viernes, 6 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 3




—Tengo curiosidad, ¿por qué no paras de huir de mí?


Paula dio un respingo y estuvo a punto de dejar caer las llaves al darse la vuelta. ¿Cómo era posible que alguien tan alto hiciera tan poco ruido? Estaba solo unos metros detrás del brillante deportivo que era su equivalente motorizado. Si supiera de coches sabría de qué modelo se trataba, pero no era el caso.


Paula alzó la barbilla.


—Existen leyes contra el acoso —sabía perfectamente que la adrenalina que le corría por las venas no se debía al miedo, pero no quería pensar en ello. Le resultaba demasiado preocupante.


—Y me parece muy bien. Hablo por propia experiencia…


Ella le dirigió una mirada fulminante para callarle.


—Dios, debe de ser muy duro ser tan irresistible para el sexo opuesto —se contuvo para no añadir que ella no formaba parte de aquel grupo, pero los actos hablaban con más fuerza que las palabras, y confiaba en estar transmitiendo desprecio y no lujuria. No había forma de que aquel hombre pudiera saber que sentía un vergonzoso calor entre las piernas.


—Me siento halagado.


—No era mi intención —Paula sonó jadeante, y así se sentía mientras trataba de mantener el gesto desafiante frente a la sonrisa que había provocado su comentario.


No le conocía.


No le caía bien.


Nunca había experimentado una reacción tan fuerte frente a un hombre. Nunca.


—Relájate, cara. Este es mi coche —presionó la llave y las luces del deportivo se encendieron.


Sintiéndose una estúpida, Paula abrió la puerta de su propio coche.


—¿Te gustaría cenar conmigo alguna vez?


Pedro le sorprendió tanto como al parecer a ella escucharse hacer aquella invitación. Había sido un impulso impropio de él que cobró vida al verla entrar en el coche y saber que no volvería a verla jamás.


—Bueno, sería una pena no aprovechar toda esta… —sus largos dedos se movieron en gesto expresivo señalando el aire que los rodeaba—, química.


Pedro se sintió satisfecho con la explicación que había dado a aquel comportamiento impulsivo. Ella no lo parecía tanto.


El suave sonrojo que cubría su piel y el brillo furioso de sus ojos verdes provocaron que asintiera en señal de aprobación. Allí había pasión. Sabía que estaba en lo cierto respecto a lo de la química.


—Parece que tienes un problema de ego. Quieres que todas las mujeres se conviertan en tus esclavas.


Pedro adoptó una expresión pensativa como si estuviera considerando la acusación, y luego sacudió lentamente la cabeza.


—La esclavitud sugiere pasividad —murmuró mirándole los labios con expresión lujuriosa—. Y la pasividad me resulta aburrida.


—Bueno, a mí me resultan aburridos los hombres con grandes egos —le espetó Paula tomando asiento tras el volante del coche—. Y aquí no hay ninguna química —gritó antes de cerrar la puerta.


Escuchó el sonido de su risa gutural por encima del chirrido metálico cuando hizo crujir la palanca de cambios al intentar meter la marcha atrás.





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