Transcurrieron los días y Paula trabajó mucho y durmió poco, estaba decidida a demostrarle a Pedro lo buena trabajadora que era. El personal insistía en que el local nunca había estado tan animado, pero ella prefirió pensar que se debía al buen tiempo del que estaban disfrutando en lugar de asumir que era consecuencia de sus esfuerzos.
Trabajaba hasta tarde y no salía del dormitorio sin asegurarse de que Pedro hubiera salido. Sabía que debía mudarse, pero no podría hacerlo hasta cobrar.
No volvió a coincidir con Pedro hasta varios días más tarde. En aquella ocasión era él quien buscaba algo en el frigorífico, ataviado sólo con unos boxers.
–¿Quieres leche caliente? –preguntó él.
Paula se quedó muda. Bastó verlo para que se le acelerara el corazón y su deseo se disparara. Y lo peor de todo era que él lo sabía, que vio el calor que coloreó sus mejillas al verlo. Se quedaron mirándose fijamente en uno de aquellos duelos llenos de tensión sexual que llevaban sosteniendo desde que se habían conocido, y fue ella quien lo perdió.
La noche siguiente dejó a Isabel y Camilo recogiendo y volvió a casa a las once con la esperanza de dormir unas cuantas horas, pero fue en vano.
Cuando a las doce comprobó que Pedro no había vuelto, decidió acudir al único método infalible para sentirse bien: bailar sola, alocadamente, dejándose llevar y vaciando su mente.
Intentó concentrarse en la música y en seguir el ritmo. Si conseguía agotarse tal vez lograría dormir.
Estaba pasándolo en grande marcando el ritmo con los pies y las manos sobre los muslos cuando la música cesó bruscamente. Se volvió y vio a Pedro, mirándola con una expresión peculiar.
–¿Siempre haces lo que quieres cuando quieres? La música está alta y puede molestar a los vecinos de abajo.
–Y supongo que temes que crean que lo estás pasando bien –dijo ella, desafiante.
–No se puede pasarlo bien con música country.
–Deberías probarlo alguna vez.
–¿Por qué crees que los hombres que llevan traje no saben disfrutar?
–Porque representan el poder, la autoridad y el estatus.
–¿Y qué tiene eso de malo?
–Odio la autoridad.
–¿De verdad? –Pedro rió–. Cuéntame.
–No me gusta que nadie me diga lo que tengo que hacer.
Pedro fue hacia ella.
–Claro, te consideras especial, no como esas personas aburridas que trabajan en una oficina de nueve a cinco y asumen responsabilidades –Pedro bajó la voz hasta que fue casi un murmullo–. Pues deja que te diga una cosa: la música country no tiene nada de especial.
–Para alguien como tú, no –dijo ella–, porque eres tan frío como un témpano.
–¿Eso crees?
–Sí. Creo que estás obsesionado por no perder el control.
Pedro la vio irse y tuvo que reprimir el impulso de detenerla y besarla hasta arrancar de ella los mismos gemidos que la semana anterior.
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