Paula se fue sin saludar a sus compañeros. Bajó la cabeza y bajó la escalera de dos en dos mientras Pedro se quedaba en el despacho, inmóvil, mirando las botas vaqueras que habían quedado sobre la mesa. Miró a su alrededor y pensó en lo distinto que estaba todo desde el primer día que entró y descubrió al encargado borracho, entre papeles revueltos. Paula no sólo había conseguido que el bar fuera bien, sino que había ordenado los estantes y archivado los papeles. Pedro tomó el papel que había sobre el teclado del ordenador y leyó por encima un informe sobre el bar y proyectos futuros.
El dolor que sentía en la mano fue un reflejo del que le despertó la lectura. Paula había hecho un buen trabajo, había deseado conservaría. Era él quien se había equivocada. No se había marchado por la inminente venta del local, sino porque creía que él buscaba una sustituta porque no confiaba en su trabajo.
Pedro había intuido que bajo su exterior desafiante había un dolor y fragilidad que él mismo había causado. De hecho, había sentido el impulso de quitarle la máscara y confortarla hasta hacer desaparecer el dolor.
A Paula le importaba el trabajo… La cuestión era si la emoción que sentía era sólo porque le gustaba el trabajo o porque lo amaba a él. Pedro no osaba albergar esperanzas en ese sentido. No había hecho nada para merecerlo.
Jamás se había sentido tan inseguro y odiaba ese sentimiento. Peor aún era que Paula creyera que no creía en ella. ¿Por qué pensaba que no confiaba en ella si le había dado las llaves de su casa, del local y de su corazón… aunque no se lo hubiera dicho? De hecho, él no lo había adivinado hasta hacía poco. Y siendo Paula como era, no sabía cómo lograría convencerla.
Pero estaba decidido a ganar aquel caso. Le demostraría sin que le cupiera la menor duda hasta qué punto creía en ella.
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