domingo, 8 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 11




Cinco minutos más tarde, un atento camarero italiano les estaba acompañando a su mesa.


—Por si acaso seguías pensando que estábamos hablando de ti…


—Muy gracioso. ¿Ese hombre es realmente tu chófer?


Pedro la miró con curiosidad.


—¿Felix? ¿Qué crees que es si no?


—¿Tu guardaespaldas?


La carcajada de Pedro provocó que varias cabezas se giraran hacia él. Ella tapó la copa con la mano.


—Estoy trabajando.


—Es tu cumpleaños.


Fue una batalla breve, porque el constante forcejeo resultaba cansino. Paula decidió que sería mejor reservar la energía para los momentos importantes. Y además, una copa de vino podría ayudar a calmarle los nervios.


Paula ladeó la cabeza.


—De acuerdo, solo una copa —lo cierto era que había cosas peores que pasar su cumpleaños sentada en un magnífico restaurante con un hombre al que todas las mujeres del local miraban.


—No, Felix es mi chófer.


—Entonces, ¿no tienes guardaespaldas? —quiso saber ella, incapaz de contener la curiosidad.


—La mejor seguridad es la que la gente no puede ver.


Paula dejó el tenedor sobre la mesa y se reclinó en el asiento.


—Eso no es una respuesta.


La respuesta de Pedro a su indignación fue esbozar una indolente sonrisa.


—Es la única que voy a darte —Pedro se reclinó a su vez y observó cómo daba cuenta del plato de pasta rústica que había escogido.


—Esto está buenísimo —Paula le dio otro sorbo a su copa de vino, decidida a que le durara. Miró el plato de Pedro. Solo se había comido la mitad del bistec—. Por cierto, ¿cómo has conseguido esta mesa?


—Conozco al dueño de la cadena de estos restaurantes.


—Están por todas partes, cuando estuve el año pasado en París acababan de abrir uno allí y estaba hasta los topes.


En aquel momento se acercó el encargado.


—Señor, señorita —el hombre inclinó la cabeza—, espero que la comida haya sido satisfactoria.


—Estaba todo delicioso —aseguró ella.


—Somos clientes satisfechos —añadió Pedro.


Había algo extraño en el modo en que el encargado se dirigió a Pedro, y en cómo respondió él… y entonces Paula cayó en la cuenta.


Esperó a que el encargado se marchara para poner a prueba su teoría.


—¿Tú eres el dueño?


Pedro ni siquiera parpadeó.


—Desde hace dos años.


—¿No se te ocurrió mencionármelo?


—No —Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa—. Entonces, ¿vas a ir a casa por tu cumpleaños?


Paula se refugió tras su copa de vino.


—No tengo casa —respondió con sequedad—. He vivido en la mansión Brent durante diez años, pero nunca fue mi casa. Solo éramos el servicio.


—Aunque formaras parte del servicio, como tú dices, te hiciste amiga de Luciana y ahora tu madre es la señora de la casa.


Paula no tenía ganas de satisfacer su curiosidad, pero Pedro no era el primero que comentaba aquella extraña amistad. Luciana Latimer tenía dinero, encanto, aspecto de princesa y asistía a un prestigioso colegio privado, y Paula era la tímida hija de la cocinera que iba a la escuela del pueblo.


Para Paula, lo suyo fue odio a primera vista y había hecho todo lo posible por evitar a la hija de la casa, con su cabello dorado y su sonrisa permanente. Contaba con muchos escondites en la finca, y cuando vio a Luciana en uno de ellos, al principio se puso furiosa. Hasta que vio las lágrimas.


Las niñas descubrieron que tenían algo en común mucho antes de saber que sus padres tenían una aventura. Las dos odiaban el colegio y las dos sufrían acoso escolar, aunque por diferentes motivos.


—A la gente le encantan las historias sobre gente rica. No te sorprendas si encuentras detalles de la vida de tu madre en las columnas de cotilleos. Todos tenemos fantasmas en el armario —le advirtió Pedro.


Paula se puso tensa, horrorizada al pensar en ello.


—¿Qué quieres decir?


Pedro se dio cuenta al instante debido a su reacción que seguramente habría un cadáver en el armario de la familia Chaves.


—Han colgado una foto en Internet. Pensé que deberías saberlo.


Pedro le pasó el teléfono por encima de la mesa y observó su cara mientras ella miraba una foto explícita de ellos dos en abrazo abandonado la noche de la boda. Vio cómo se sonrojaba antes de palidecer como la cera.


—Supongo que ha sido una de tus amigas de la escuela.


Paula cerró los ojos y durante un largo instante no dijo nada. 


Luego comentó esperanzada:


—Tal vez no la vea nadie.


No había una forma suave de decirlo, así que Pedro afirmó:
—Lo siento, pero al parecer ya es una imagen viral.


Paula se cubrió la boca con la mano, y sus ojos verdes registraron un horror total. ¿Cómo podía estar Pedro tan tranquilo?


—Tienes que pararlo —sacudió la cabeza—. ¿Y si tu hija lo ve? —añadió salvajemente.


—Lo más probable es que ya la haya visto. Además, yo me siento halagado.


Paula cerró los ojos. ¿Halagado? ¿Se había vuelto loco? 


Ella era una persona extremadamente reservada, y pensar en aquella foto…


—Tengo ganas de vomitar —esperó a que se le pasaran las náuseas antes de preguntar—: ¿Y qué vamos a hacer?


Pedro alzó una ceja.


—Mi consejo es que nos lo tomemos a risa o mantengamos un silencio digno.


Paula soltó una carcajada amarga. No veía nada digno en que hubiera fotos de ella en actitud apasionada circulando por Internet.


—O puedo negar encarecidamente que haya algo entre nosotros.


Paula exhaló profundamente.


—Bien.


—Y eso convencerá a todo el mundo de que sí hay algo entre nosotros y prolongará el interés en la historia.


Paula apretó los dientes. Sentía todo el cuerpo rígido. Pedro la miró a los ojos.


—Dime qué quieres que haga.


—No lo sé —admitió ella desolada.


—Entonces, ¿quieres que te diga qué quiero hacer yo? Quiero levantarme, salir de aquí, llevarte a mi casa y hacer lo que tanto deseaba hacer contigo esta mañana. Puedo prometerte un regalo de cumpleaños que no olvidarás, cara.


¿Tenían un problema y aquella era su solución? ¿Seducirla en un lugar público, donde cualquiera podría haber oído lo que decía?


Aquello era ridículo. Le dieron ganas de reírse.


Pero su voz rica y algo amarga como el chocolate no era algo de lo que pudiera reírse. Sus miradas conectaron y Paula dejó escapar un tenue suspiro entre los labios entreabiertos. El deseo le recorrió las terminaciones nerviosas, cerrándole los circuitos de la lógica.


Transcurrieron los segundos, y con ellos iba en aumento la tensión sexual. Pedro seguía mirándola con la misma intensidad que la desnudaba. El mensaje de sus ojos quedaba muy claro.


Paula aspiró con fuerza el aire.


—Sí…


Los dos se pusieron de pie a la vez. Pedro estuvo a punto de tirar la silla en el proceso. Dejó un puñado de billetes sobre la mesa, la tomó de la mano y gruñó.


—Salgamos de aquí.



*****


Pedro no se quitó de encima, permaneció sobre ella con todo el peso ardiente de su cuerpo. Tenía la cara pegada a su cuello, la respiración agitada y húmeda sobre su piel. A Paula le gustaba, le gustaba todo: el contacto de la piel contra la piel, su peso, la mezcla del olor a sexo y a jabón…


Estaban tendidos desnudos en el enorme sofá Chesterfield de piel del estudio de Pedro. No habían conseguido subir las escaleras, apenas habían logrado salir del taxi.


La estancia estaba plagada de la ropa que se habían quitado mutuamente en su frenesí por sentir la piel del otro.


El frenesí había pasado, pero Paula seguía todavía respirando con jadeos.


—¿Cómo ha sucedido esto? —murmuró ella.


—¿Quieres que te haga un esquema o que lo repita paso a paso? —respondió Pedro con ironía.


—Ninguna de las dos cosas —contestó Paula riéndose—. Tengo que irme.


Él se apartó a regañadientes con un gruñido.


Paula sintió los ojos de Pedro clavados en ella mientras se vestía. Su oscura mirada le hacía sentir cierta vergüenza, pero también mucho poder. Podía estar desnuda delante de él. ¿Eso era bueno, malo, peligroso…? Sacudió ligeramente la cabeza. Solo sabía que se sentía bien. Que un hombre como Pedro actuara como si nunca se saciara de ella era una experiencia maravillosa.


Mientras se abrochaba la camisa, ladeó la cabeza con gesto de estar escuchando.


—Hay alguien ahí —oyó cómo se cerraba una puerta y unas voces de mujer.


—No, ya te he dicho que… —esta vez Pedro lo oyó también. 


Cerró los ojos y se incorporó con un suspiro. Se levantó del sofá con un movimiento felino y se vistió a toda prisa.


—Quédate aquí. Será más seguro.


Aquella afirmación provocó que su imaginación echara a volar.


—¿Más segura de quién? ¿Sabes quién es? ¿Llamo a la Policía?


—Gracias por preocuparte, pero puedo ocuparme yo.


Paula quiso gritarle que no se preocupaba en absoluto por él, pero de pronto tuvo la horrible sensación de que sería mentira.


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