viernes, 6 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION. CAPITULO 2




Hernan Campbell, un hombre meticuloso, llegó al final de la página, se ajustó las gafas y volvió otra vez al principio.


Pedro apretó las mandíbulas mientras trataba de controlar la impaciencia.


—Entonces, ¿debo pensar que es una amenaza sin fundamento? —preguntó.


Aunque la carta estaba salpicada de algunas frases jurídicas, estaba escrita a mano con la letra de su exmujer, pero no eran sus palabras. Pedro tenía la sospecha de que había recibido ayuda, y no hacía falta ser un genio para saber de quién. El prometido de su exmujer, Edgardo Weston, ocupaba un escaño en el parlamento defendiendo los valores familiares. Y seguramente sería difícil hacerlo cuando su futura esposa había jugado un papel tan periférico en la vida de su propia hija.


Pedro no le conocía personalmente, pero había escuchado algunos chistes sobre él en más de una ocasión.


Pero el bienestar de su hija no era para Pedro motivo de broma.


Hernan, que era unos cuantos años mayor que el hombre que recorría la estancia como una pantera enjaulada, estiró la hoja con el dorso de la mano mientras volvía a dejarla en el escritorio.


—No es una amenaza real, ¿verdad? —Edgardo Weston tenía fama de pomposo, pero no era un idiota. Y había que serlo para amenazar a Pedro. El famoso empresario italiano afincado en Londres era conocido por muchas cosas, pero poner la otra mejilla no estaba entre ellas.


El comentario de Pedro provocó que Hernan le mirara con los ojos encendidos.


—¿Quieres que te diga lo que pienso o lo que quieres oír? —Hernan alzó las cejas al darse cuenta de que su amigo iba vestido de traje entero—. ¿Te vas a casar? —le preguntó con recelo.


—¡Casarme! —el desprecio con el que pronunció aquella palabra dejaba clara su opinión respecto a la institución del matrimonio.


—Es una lástima. Si te casaras, sería la solución perfecta al problema. Entonces no habría dudas respecto a que a tu hija le falte… —consultó otra vez la carta y leyó en voz alta—: «una influencia femenina estable en su vida».


Pedro se dejó caer en la silla que había frente al escritorio.


—Prefiero traer a mi madre a vivir conmigo.


Hernan se rio, conocía a Mariza Alfonso.


—Si has cometido un error, no lo vuelves a repetir a menos que seas un completo idiota —continuó Pedro.


Hernan, que era muy feliz en su segundo matrimonio, no se dio por aludido.


—¿Crees que es inteligente venir a pedirle consejo legal a un idiota?


Pedro sonrió.


—Toda regla tiene su excepción —reconoció—. Y he venido a verte porque eres mi amigo y confío en ti. No podría pagarte lo que cobras.


El otro hombre resopló. Pedro Alfonso había nacido rodeado de riqueza y privilegios. Podría haberse quedado sentado a disfrutar de su herencia, pero era un emprendedor nato y durante los últimos diez años había realizado una serie de inversiones financieras que habían convertido su nombre en sinónimo de éxito.


Bajo la sonrisa de Pedro se escondía una voluntad de hierro. 


Su corto matrimonio había sido un fracaso absoluto a todas luces, pero le había dado una hija que adoraba, así que nunca podría arrepentirse. Pero ¿volver a tomar deliberadamente aquel camino…?


Eso no ocurriría nunca.


Tenía aventuras, pero no aventuras amorosas. No adornaba las cosas y reconocía que para él el sexo era simplemente una necesidad básica. Había comprobado una y otra vez que la parte emocional no era necesaria. No le costaba ningún esfuerzo mantener un parachoques emocional, a veces incluso ni siquiera le caían bien las mujeres con las que compartía cama. Lo que sí implicaba un cierto esfuerzo por su parte era mantener a su hija, una jovencita de trece años increíblemente madura, ignorante de sus aventuras.


—Está hablando de derecho de custodia, al menos eso es lo que dice Edgardo.


El último novio de su ex era una elección extraña para una mujer que normalmente escogía a hombres más jóvenes. Pedro dudaba que aquella pareja tuviera futuro a pesar del enorme anillo que llevaba Clara en el dedo. Pero tal vez estuviera equivocado, en cuyo caso les deseaba lo mejor.
Aunque no iba a permitir que su hija se viera envuelta en un tumulto emocional solo porque Clara hubiera descubierto de pronto que tenía instinto maternal. Ni hablar.


—Le tengo cariño a Clara. Seamos sinceros, es difícil no tenérselo —reconoció Pedro—. Pero no confiaría en ella ni para cuidar de un gato, y mucho menos de una adolescente. ¿Te lo imaginas? —sacudió la oscura cabeza.


Clara no se distinguía precisamente por su sentido de la responsabilidad. Josefina tenía tres meses cuando salió a hacerse la manicura y no volvió. Pedro se convirtió en padre soltero a los veinte años, y tuvo que aprender muy deprisa nuevas habilidades. Todavía seguía aprendiendo.


La paternidad era un reto constante, como también lo era la interferencia de su madre. Cuando se quedó viuda y Pedro le dijo que necesitaba un nuevo desafío en su vida, no pretendía que aquel desafío fuera él mismo. Mariza Alfonso solía aparecer en la puerta de su casa con las maletas sin previo aviso, o se dedicaba a buscarle mujeres que consideraba adecuadas para el matrimonio.


—Clara está pidiendo la custodia compartida, Pedro, y es la madre de la niña —Hernan alzó una mano para impedir hablar a su amigo y continuó con calma—, pero no, dadas las circunstancias y su historial no creo que ningún tribunal se la conceda aunque llegue a casarse con Edgardo Weston. No se puede decir que no tenga ya un acceso razonable a Josefina.


Pedro asintió. Por muchos defectos que tuviera, su exmujer era la madre de Josefina y, a su manera, quería a su hija. 


Eso significaba que podían pasar meses sin que la niña recibiera algo más que algún mensaje o algún correo de su madre, que luego aparecía cargada de regalos y jugaba a la madre cariñosa hasta que algo más llamaba su atención.


La objetividad de Pedro al referirse a su exmujer todavía estaba cargada de cinismo, pero hacía mucho tiempo que había desaparecido la rabia. Ahora era incluso capaz de reconocer que esa rabia iba más encaminada hacia sí mismo que hacia Clara. No era de extrañar, porque aquella obcecación sentimental disfrazada de amor era lo que le había llevado a un matrimonio que tenía la palabra «desastre» escrita en letras de neón.


—Entonces, ¿crees que no tengo nada de qué preocuparme? —preguntó.


—Soy abogado, Pedro. En mi mundo siempre hay algo de lo que preocuparse.


—Claro, podría atropellarme un autobús —Pedro consultó el reloj y se puso de pie. En realidad iba a subirse a un helicóptero, no a un autobús, para llegar a la boda de Carlos Latimer. Las bodas le resultaban deprimentes y aburridas, pero a Josefina le hacía mucha ilusión y estaba haciendo un esfuerzo por ella.


—¿Es cierto que Latimer va a casarse con su cocinera?


—No tengo ni idea —respondió con sinceridad Pedro mientras pensaba en un sujetador de cuadros rosas y un par de enormes ojos verdes…


Mientras bajaba en el ascensor iba pensando en la dueña del sujetador, y estaba tan concentrado en ella que tardó veinte segundos en darse cuenta de que las puertas del ascensor se habían abierto.


«Céntrate, Pedro». No dudaba ni por un instante de su capacidad de concentración, era una cuestión de priorizar y eso se le daba bien. Aquella habilidad fue la que le ayudó a superar las primeras semanas y luego los meses tras la marcha de Clara. Podía haberse dejado llevar por la amargura y por la autocompasión, podría haber dejado que aquel fracaso le definiera.


Pero no lo hizo.


Tras recordar aquello, mantener la líbido a raya resultó una tarea relativamente sencilla. Se dijo que Ojos Verdes no era su tipo. Y, sin embargo, tenía algo que…


—Oh, lo siento.


Pedro agarró con firmeza del brazo a la joven que se había chocado con él, y al parecer no de forma accidental. Era rubia y despampanante. Aquella sí era su tipo.


La joven, que estaba apoyada en un solo pie, le agarró el brazo para sostenerse.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro con una sonrisa carente de espontaneidad.


—No miraba por dónde iba. Son estos tacones.


Giró un tobillo, invitándole a mirar, y Pedro lo hizo por educación.


—No sé si te acuerdas de mí… —la joven agitó las pestañas e hizo un pequeño puchero—. Nos conocimos en una gala benéfica el mes pasado.


—Claro —mintió él. En aquel acto había muchas mujeres atractivas, y había coqueteado con varias—. Si me disculpas, tengo un poco de prisa…


—Qué pena, pero tienes mi número, y me encantaría aceptar la invitación a cenar que me hiciste.


Antes de que Pedro pudiera fingir siquiera que recordaba semejante invitación, la rubia abrió de pronto los ojos de par en par y empezó a agitar la mano salvajemente mirando hacia una figura que estaba a punto de cruzar la calle.


—¡Paula! —gritó.




*****


Paula exhaló un suspiro, empastó una sonrisa en la cara y se giró sin entusiasmo.


Los había visto unos cincuenta metros más allá. No era de extrañar, la pareja que estaba en la entrada del aparcamiento en el que ella había dejado el coche llamaba la atención como solo podía hacerlo la gente guapa.Paula no tenía nada en contra de la gente guapa, de hecho su mejor amiga era uno de ellos. Tampoco envidiaba la atención que despertaban con su belleza, ser el centro de atención era una de sus peores pesadillas. El problema era el hombre… aquello sí que era tener mala suerte.


No le había impactado verle con la rubia, sino volver a tropezarse con él. Era el símbolo viviente del estatus, con aquel coche deportivo propio de los machos alfas como su padre. Pero, para ser justa, aquel hombre no era su padre. 


Entonces, ¿por qué le estaba juzgando de aquel modo?


Por el picor líquido que sentía en la pelvis, porque aquel roce casual con él la había llevado a experimentar un atisbo de la atracción irracional que debió de experimentar su propia madre, y que la llevó a olvidar sus principios y a tener una aventura con un hombre casado.


«No pierdas la perspectiva, Paula. Ha sido una semana dura y todavía no ha terminado», se recordó apartando la mirada de las largas uñas color escarlata que agarraban con gesto posesivo la manga del hombre.


El corazón le latía con tanta fuerza que apenas pudo escuchar la respuesta que le dio a aquella mujer, famosa por sus novios ricos y conocidos y por su cuerpo perfecto de modelo de lencería.


—Hola, Sabrina —al hombre le saludó con una inclinación de cabeza y trató de resistirse a su carisma.


—Paula, qué alegría verte —Sabrina la besó en las mejillas, inundando el aire con su denso perfume—. Y qué buen momento. Aprovecho para decirte que estoy disponible.


Paula odiaba meterse en una conversación que ya estaba iniciada. ¿Se suponía que debía saber a qué se refería?



****


Pedro observó la expresión de Paula, estaba claro que no sabía de qué hablaba la rubia. Contuvo una carcajada, y tuvo más éxito que cuando trató de contener la oleada de deseo que experimentó al reconocer aquella pequeña figura que, si no se equivocaba, estaba a punto de escaparse de allí sin ser vista.


Pedro no estaba acostumbrado a que las mujeres cruzaran la calle para evitarle.


Normalmente solían hacer lo contrario, y se preguntó qué habría hecho para que Paula le mirara por encima del hombro. Su ego permanecía intacto, lo tenía bastante robusto, pero le picaba la curiosidad. ¿Qué haría falta para convertir aquella desaprobación en adoración incondicional? 


Se dio cuenta de que estaba poniendo el listón demasiado alto. No quería que le adorara, solo buscaba una sonrisa. 


Aunque la adoración estaría bien tras contar con una larga noche para conocerla mejor…


—¿Ah, sí? —le preguntó Paula a Sabrina.


—Sí, pero mi agente dice que sigue esperando una llamada de tu oficina para la nueva campaña. Me comentó algo sobre que esta vez no vas a utilizar modelos —Sabrina puso los ojos en blanco—. Pero yo le dije que estaba claro que tú pensabas que seguía comprometida con la gente del supermercado, cuando lo cierto es que he decidido dejarlo porque no quiero que me asocien con ese tipo de producto.


—Lo siento, Sabrina, pero he estado fuera del país. Es la agencia la que ha contratado a las chicas.


—Pero tú tendrás la última palabra, ¿no?


Paula estuvo tentada de decirle que la llamaría, pero ganó su innato sentido de la honradez. No sería justo engañar a la joven.


—La verdad es que tu agente está en lo cierto, no vamos a utilizar modelos, sino mujeres de verdad. No es que tú no seas de verdad, pero no eres normal. Lo que quiero decir es…


—Lo que quiere decir es que las mujeres normales no pueden aspirar a tener un aspecto como el tuyo, Sabrina.


Si otra persona hubiera hecho aquel comentario, Paula se habría sentido agradecida. Pero tuvo que morderse la lengua para no soltar «no me digas lo que he querido decir».


—Eres un encanto —Sabrina depositó un suave beso en la mejilla de Pedro.


Paula puso los ojos en blanco, y los ojos oscuros de Pedro se encontraron con los suyos por encima de la cabeza de la modelo. Sonrió, y a Paula le recordó a un zorro observando a una gallina indefensa.


Entornó los ojos y alzó la barbilla en silencioso desafío. No estaba indefensa ni era tan estúpida como para sonreír a un hombre que podía coquetear con una mujer mientras tenía a otra besándole.


Cuando Pedro se apartó, se borró la expresión complaciente del rostro de la modelo.


—Pero ¿no es esa la idea? Se trata de que crean que si compran ese producto se parecerán a mí —dijo confundida.


Paula suspiró. No tenía tiempo ni ganas de darle explicaciones a aquella mujer a la que había estigmatizado como egocéntrica. Sus ojos se volvieron hacia su arrogante y alto acompañante.


—Lo siento, pero tengo que irme. Me ha encantado veros —notó la falta de sinceridad en su tono, pero no se quedó para ver si los demás también lo habían percibido. Se dirigió con la cabeza baja hacia el aparcamiento subterráneo.


Aquel breve encuentro la había dejado sintiéndose… se rio. 


El sonido rebotó por el pavimento y Paula sacudió la cabeza. 


Nunca se había sentido tan extraña. Ignorando el hecho de que le temblaban las manos, sacó las llaves del bolso.


Ya tenía suficientes cosas a las que enfrentarse aquel día como para ponerse a analizar los escalofríos que le producía aquel desconocido, que además representaba todo lo que despreciaba en un hombre. Tenía jet lag y debía enfrentarse a la idea de morderse la lengua mientras su madre tiraba por la borda su vida y su libertad. Se frotó el hombro y torció el gesto. Además, acababa de pasar por una operación menor.



 No cabía duda de que tenía derecho a sentirse un poco extraña.



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