jueves, 12 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 4




La besó por primera vez en la pista de baile. Estaban rodeados de gente, la sensación de apretujamiento era agobiante. Cuando se vio aplastada contra su cuerpo, alzó la cabeza hacia él. Sabía que le estaba suplicando un beso y no le importó. Porque lo necesitaba. Más que respirar. 


Porque tenía la sensación de que no sobreviviría si él no la tocaba. Si no podía saborearlo.


No tuvo que suplicar demasiado. Él bajó la cabeza y se apoderó de su boca, obligándola con la lengua a separar los labios. Nadie la había besado nunca así. Fue un beso que le robó todo pensamiento, toda preocupación.


Se colgó de su cuerpo, moviéndose a un ritmo que no era el de la música, sino el de su propio deseo. Hundió los dedos en su denso cabello rizado, apretándolo contra sí, volcando todo el deseo que había estado acumulando en su interior durante demasiados años en aquel beso. Un beso que le estaba prohibido. Una pequeña y secreta aventura. Nadie tenía por qué saberlo.


—Ven a mi hotel —pronunció contra sus labios—. Estoy en una habitación de hotel. Vente conmigo.


No necesitó de mayores estímulos. Antes de que ella pudiera darse cuenta, Pedro ya la estaba sacando de la pista de baile. Se detuvo en la puerta del club, la empujó contra la pared y la besó. Tanto el gesto como el beso fueron salvajes, explosivos. Perfectos. Ella se arqueó contra él, apretando los senos contra el duro muro de su pecho, esforzándose por encontrar algún alivio a la necesidad que le devoraba las entrañas.


—Ahora —dijo con los ojos cerrados—. Vámonos ya…


—Estoy de acuerdo.


—Está cerca de aquí. O eso creo. Estoy mareada. No sé dónde diablos estamos.


Pedro se echó a reír y apoyó la frente contra la de ella.


—Yo sé exactamente dónde diablos estoy.


—¿Y dónde es eso?


—Contigo. No necesito saber más.


Paula soltó un suspiro, intentando ignorar la punzada de emoción que le atravesó el pecho. Se suponía que no tenía que sentir aquello.


—Guau. Dices cosas muy bonitas.


—Llévame —la tomó de la mano, De algún modo, en aquel instante, se sintió valiente, segura. Feliz. Como un recuerdo de la que había sido antes de aprender a cerrarse sobre sí misma. Antes de la debacle de Claudio. Y del chantaje. 


Antes de que hubiera tenido que confesarle a su padre lo que había hecho. «Yo no puedo protegerte más,Paula. Las decisiones que estás tomando son peligrosas. La gente, los hombres siempre intentarán aprovecharse de ti por tus relaciones familiares, la prensa siempre te acosará por ser quien eres, y tú misma te lo estás buscando. Si sigues así, no volveré a salvarte el tipo».


Y las palabras de su madre habían sido todavía menos amables: «Una mujer de tu posición no puede permitirse esos errores. No solo es inmoral, sino también peligroso. ¡No he pasado todos estos años luchando por ascender en la sociedad para ver cómo tú lo destrozas todo en un segundo con tu estúpido comportamiento!». Unas furiosas palabras pronunciadas en privado. Pero se había tragado aquellas palabras y las había guardado en su pecho, para tenerlas siempre muy presentes. Excepto… excepto en aquel momento.


Pero aquello era distinto. Estaba fuera del tiempo, fuera del mundo real. Y Pedro ni siquiera la conocía. No quería manipularla. No pretendía arrastrarla a una comprometedora situación para poder vender luego fotos íntimas, o algún vídeo sucio.


Pedro simplemente la deseaba. Aquel sencillo pensamiento despejó todas sus dudas.


Empezaron a caminar por la acera, y al poco rato estaban corriendo sin dejar de reírse. Ella se agachó para quitarse los zapatos, que sostuvo en su mano libre mientras corría descalza por los adoquines.


Se detuvieron frente al hotel, con las impresionantes fuentes de la entrada.


—Estoy en un hotel muy bueno —explicó ella, jadeando todavía por la carrera.


—Y que lo digas —él se rio.


—No vayas a sentirte incómodo.


—No.


Por supuesto. Le resultaba difícil imaginárselo incómodo en cualquier parte.


—Bien. Necesito saber al menos tres cosas más sobre ti antes de entrar, ¿de acuerdo?


—Depende. ¿Vas a preguntarme por mi cuenta bancaria?


—No. Ni siquiera te tomaré las huellas —bromeó ella—. Pero, de alguna manera, sigues siendo un desconocido para mí.


—¿De veras? ¿Y cómo puedo dejar de serlo?


—¿Cuál es tu color favorito?


—No tengo ninguno.


—¡Vamos! ¿De qué color es la colcha de tu cama?


Pedro se echó a reír.


—Negra.


—Bien. ¿Qué edad tienes?


—Veintiséis años —respondió él.


—Oh. Bueno, yo tengo veintiocho, espero que no tengas problema con eso.


—En absoluto. De hecho, ahora mismo estoy incluso más excitado. Si es eso posible.


A Paula se le aceleró el pulso.


—Una cosa más. ¿Preferirías dormir bajo las estrellas… o en una elegante suite?


—Me da igual, siempre y cuando tú me acompañes. Preferiblemente sin ropa.


Aquello la dejó sin aliento.


—Bueno, esa era la respuesta perfecta.


—¿Podemos entrar ya?


—Sí —respondió ella—. Ya no eres un desconocido para mí, así que adelante.


—Me alegro.


Entraron en el hotel y cruzaron rápidamente el vestíbulo. 


Paula pulsó el botón y esperó a que llegara el ascensor, cada vez más nerviosa. Una vez dentro, no bien se cerraron las puertas a su espalda, Pedro la acorraló contra la pared y se apoderó ávidamente de su boca, recorriendo al mismo tiempo su cuerpo con las manos.


Paula podía sentir la dura presión de su erección en la cadera. Sentir su excitación, no solo allí, sino en cada parte de su cuerpo: en el tenso envaramiento de sus hombros, en el atronador latido de su corazón, en la urgencia de su beso.


Ni en sus más alocadas fantasías se había imaginado en aquella situación, con un hombre besándola como si se estuviera muriendo de hambre por ella.


Llegaron a la planta no con la suficiente rapidez y, a la vez, con demasiada. De haber tardado más, se habría muerto… o quizá él le habría hecho el amor allí mismo, con la ropa puesta. Estaba muy cerca de hacerlo, y lo sabía.


Tal vez no se hubiera tenido nunca por una mujer muy apasionada, pero le gustaba el sexo. Y dado que Alejo se había dedicado a esperar pacientemente a que las cosas pasaran al siguiente nivel, eso quería decir que era una experta en satisfacerse a sí misma. Sabía lo que era tener un orgasmo. Pero ¿tener uno en un estado de absoluto descontrol? Eso era un asunto completamente diferente. 


Había dado placer a Claudio, pero él nunca la había tocado de verdad. Y, en cualquier caso, aquello había ocurrido hacía once años.


Pero en ese momento estaba allí, y Pedro la estaba tocando de verdad. Y su placer no estaba bajo su propio control, sino bajo el de él. Una sensación tan excitante como aterradora.


Cuando salió del ascensor, le temblaban las piernas. 


Rebuscó en su bolso, intentando encontrar la tarjeta de la habitación. La localizó por fin, en el fondo del bolso.


—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Vaya, eso ha sido una blasfemia, ¿verdad? —le preguntó de pronto a Pedro, volviéndose para mirarlo.


—¿Por qué?


—Dar las gracias a Dios por haber encontrado la llave para que podamos… Bueno, eso es fornicación, ¿no?


—Lo será dentro de cinco minutos —dijo él—. Ahora mismo es solo deseo.


—Pero un deseo tremendo —se volvió hacia la puerta e introdujo la tarjeta en la ranura. Se encendió la luz verde—. Bueno, supongo que ya podemos entrar.


Pedro se detuvo entonces y le acarició una mejilla con la punta de un dedo, un gesto que la sorprendió por su ternura.


—Te pones muy guapa cuando estás nerviosa.


—Vaya, gracias —Paula se ruborizó.


Sus ojos azules parecieron engarzarse


Sus ojos azules parecieron engarzarse con los suyos, intensos, sinceros. Como si ella fuera lo único importante. Nadie la había mirado nunca así.


—Hablo en serio.


—Te vuelvo a dar las gracias. Pero la verdad es que estoy menos nerviosa cuando me besas. Quizá deberíamos continuar con lo que estábamos haciendo.


No tuvo que decírselo dos veces. La metió en la habitación y la tumbó en la cama. De repente, Paula se encontró tendida de espaldas en el mullido colchón, con el duro cuerpo de Pedro sobre ella. No tuvo tiempo de ponerse nerviosa. 


Estaba demasiado excitada. El brillo de humor de los ojos de Pedro había desaparecido, reemplazado por algo oscuro, salvaje. Peligroso.


Y a ella le gustaba.


—Ya iré más despacio la próxima vez —le dijo él—. Te lo prometo. Me gustan los preliminares —se sentó sobre los talones y se despojó de la camisa—. Porque habrá más. Te lo prometo —echó mano a un bolsillo de los shorts y sacó rápidamente su cartera, de la que extrajo un preservativo. La cartera fue a parar al suelo, seguida del resto de su ropa.


Tenía un cuerpo increíble, mucho más de lo que ella se había imaginado.


Él le bajó el corpiño del vestido, inclinó la cabeza y empezó a succionarle un pezón al tiempo que le subía la falda. 


Luego enganchó los dedos en la goma de las bragas y se las bajó a todo lo largo de las piernas. Solo se apartó un momento para abrir el envoltorio del preservativo y enfundárselo rápidamente, antes de colocarse entre sus muslos.


Deslizó una mano bajo sus nalgas y la levantó mientras se hundía profundamente en ella. Paula esbozó una mueca de dolor, luchando contra el impulso de quejarse. Porque no quería estropear aquel momento. Incluso con el dolor, era el momento más hermoso que había vivido nunca. Lo más excitante y lo más salvaje que le había sucedido. Era perfecto.


Si él se dio cuenta, no lo demostró. En lugar de ello, continuó hundiéndose en ella, elevándolos a los dos cada vez más alto. Así hasta que Paula empezó a gritar. Hasta que cerró los puños sobre su pelo, sobre las sábanas, cualquier cosa a la que pudiera agarrarse para no saltar volando de la cama y estallar en un millón de pedazos.


El dolor desapareció rápidamente. Cada embate la acercaba más y más al punto del orgasmo. Pero no fue una ascensión fácil hasta la cumbre. Hubo rayos y truenos: el clímax fue violento y brusco, la acometió antes de que tuviera tiempo de tomar aire.


Se estremeció y convulsionó de gozo, aferrándose a sus hombros. Sabía que le estaba clavando las uñas, pero no le importó.


Seguía encima de ella, y un gemido ronco escapó de su garganta cuando encontró su propio placer. Poco después se apartaba para levantarse y meterse en el baño.


Paula se quedó tendida boca arriba, con el vestido a la altura de la cintura, intentando recuperar el aliento, con las manos sobre los ojos.


—Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?


Él no tardó en volver, después de haberse deshecho del preservativo. Su expresión era triste.


—Debiste habérmelo dicho.


—¿Haberte dicho el qué? —le preguntó ella, sentándose e intentando cubrirse con el vestido. Aunque él no parecía nada incómodo con su propia desnudez.


—Que eras virgen.


—Ah. Eso. Bueno. Pude habértelo dicho. Es solo que…


—¿Solo qué?


—Que no quería. Habría quedado como una estúpida.


Él se acercó a la cama y le tomó la mano izquierda. Se la levantó a la altura de sus ojos, para que pudiera ver bien su anillo de compromiso.


—Quienquiera que te haya regalado esto, es un imbécil.





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