Odiaba retrasarse, y lo estaba haciendo. Y mucho.
Le dolían las mandíbulas por la tensión. Estaba claro que no tenía sentido estresarse por cosas que no estaban bajo su control, como la niebla en los aeropuertos, los atascos de tráfico o… no, dejarse caer por la oficina había sido un error tremendo y completamente evitable, pero formaba parte de su naturaleza y no había podido remediarlo.
Abriéndose camino entre la gente con sus zapatos de vuelos de largo recorrido, Paula abrió el teléfono móvil. Estaba observando la pantalla cuando un fuerte tirón estuvo a punto de arrojarla al suelo.
El instinto la llevó a agarrar con más fuerza la correa de la bolsa que llevaba al hombro. El forcejeo fue breve, pero el ladrón, que estaba maldiciendo y gruñendo, tenía el físico de su parte. Era delgado, pero también alto y enjuto, y consiguió escapar fácilmente con la bolsa.
—¡Ayuda! ¡Al ladrón!
Docenas de personas debieron de escuchar su grito angustiado, pero nadie reaccionó hasta que el ladrón, un joven alto con capucha que se iba abriendo camino entre la gente con su bolsa en la mano, se topó con un peatón que no se apartó.
Paula vio cómo el ladrón chocaba contra aquel objeto inmóvil y se daba de bruces contra el suelo antes de que la gente lo rodeara, impidiéndole a ella su visión.
No vio al ladrón sacudir la cabeza al mirar con el ceño fruncido hacia el hombre a cuyos pies estaba tendido. El ceño fue reemplazado al instante por una expresión de miedo. Entonces dejó la bolsa como si le quemara, se puso de pie y salió corriendo.
*****
Pedro suspiró. Si no fuera con prisa, podría haber perseguido al ladrón, pero iba con retraso, así que se inclinó para recoger la bolsa robada, que se abrió al instante desperdigando su contenido por la acera.
Pedro parpadeó. Había visto mucho en sus treinta y tres años, y pocas cosas tenían el poder de sorprenderle ya. De hecho, aquella misma mañana se había preguntado si no estaría anquilosado. Pero verse allí de pie rodeado de ropa interior femenina, una ropa muy sexy, por cierto, le sorprendió sin lugar a dudas.
Alzó una de sus oscuras cejas y, esbozando una media sonrisa en sus sensuales labios, se inclinó hacia delante y agarró un sujetador de la cima del montoncito. Era de seda y de cuadros rosas. Y si no se equivocaba, de copa D.
Pedro leyó en voz baja la etiqueta cosida a mano en una de las costuras.
—«La tentación de Paula» —aquel nombre le sonaba.
¿Tenía Raquel alguna prenda similar en un tono algo más discreto? Suspiró. Echaba de menos el sexo, pero, si quería ser sincero, y normalmente lo era, no echaba de menos a Raquel en sí y no lamentaba la decisión de haber decidido poner fin a su breve y mutuamente satisfactoria relación.
Porque Raquel había cruzado la línea. Había empezado utilizando el plural en sus comentarios: «Podríamos pasar por casa de mis padres». «Mi hermana nos ha ofrecido su cabaña de esquí para pasar la Nochevieja». Pedro se culpaba por haberlo dejado estar en su momento, pero en su defensa debía decir que el sexo era realmente estupendo.
Las cosas habían llegado al límite un par de meses atrás, cuando Pedro se tropezó «accidentalmente» con él en unos exclusivos grandes almacenes en una de las pocas ocasiones que Pedro tenía la oportunidad de pasar un rato de calidad con su hija.
No fueron los obvios esfuerzos de Raquel por llevarse bien con Josefina lo que se le quedó a Pedro en la mente, sino el comentario que le hizo su hija de camino a casa.
«No seas muy brusco cuando la dejes, ¿vale, papá?».
La preocupada expresión de sus ojos le hizo darse cuenta de que había sido demasiado complaciente, había permitido que se desdibujaran las líneas entre su vida familiar y los demás aspectos de su vida. Ahora que Josefina se estaba haciendo mayor, era más importante que nunca mantener aquel muro protector alrededor de su vida familiar.
El día que miró a su hija y se dio cuenta de que su madre no iba a volver, juró que aquel abandono no la afectaría. Él la protegería y le daría seguridad. Había cometido algunos errores inevitables en el camino, pero al menos no había establecido lazos con las mujeres con las que salía y no se había arriesgado a sufrir cuando ellas también se marcharan.
—Me gusta —murmuró deslizando el pulgar por la suave seda.
—Eso es mío —la mirada decidida de Paula estaba clavada en el sujetador de cuadros rosas que confiaba en que fuera el éxito de la siguiente temporada.
—¿Tú eres Paula?
—Sí —respondió ella de manera automática.
Podía haberse declarado también dueña no solo del nombre, sino del sujetador y de la marca de la que tan orgullosa estaba, pero cabía la posibilidad de que aquella información fuera recibida con escepticismo, como en tantas otras ocasiones había sucedido.
Entendía la razón: todo era cuestión de apariencias, y ella, sencillamente, no parecía una mujer de negocios exitosa, y menos la fundadora de una famosa empresa de lencería que basaba su éxito en el glamour combinado con la comodidad y un cierto tono de audacia.
—Has sido muy valiente al detener a ese ladrón que huía con mi bolsa. Espero que no te haya hecho daño —la sonrisa se le borró al mirar a la cara al hombre que sostenía la prenda—. Estoy muy… —se aclaró la garganta y tragó saliva. La lengua se le pegó de forma incómoda al paladar.
Experimentó algunos otros perturbadores síntomas, y la pilló tan desprevenida que necesitó unos instantes para ponerle nombre a aquella incontrolada oleada de calor que le nació en la boca del estómago. Incluso el vello de los antebrazos se le erizó en respuesta a lo que aquel hombre exudaba: sexo puro y duro.
—Agradecida —por suerte no babeó, se dijo, a pesar de llevar varios segundos con la boca abierta.
Ahora que podía observar su cara con la objetividad de la que hacía gala, Paula se dio cuenta de que no era su bello rostro ni su cuerpo atlético lo que había provocado un terremoto en su sistema nervioso, sino el aura de salvaje sexualidad que exudaba como un campo de fuerza.
Aquello tenía sentido, porque la belleza tradicional no solía causar ningún efecto en ella. No es que tuviera nada en contra de los pómulos afilados, las mandíbulas cuadradas y firmes, los labios sensuales ni los ojos negros rodeados de largas pestañas. Pero a Paula le gustaban las caras con carácter y los hombres que pasaban menos tiempo mirándose al espejo que ella. Y por supuesto, al ser un hombre no tenía que preocuparse de la tenue cicatriz que tenía al lado de la boca. Seguramente se la habría hecho de niño al caerse de la bicicleta, y le proporcionaba un aire de misterio.
Ser considerado un héroe por el mero hecho de estar allí de pie y dejar que el ladrón se chocara contra él provocó en Pedro una sonrisa irónica.
—Sobreviviré.
Bueno, desde luego su ego sí. Estaba claro que podría soportar una tormenta de fuerza diez. Aquel pensamiento tan poco amable la llevó a fruncir el ceño. Por alguna razón, al mirarle sentía un antagonismo feroz.
Pedro dejó la copa D y observó a la mujer de rostro sonrojado que le arrebató el sujetador de las manos. No podía ser suyo, ella no era una copa D. De hecho estaba seguro de que no llevaba sujetador, y el aire estaba fresco.
Después de todo, se encontraban en Londres. Deslizó la mirada y la clavó en sus pequeños pero firmes pechos que subían y bajaban agitadamente bajo la camisa blanca y suelta que llevaba.
Paula siguió la dirección de su mirada y sintió cómo se sonrojaba todavía más aunque sabía que estaba siendo un poco paranoica. Nada podía ser menos revelador que su camisa, cualquier cosa más ajustada le rozaba la pequeña cicatriz del hombro que todavía le tiraba un poco.
—Gracias —hizo un esfuerzo por mostrarse algo cálida en la respuesta, y para asegurarse, se abrochó la chaqueta con cuidado de no presionar demasiado el hombro. Para la semana siguiente ya estaría lo suficientemente curada como para poder ponerse otra vez sujetador.
«No te está mirando, Paula, así que, ¿para qué balanceas las caderas?», se reprendió para sus adentros.
Pero sí la estaba mirando.
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