro y Gabriel aparecían juntos en dos, y también había una donde estaban ellos y Juan Pablo. Pero no había ninguna de Chantal, lo cual le extrañó.


Sabía que la familia era muy importante para el mayor de los hermanos Alfonso. La ausencia de su madre no podía ser una casualidad. Había pasado algo malo, pero pensó que sería mejor que no se lo preguntara. En primer lugar, porque no era asunto suyo y, en segundo, porque su relación ya era demasiado complicada como para enturbiarla con una curiosidad que, probablemente, no sería bien recibida.


Entonces, se fijó en el piano que dominaba la estancia. Ella también tenía uno, pero estaba en Londres; y según Hortensia, Arnaldo había vendido el suyo dos años antes de morir.


La tentación fue irresistible. Además, ¿no le había dicho Pedro que se relajara?


Dejó el vaso de agua en una de las mesitas, se sentó en el taburete y practicó un par de escalas. El piano necesitaba afinamiento, pero no le importó; mejor tocar en un piano desafinado que no tocar en ninguno.


Momentos después, las notas del Liebestraum de Lizst empezaron a sonar. Paula cerró los ojos y se dejó llevar por la música. Lo había echado terriblemente de menos. Cuando terminó con la pieza de Lizst, interpretó una de Chopin, otra de Satie y, por último, el Claro de luna de Debussy.



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