Qué haces?
Paula miró hacia la cama y al instante se arrepintió, porque
Pedro tenía un aspecto deliciosamente desaliñado.
—Vestirme —murmuró ella.
—¿Y por qué estás envuelta en la colcha?
—Porque tengo frío —lo tendría después de darse una ducha fría.
—Bien, porque durante un momento pensé que te daba vergüenza que te viera desnuda.
Paula sintió que se sonrojaba hasta las orejas. Pedro tenía razón, aquello era absurdo. Él se había levantado de la cama completamente desnudo un poco antes y parecía muy relajado. Pero la idea de que la viera desnuda a plena luz del día hizo que se cubriera con la colcha.
—No seas tonto —murmuró.
—Teniendo en cuenta que no he dejado ni un solo rincón de tu cuerpo por explorar…
Así era. La había besado incluso en la pequeña y reciente cicatriz del lunar diciéndole que él también tenía una. Se la había hecho en un accidente de esquí. Ella también se la había besado. Apartó de sí aquel recuerdo, pero no pudo apartar el calor que todavía le latía en la pelvis.
—Mira, es un hecho que lo de anoche ocurrió y no voy a fingir que no fue así —aseguró Paula. La segunda vez que hicieron el amor fue todavía más intensa que la primera, porque ella se había animado a explorar su cuerpo mientras Pedro la instruía sobre cómo complacerle—. Pero…
—¿Te arrepientes? —le espetó él con tono seco.
—No, pero hoy es otro día.
Pedro dejó escapar un largo silbido entre dientes.
—Vaya, eso es muy profundo.
En respuesta a su sarcasmo, Paula giró la cabeza con firmeza con la intención de soltar una respuesta ácida. En aquel momento, como si fuera un enorme gato, Pedro se estiró.
Distraída por el movimiento de los tirantes músculos de su vientre, estuvo a punto de dejar caer la colcha.
—Todavía no me has contado cómo es posible que yo sea tu primer amante —¿por qué una mujer tan sensual como Paula había llegado hasta allí sin acostarse con ningún hombre? Aquello desafiaba a la lógica, pero no iba a protestar porque él había salido beneficiado—. ¿No se te ocurrió pensar que a un hombre le gustaría saber una cosa así?
—Pensé que no te darías cuenta —sin soltar la colcha, Paula se dirigió a la cama—. ¿Qué te parece tan divertido?
Pedro se colocó las manos en la nuca y dirigió la vista hacia los músculos de su torso.
—Es una pregunta muy sencilla, Paula —aseguró mientras ella se sentaba en la cama—. Nadie es virgen a tu edad por casualidad —le tiró de la colcha hacia la cintura.
—No he tenido tiempo para romances.
—Lo de la noche anterior no ha sido un romance. Solo fue sexo, Paula —el mejor sexo que él había tenido.
Paula bajó la barbilla para ocultar la ira que sabía que tenía escrita en la cara. Cuando volvió a levantarla de nuevo sonreía.
—No hace falta que me lo digas tan claro, Pedro. Ya sé que esto no es el comienzo de una profunda y larga relación.
Su ironía le molestó. Toda su actitud le molestó. Y eso que él no buscaba nada profundo, como tampoco buscaba encontrarse con una virgen en la cama. ¡Una virgen! Con los ojos semicerrados, Pedro revivió el momento en el que lo supo… y volvió a sentir la poderosa oleada de posesión que no podía negar. Había sido su primer hombre.
—Eres una mujer muy apasionada, Paula.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de admitir ni ante sí misma su miedo secreto a perder el control con un hombre. Alzó la mirada con el ceño fruncido.
—He estado creando mi empresa.
Pedro alzó sus oscuras cejas.
—Eso no es una razón. Se puede tener sexo y llevar una empresa al mismo tiempo, cara.
—No quiero una relación a tiempo completo y no soy de las de una noche —un poco tarde para recordarlo—, y aunque estuviera en el mercado, es difícil encontrar un hombre que comparta mis ambiciones y objetivos.
—Nada te impide buscarlo mientras tienes relaciones sexuales conmigo. Pero créeme, una sola noche contigo no será suficiente para ningún hombre, cara. Y te digo otra cosa: cualquier hombre diría que comparte tus ambiciones con tal de llevarte a la cama.
—Pero tú eres distinto, supongo.
—De hecho, soy exactamente la clase de hombre que necesitas —aseguró Pedro—. Piénsalo, puedo proporcionarte un sexo estupendo sin ataduras emocionales.
—Eso suena…
—¿Perfecto?
—Inmoral.
Pedro soltó una carcajada sorda.
—Quédate conmigo el tiempo suficiente y te corromperé, ángel. Tienes un cuerpo hecho para el pecado.
Paula dejó caer la colcha, se levantó de la cama, agarró su ropa y se metió en el baño.
Cuando cerró la puerta con su pequeño y redondo trasero, Pedro soltó un gemido. Según su experiencia, había pocas cosas seguras en la vida. Pero él tenía una muy clara: debía intentar volver a meter a Paula en su cama o morir en el intento.
*****
Paula aceptó el té y le dijo a Silvia que no había tomado ninguna foto.
—¿Ninguna? —la joven fue incapaz de ocultar su decepción—. Supongo que estabas demasiado estresada por lo de hoy como para desmelenarte y disfrutar.
Paula agarró con fuerza la taza para que no se le cayera.
—Yo… —dio un paso adelante para entrar en el despacho y entonces se dio la vuelta con el ceño fruncido—. ¿Hoy?
Su asistente parpadeó y comprobó la agenda en la tableta.
—No ha habido más retrasos, ¿verdad? Te lo van a decir esta mañana…
Paula trató de disimular el desmayo bajo una alegre y falsa sonrisa. Tenía una reputación que preservar, tenía fama de saber mantener la calma durante una crisis.
—Sí, esta mañana.
Una vez dentro del despacho, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Aquello no era solo un desastre, era… ¿qué diablos era?
¡Se le había olvidado!
¿Cómo era posible?
Durante los últimos seis meses, se había levantado cada mañana pensando en aquel acuerdo. Había invertido en él todo su tiempo y su energía, había vivido y respirado por él, centrada en un objetivo. Se decía a sí misma que el fracaso no era una opción, pero sabía que sí lo era. Y aquella certeza la había hecho despertarse por la noche bañada en sudor frío en más de una ocasión.
Y ahora que faltaba tan poco, consultó el reloj y luego se llevó una mano a la cara en estado de shock. En cuestión de minutos conocería aquella crucial decisión, y lo había olvidado por completo.
Había regresado aquella mañana a su apartamento para cambiarse sintiéndose bastante aliviada. Paula sabía que no era como su madre ni como las demás mujeres que conocía, que perdían la objetividad cuando había un hombre en su cama, pero tenía sus dudas. ¿Y si el buen sexo era capaz de privarla del respeto que sentía hacia sí misma y la llevaba a comprometer sus principios?
Lo cierto era que el sexo había sido estupendo, de la clase que creía que solo existía en las novelas. Todavía lo sentía por todo el cuerpo, y durante un breve periodo dejó de ser la reina de la precaución y se dejó llevar por sus impulsos.
Había resultado ser una experiencia completamente liberadora. Pedro era un amante increíble, pero ahora, a la fría luz del día, seguía siendo también un arrogante insoportable. Aquello ayudaba a que no lo pusiera en un pedestal y a que no se quedara callada cuando pensaba que estaba equivocado.
Era un alivio comprobar que su teoría era cierta. No era el sexo lo que convertía a las mujeres en esclavas, sino el amor. Ella no amaba a Pedro, y la mera idea de enamorarse en tan solo veinticuatro horas se le antojaba ridícula.
Amor… sinceramente, ni siquiera le caía demasiado bien. Si no volvía a verlo nunca, no le quitaría el sueño. Por eso, en cierto sentido, Pedro tenía razón. Era perfecto como amante, no había nada entre ellos excepto pasión desatada, nada que los sentimientos complicaran. Solo había sido sexo. Un sexo increíble, sí, pero había muchos hombres allí fuera que no eran Pedro, hombres cuyas manos no fueran tal vez tan expertas… la imagen de sus largos dedos deslizándose por su piel cruzó por la mente de Paula, reavivándole el calor de la pelvis hasta que apartó de sí aquella imagen y se recordó que no tenía ninguna intención de repetir su noche de pasión. Tal vez tuviera lugar en algún momento, pero ella no iba a buscarlo.
Pero actualmente, lo que sí estaba ocurriendo era que la noche que había pasado con él le había hecho olvidar el contrato por el que tan duramente había trabajado.
Tal vez fuera la excepción que confirmaba la regla, la mujer que no era capaz de hacer varias cosas a la vez.
Debía escoger entre el éxito empresarial y el sexo; no podía tener ambas cosas.
Paula suspiró y se sentó frente a su escritorio. La calma que aquel espacio minimalista solía provocar en ella, al no haber fotos ni objetos personales, solo un lugar de trabajo, no surgió.
Tenía que despejarse la cabeza y centrarse.
Antes de que pudiera hacer ninguna de las dos cosas, sonó el teléfono. Paula apretó los dientes y lo agarró.
Volvió a dejarlo en su sitio diez minutos más tarde.
Estaba temblando.
El trato estaba cerrado, y ahora podía admitir que hubo momentos en los que dudó de si valía la pena hacer aquel viaje a Australia. Pero el trabajo había dado sus frutos, y la cadena de exclusivos grandes almacenes con sedes en todo el hemisferio sur iba a vender su línea.
Aquel era el momento por el que tanto había luchado, con el que tanto había soñado.
Frunció levemente el ceño. ¿Dónde estaba el subidón de adrenalina, la euforia del logro?
Lo que sentía era casi un anticlímax, pero se dijo que era lógico. Una noticia así era para compartirla, y recordó una frase del discurso que había pronunciado Carlos Latimer en su boda: «El éxito no significa nada a menos que tengas a alguien con quien compartirlo. Y yo tengo a la mejor persona del mundo: mi esposa».
Paula no había probado su copa de vino ni se unió al espontáneo aplauso que siguió. Pero dejando a un lado la falta de sinceridad, ¿acaso no tenía razón?
¿Quién se alegraría por ella? Su madre estaba de luna de miel y su mejor amiga estaba muy ocupada siendo una princesa embarazada.
Apartó de sí una punzada que reconoció como autocompasión. Bajó la vista y frunció el ceño al recordar un comentario que había hecho Pedro.
Paula no sabía qué hora era cuando se despertó en una cama extraña con el brazo de un hombre sobre las caderas y su cabeza entre los senos. El pánico inicial duró una décima de segundo, entonces se dio cuenta de dónde estaba y se relajó.
Pedro expresó en voz alta sus dudas interiores. «Deja de analizar la situación, solo disfrútala. No existe el mañana, solo el aquí y el ahora, tú y yo. No necesito que llegues a mí emocionalmente, solo quiero que me toques… por favor».
Aquella torturada plegaria la hizo sentirse poderosa, excitada y fuera de control.
Paula se rio entre dientes y se puso de pie. Ni siquiera estaba celosa de su amiga; lo último que deseaba era tener un bebé. En aquel momento estaba demasiado centrada en su trabajo, pero tal vez dentro de unos años…
Su reloj biológico apenas había empezado a andar, y además acababa de descubrir el sexo.
Paula recolocó la fila de lápices del escritorio y, canturreando entre dientes, se dirigió a la puerta que comunicaba su despacho con el de su asistente. Silvia había invertido muchas horas en aquel proyecto, no solo ella, sino todo el equipo, Y aunque los amigos y la familia se alegrarían por ella, solo su equipo entendería de verdad lo que aquel éxito significaba para Paula.
Pensó en invitarlos a comer al nuevo italiano del que todo el mundo hablaba. El estómago le rugió al pensar en comida.
Aquella mañana no había desayunado.
—¿Te apetece comida italiana, Silvia? —preguntó Paula al abrir la puerta.
Estaba acostumbrada al desorden del escritorio de la joven, pero esta era la primera vez que veía a un hombre allí.
Y aquel hombre era Pedro. Le estaba dando la espalda, pero no cabía duda de que se trataba de él. El hecho de que estuviera allí estaba mal en muchos sentidos. Paula trató de mantener la firmeza.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, Pedro?
—¿No te dije que estaría encantada de verme, Silvia?
Su asistente se rio con coquetería. Tenía un novio al que decía que adoraba, entonces, ¿a qué estaba jugando? Paula le lanzó una mirada de exasperación y apretó los labios. Le parecía bien que las mujeres tomaran la iniciativa, pero Silvia se estaba mostrando demasiado ansiosa.
—He venido para llevarte a comer —Pedro curvó los labios en una sonrisa íntima mientras le recorría el rostro con la mirada.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?
Pedro sacó una tarjeta de visita de bordes dorados.
—Te dejaste esto —y también el aroma de su perfume.
Paula tragó saliva y murmuró entre dientes:
—Estoy ocupada.
—Por cierto, el proveedor ha llamado para anular la cita.
—Gracias, Silvia —la sonrisa de Pedro hizo sonrojar a la joven—. Ya lo ves, cara. Estás libre.
En lugar de limitarse a preguntarle a qué estaba jugando, Paula deslizó la mirada hacia su boca. Lo último que se sentía era libre, de hecho se sentía obligada. Hizo un esfuerzo por aminorar la marcha de su corazón y bajó las pestañas a modo de cortina de protección.
—Me ha parecido oírte decir que te gustaba la comida italiana, ¿verdad? —preguntó él.
—Le encanta —intervino Silvia.
Paula parpadeó y apretó las mandíbulas.
—No es mi favorita —mintió.
—Le encanta.
Paula le lanzó otra mirada exasperada a Silvia mientras sentía cómo se sonrojaba.
—Hoy tengo mucho lío, de verdad.
Pedro se encogió exageradamente de hombros y suspiró.
—Bueno, si no puedes salir a comer, supongo que podemos hablar de ello aquí —reconoció.
¿Hablar de ello? Paula sintió una oleada de pánico. Silvia era una gran asistente y muy discreta en el trabajo, pero en lo que se refería a cotilleos menos profesionales…
—Oh, no, llévesela a comer —Silvia entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en ellos batiendo las pestañas—. Es su cumpleaños —confesó mirando a su jefa con expresión inocente—. Bueno, él no trabaja aquí, ¿verdad? Y dijiste que no se lo contara a nadie de la oficina.
—¿Es tu cumpleaños? Bueno, entonces ya está —anunció Pedro con satisfacción—. Voy a llevarte a comer.
A Paula le hubiera encantado decirle que de eso nada, pero estaba claro que Pedro no aceptaba que la gente no hiciera lo que él quería, así que decidió que era mejor fingir que aceptaba para no arriesgarse a hablar de su vida personal delante de otras personas. El horror de aquella idea hizo que se estremeciera.
Una vez fuera del edificio y lejos de los curiosos ojos de su asistente, Paula se apartó del leve roce de la mano que Pedro había colocado entre sus hombros para guiarla hacia la salida, como si ella no conociera el camino.
—Hemos tenido sexo —Paula se aclaró la garganta, felicitándose en silencio por la frialdad con la que había expuesto los hechos.
Pedro no parpadeó. Se limitó a mirarla a los ojos de un modo que le provocó un nudo en el estómago.
—No lo he olvidado —aunque cuando sintió las frías manos de Paula en la piel estuvo a punto de olvidar todo lo demás, eso no lo olvidaría. Nunca había perdido el control de aquella forma con ninguna otra mujer. Siempre había mantenido a raya la pasión. Resultaba irónico que la mujer que le había hecho descontrolarse fuera una virgen.
Resultó que la sospecha inicial que tenía respecto a su inocencia era cierta. El impacto había disminuido, pero el misterio continuaba. Paula era tan sensual y tan dulce que no tenía sentido que no hubiera probado el sexo con anterioridad. Pero lo cierto era que él había sido su primer amante. En momentos de sinceridad admitía que no era digno de semejante regalo, pero a cambio él le enseñaría a disfrutar de su propio cuerpo.
Paula hizo un esfuerzo por controlar su antagonismo. Su voz grave era todo un peligro y su mirada penetrante la perturbaba. A pesar del tráfico y de la abarrotada calle, cuando le miraba a los ojos sentía que el mundo que los rodeaba podía desaparecer.
—Eso no te da derecho a entrar en mi lugar de trabajo y ponerte a coquetear con mi personal —lo dijo de un modo que parecía que aquello era el peor pecado del mundo—. Supongo que no puedes evitarlo —murmuró.
—Anímate, Paula.
Ella apretó los labios, irritada por su respuesta.
—Estoy muy animada, gracias.
Pedro abrió los ojos de par en par, como si de pronto lo hubiera entendido.
—¿O acaso se trata de uno de «esos» cumpleaños? —preguntó con simpatía.
A Paula se le congeló la expresión.
—Todavía me falta mucho para cumplir los treinta.
Pedro sonrió y la miró con más intensidad mientras le levantaba la barbilla con un dedo.
—Parece que tienes dieciocho, y eso puede llegar a ser desconcertante, sobre todo porque la mayoría del tiempo actúas como si fueras una mujer de mediana edad.
Le daba una de cal y otra de arena, pensó Paula apartando la mandíbula de su mano.
—Qué cosas tan bonitas dices —afirmó con sonrisa poco sincera.
—Te tomas la vida muy en serio.
Ella apretó las mandíbulas y le soltó una respuesta burlona.
—Esa es la diferencia entre tú y yo. Yo pienso que la vida es algo serio.
Pedro asintió brevemente con la cabeza.
—La vida también es triste y divertida… —guardó silencio cuando su coche apareció a su lado, y, saludando al chófer con una inclinación de cabeza, le abrió la puerta de atrás a Paula.
Mientras ella entraba, Pedro se preguntó por qué diablos estaba hablando del significado de la vida con aquella mujer.
Podría haberse preguntado por qué estaba allí, pero aquella cuestión tenía una respuesta más difícil.
La deseaba. Aquello en sí mismo no era extraño, pero sí lo era la naturaleza compulsiva de su deseo. Si hubiera pensado en ello más profundamente, Pedro podría haberse sentido inquieto, pero no fue así. Etiquetó aquello como un apetito parecido a cualquier otro, y como cualquier hombre, Pedro disfrutaba de la caza en lo referente al sexo.
Pero ¿cuándo fue la última vez que había reorganizado toda su agenda para perseguir a una mujer?
Dejó a un lado aquella pregunta y se recordó que, por muy intensa que fuera aquella atracción, la historia se repetiría inevitablemente y él perdería interés. Siempre le pasaba lo mismo.
—Es una cuestión de equilibrio, cara —reflexionó en voz alta mientras entraba en la limusina y se sentaba a su lado—. Los momentos duros de la vida son más soportables si no te pierdes los buenos —se inclinó hacia delante y le dio instrucciones al chófer en italiano. El hombre, que era más grande que un oso, respondió en el mismo idioma.
—¿De qué libro de autoayuda has sacado esa joya? ¿O estaba en una galleta navideña?
—Mi padre murió de forma inesperada, y fue devastador para todos, especialmente para mi madre. Pero a lo que se agarró y se sigue agarrando ahora es a que no hubo ni un solo día en su vida que no viviera al máximo. No es que hiciera cosas espectaculares, lo que le gustaba eran los detalles pequeños, como disfrutar de una buena botella de vino o ver a su nieta dar sus primeros pasos.
Paula se arrepintió al instante de su comentario anterior.
—Lo siento mucho.
—Como habría dicho mi padre, las cosas malas suceden. Pero hasta que eso ocurra, ríete un poco.
Paula se revolvió incómoda en el asiento bajo su penetrante mirada.
—Tengo la sensación de que tú no te ríes mucho, y es una lástima porque tienes una risa preciosa. Me recuerda al tacto de tu pelo sobre mi piel. Por cierto, ¿te lo recoges porque te gusta que te lo suelte?
Ella tragó saliva y bajó la mirada, confundida. Lo único que tenía que hacer Pedro era soltarle un par de cumplidos con voz ronca para que el corazón empezara a latirle a toda prisa.
—Me lo recojo para no tener mechones de pelo por la cara.
Pedro se reclinó en el asiento y cruzó un tobillo encima de otro.
—Y a ti te gustan las cosas ordenadas.
—¿Es un delito? —le espetó.
—¿De verdad quieres saber lo que pienso?
—¡No! —Paula se inclinó hacia delante y le preguntó al chófer—, ¿dónde estamos?
El hombre la ignoró.
—¿Está sordo?
—No, pero después del grito que le has pegado tal vez lo esté. Hay un aparcamiento ahí atrás.
—Ah, lo siento.
El coche se detuvo en uno de los espacios del aparcamiento al que se había referido Pedro. Le dijo algo en italiano al chófer, y este se rio.
—¿Estáis hablando de mí? —preguntó Paula con recelo.
—No todo gira alrededor de ti, cara. ¿De verdad quieres comer?
Ella se lo quedó mirando.
—¿No era esa la idea?
Pedro se la quedó mirando durante un largo instante y luego hizo uno de sus habituales encogimientos de hombros.
—Es una opción, desde luego —esta vez se dirigió al chófer en inglés—. Gracias, Felix, llamaremos a un taxi para volver.
El restaurante estaba lleno y había mucha gente esperando mesa. Paula se sintió aliviada, no cabía ninguna posibilidad de que consiguieran una.
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