lunes, 19 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 29

 


Así que al día siguiente, tras consultar con Paula, Pedro reprogramó las citas para la tarde. La primera candidata, una mujer joven con unas referencias impecables, llegó antes de que Paula volviera, tarde y acalorada, del trabajo.


Tras diez minutos de charla con Ana Greenside, Pedro estaba seguro de que era la persona ideal; pero Paula no estuvo de acuerdo.


—Veo que la mayoría de tus trabajos han sido con niños mayores — comentó.


—Me encantan los bebés —dijo Ana con una sinceridad que convenció a Pedro.


—Pero no puedes quedarte hasta tarde…


Pedro había anticipado que ése sería un problema para Paula, cuya ambición la obligaría a permanecer hasta tarde en el trabajo, lo que significaba que querría una niñera que pudiera prolongar su jornada.


—Vivo con una madre inválida que me necesita por las noches. Pero puedo empezar mañana mismo si es lo que desean usted y su marido.


—No estamos casados. Dante no es nuestro hijo —dijo Paula precipitadamente.


—Lo siento. No lo sabía —dijo Ana, mirándolos alternativamente con curiosidad.


—Es culpa mía —dijo Pedro—. Debería haber explicado las circunstancias a la agencia —le hizo un resumen.


—¡Pobrecillo! —comentó Ana, afectada—. Es muy afortunado de tenerlos. Pero no le resultará sencillo cuando crezca.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.

 

—Siempre se hará preguntas. No será como los demás niños. La muerte de sus padres lo marcará.


—Nos tiene a nosotros.


Pedro podía percibir una creciente tensión en Paula.


—Sí, pero no son sus padres. ¿No van a adoptarlo? —Ana los miró inquisitiva.


Pedro sacudió la cabeza.


—No lo hemos hablado —dijo Paula a la defensiva.


En cuanto Ana se fue, Pedro dijo:

—Es perfecta. Deberíamos contratarla antes de que lo hagan otros. Paula negó con la cabeza.


—No. Está demasiado segura de sí misma.


Pero Anne había estado en lo cierto, por el bien de Dante debían tener en cuenta todos los puntos de vista. Pedro se mordió la lengua. Debía haber imaginado que Paula le llevaría la contraria.


—Sus referencias son fantásticas —dijo, haciendo acopio de paciencia.


—Primero tenemos que verificarlas —dijo ella—. Además, todavía quedan otras candidatas.


Antes de que Pedro respondiera, llegó la siguiente. En apenas unos minutos, Pedro miró a Paula con el rabillo del ojo y comprobó, aliviado, que le gustaba tan poco como a él, lo que le ayudó a relajarse y comprobar que Paula no se oponía a él por mera cabezonería.


Agradecieron a la mujer su presencia y Pedro la acompañó a la puerta. Cuando volvió al salón, Paula comentó:

—Era horrible.


—Estamos de acuerdo —dijo él. Y sonrió. Debía de ser la primera vez.


Paula le devolvió la sonrisa y Pedro se quedó mirando como hipnotizado sus sensuales labios. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada al sentir una oleada de calor.


—Quiero a alguien mayor, estable —dijo ella.


—Pero no demasiado mayor —apuntó él.


Paula frunció los labios en un gesto que Pedro ya conocía y que significaba que se avecinaban problemas.


—Ya veo que te has decidido por Anne —dijo Paula—. Deberías haberme esperado antes de empezar la entrevista.


El deseo que lo había poseído se disipó.


—No seas absurda. No ha sido algo planeado. Eres tú quien ha llegado tarde.


—Me ha surgido un imprevisto —dijo ella a modo de excusa—. Mañana no volverá a pasar.


Pero cuando Paula llegó a casa el viernes se encontró con que la tercera candidata había fallado y Pedro se había apresurado a contratar a Ana.


—Te he llamado, pero estabas reunida —dijo, furioso.


—Deberías haber esperado.


—No quería postergar la decisión y perder a Ana —dijo él en un tono de paciencia que irritó aún mas a Paula.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 28

 


Paula entró por primera vez en la mansión de Pedro la noche siguiente y se encontró con una escena desconcertante: Pedro tumbado en el suelo con Dante, ya bañado, que lanzaba grititos de felicidad sentado sobre el.


Vaciló en el umbral de la puerta al sentirse una extraña. Entonces Pedro la vio y le lanzó una sonrisa resplandeciente.


—Mira, Dante, ha llegado Paula.


El niño alargó los brazos hacía ella y Paula, dejando el ordenador en el suelo, lo tomó en brazos y hundió la nariz en su cuello. Olía a polvos de talco. Dante dejó escapar un gorgojeo de placer y Paula sintió que se derretía.


—¿Qué tal ha ido el día? —Pedro se incorporó y escudriñó su rostro.


—Mucho mejor que ayer —dijo ella con un suspiro. Saber que Dante estaba siendo atendido por el ama de llaves de Pedro le había quitado un gran peso de encima.


—¿Qué tal lo ha pasado Dante? —dejó al bebé en el suelo y, agachándose, le levantó la camiseta para mirarle la tripa—. Los granos están mucho mejor.


—Sí. Como estaba un poco inquieto, lo he bañado. El agua fresca le ha sentado bien.


—Le encanta bañarse —dijo Paula. Y miró a Pedro de reojo para ver si estaba tan mojado como ella solía acabar de las salpicaduras del bebé. Como era de esperar, al contrario de lo que le habría pasado a ella, Pedro presentaba un aspecto inmaculado—. A partir de ahora puedes bañarlo tú. Se ve que se te da mejor que a mí.


Pedro sonrió una vez más.


—He tenido que cambiarme. Estaba calado.


Paula se sintió mejor al instante.


—Mañana traerán parte de mis cosas. El resto las voy a dejar en un guardamuebles.


—Y yo he hecho algunas llamadas —dijo Pedro—. He citado por la mañana a algunas candidatas a niñera.


—Eso tenemos que hacerlo juntos —dijo Paula al instante. No pensaba consentir que la marginara de las decisiones importantes—. Quiero poder opinar sobre la persona que contratemos.


—Ya he hecho las citas —dijo Pedro frunciendo el ceño—. Voy a trabajar desde casa hasta que encontremos a alguien. No me parece justo dejar a Monica todo el trabajo.


—¿Quién es Monica?


—Mi ama de llaves. Pronto la conocerás.


—Te rogaría que cambiaras las citas a la tarde —dijo Paula bruscamente—. Compartimos la custodia y, por tanto, tenemos que tomar decisiones conjuntas.


Sabía que a Pedro la idea no le gustaba porque estaba acostumbrado a tomar decisiones y a mandar. Observó por unos segundos sus fuertes hombros y su mentón firme; sus ojos impenetrables. Un escalofrío le recorrió la espada y desvió la mirada hacia Dante.


—Quiero estar segura de que elegimos a la persona más adecuada — insistió.


—¿Y no te fías de mi decisión?


Paula pensó en Dana Ficher y en Jeremias Harper y se dijo que Pedro no parecía tener buen criterio a la hora de juzgar a la gente, pero en lugar de decírselo, se limitó a repetir:

—Tenemos custodia compartida. Sólo quiero asegurarme de que elegimos a la mejor.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 27

 


—Muchísimas gracias por habernos llevado a ver a Mauro Drysdale. Es un médico encantador —dijo Paula al llegar a su casa, entrando precipitadamente y haciendo ademán de cerrar la puerta.


Pedro metió el pie en la ranura.


—No vayas tan deprisa —gruñó.


—Si no te importa, tengo que atender a Dante —dijo ella, cruzándose de brazos para hacer fuerza con el hombro sobre la puerta.


—Claro que me importa —dijo él con gesto amenazador.


Pedro, es tarde. ¿No puedes esperar a mañana?


—¡No! —estaba harto de ceder. A partir de entonces, las cosas se harían a su manera. Empujó la puerta hasta que Paula se apartó—. ¿Vas a quedarte en casa mañana?


—No puedo. Estoy en medio de… —Paula dejó la Frase en el aire. Luego tomó aire y se pasó los dedos por el cabello—. Tengo que pensar qué hacer. Puede que contrate a una enfermera.


—¿Y dejar al niño con una desconocida? —Pedro sintió que la rabia que había logrado contener en los días precedentes emergía a la superficie.


—Buscaré a alguien con buenas referencias.


—No tienes por qué.


El temor nubló la mirada de Paula.


—¿Qué quieres decir?


—¡Me mentiste al decir que te tomarías tiempo libre en el trabajo!


—No te prometí nada.


—Me mentiste por omisión. Sabes que creí que ibas a hacerlo. ¿Cómo le atreves a llevar a Dante a una guardería sin mi permiso? ¡Recuerda que compartimos su custodia y que puedo pedir que te la retiren!


Paula lo miró aterrada.


—No puedes hacer eso.


—Claro que sí. Y lo haré si persistes en tu actitud. Aquí lo único que importa es el bienestar de Dante.


—Todo lo que hago es por su bien.


—No es cierto. Sólo te preocupas por tus propios intereses, por esa maldita carrera profesional que tanto te importa.


Paula palideció.


—Pero yo…


Pedro no estaba dispuesto a dejarse engañar por su aparente fragilidad.


—No hay nada peor que una mujer ambiciosa capaz de todo por conseguir lo que quiere.


Una constelación de pecas que Pedro nunca había observado destacó contra la palidez del rostro de Paula.


—Jamás pondría en peligro a Dante por mi carrera…


—¿Jamás? ¿Por eso lo llevas a una guardería en la que puede enfermar y en la que Sonia nunca lo habría dejado?


Paula dio un paso atrás.


—La propia Sonia lo apuntó. No he hecho nada que ella no hubiera aprobado.


Pedro vaciló por una fracción de segundo, pero Dante era su hijo y ya nunca estaría tranquilo dejándolo en manos de Paula.


—¿Por qué demonios no me has llamado? —preguntó, fuera de sí.


Eso era lo que más lo enfurecía. Dante era su hijo. Lo que no había sido más que un favor a un amigo se había convertido en lo más importante de su vida. Y Paula era tan testaruda y orgullosa que prefería arriesgar su salud a contar con él.


—Porque me lo habrías quitado —dijo ella con ojos centelleantes.


—¡Maldita…! —Pedro se contuvo al ver que Paula cerraba los ojos asustada. Dio un paso atrás y dominó la ira que lo sacudía de pies a cabeza—. Esto ha ido demasiado lejos. Me llevo a Dante.


—¡No! —gimió Paula—. ¡No puedes!


—Ya verás como sí.


Paula alzó la barbilla, retadora.


—No, Miguel y Sonia querían que compartiéramos la custodia, así que sólo veo una solución.


—¿Cuál?


—Que yo también vaya a vivir contigo.


Pedro la miró con incredulidad. Tras un tenso silencio, dijo:

—De acuerdo. Puedes venir.



domingo, 18 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 26

 


Pedro llevaba esperando toda la semana a que Paula llamara y le suplicara que se ocupara de Dante, pero finalmente tuvo que admitir que había sido derrotado. Lo más irritante era que ni siquiera hubiera contestado a su mensaje.


No comprendía cómo había podido ceder ante la expresión de tristeza que había visto en el rostro de Paula, y renunciar, aunque sólo fuera temporalmente, a la persona más importante de su vida.


Habían pasado cinco días desde el funeral y ya no aguantaba más.


Sentía una necesidad instintiva y primaria de ver a Dante y de asegurarse que estaba bien.


Pero a medida que su Maserati devoraba los kilómetros tuvo que admitir que, además de a Dante, y aunque no se lo explicaba, había echado de menos a Paula.


Quizá, razonaba, se debiera a que ambos habían sufrido la pérdida de alguien a quien amaban. Pero eso no justificaba que no pudiera dejar de pensar en sus labios o que por las noches despertara pensando en su delgada figura inclinándose sobre Dante.


Hasta le había preocupado imaginar cómo le habría ido al anunciar a Virginia que faltaría al trabajo, y había estado a punto de llamarla para ofrecerle su ayuda.


Pero había conseguido dominarse. Hasta aquel instante.


La puerta se abrió bruscamente justo cuando iba a llamar.

—¡Me has sobresaltado! —protestó Paula.


Lo primero que Pedro pensó era que debía de haber estado ciego el día que encontró a Paula poco atractiva cuando saltaba a la vista que poseía una belleza clásica de facciones perfectas y unos labios que estaba hechos para ser besados.


En segundo lugar se dio cuenta de que estaba angustiada. Bajó la mirada hacia el niño.


—¿Vas a salir?


—Dante no se encuentra bien. Voy a llevarlo al centro de salud.


—Vayamos en mi coche —dijo Pedro sin hacer preguntas. Al ver que Paula iba a protestar, añadió—: Así, mientras yo conduzco, tú puedes cuidar de él.


Paula asintió.


En cuanto los acomodó en el asiento trasero, Pedro hizo una llamada y se puso al volante.


—Este no es el centro que te he dicho —dijo Paula, irritada, un cuarto de hora más tarde.


Pedro sintió la mirada de Paula clavada en su nuca como un dardo, pero no apartó la mirada de la carretera.


—He llamado a un amigo pediatra, Mauro. Conoce la situación.


Mauro conocía a Miguel y sabía la verdad sobre la paternidad de Dante.


—¿Mauro? —dijo ella con suspicacia—. ¿De qué lo conoces?


—Se trata de Mauro Drysdale. Juega a squash en el mismo club que Miguel y yo —Pedro sintió el dolor atravesarlo al pensar en su amigo—, y es uno de los mejores pediatras de la ciudad. Además de un hombre encantador al que adoran las mujeres.


Mauro Drysdale tenía ojos chispeantes y la habilidad de conseguir que los pacientes se relajaran. A Victoria le gustó al instante.


—Dime qué has notado, Paula —dijo él cuando Paula sacó a Dante de la silla y lo sentó en su regazo.


Ella se revolvió en el asiento, incómoda con la presencia de Pedroque no apartaba la mirada de ella.


—Lleva bastante quejoso desde hace un par de días.


—No me lo habías dicho —intervino Pedro, frunciendo el ceño.


—Pensaba que echaba de menos a sus padres —dijo ella a la defensiva.


—Y probablemente sea verdad —dijo Mauro—. ¿Sólo ha estado alterado un par de días?


Paula recordó que durante el fin de semana sólo se calmaba si lo tenía en brazos.


—Quizá un poco más, desde el viernes.


—¿Has notado algo más? —preguntó Mauro tras apuntar algo.


—Laura me ha llamado al trabajo por la tarde diciendo que tenía fiebre y…


—¿Quién es Laura? —preguntó Pedro, acercándose.


Paula se encogió en el asiento.


—Una de las puericultoras de la guardería.


—¿Qué hacía Dante en una guardería? —preguntó Pedro, indignado —. No habíamos mencionado esa posibilidad en ningún momento.


Mauro alzó una mano.


Pedro, eso puede esperar. Primero tenemos que diagnosticar al niño —cruzó la consulta hasta una camilla y, sonriendo amablemente a Paula, dijo—: ¿Puedes traerlo?


Paula acostó al niño. Los temores que siempre la habían asediado sobre ser una mala madre pesaban sobre sus hombros como una losa.


—Estoy haciéndolo fatal, ¿verdad?


—Claro que no. Las madres primerizas suelen asustarse en exceso cuando su niño enferma —mientras examinaba a Dante hizo algunas preguntas más. Finalmente, preguntó—: ¿Has tenido varicela, Paula?


—¿Paula? ¿Es eso lo que tiene?


—Eso parece. Tiene todos los síntomas: fiebre, no querer beber y… ¿ves? —Mauro señaló un pequeño granito en el pecho de Dante—, y aquí —indicó otro con una costra.


—Lo había visto —dijo ella—, pero creí que era una picadura. ¿No suelen ser muchos y como ampollas pequeñas?


—La cantidad varía. Y el del pecho pronto pasará a ser acuoso antes de formar una costra —explicó Mauro.


Paula lo miró con una profunda sensación de alivio.


—Entonces, no es grave, ¿verdad?


—Beber agua en abundancia, baños frescos y una loción de calamina es todo lo que necesita. A ti te voy a recetar un leve sedante para que descanses, y no debes ir a trabajar. ¿Tienes alguien que te ayude con el niño?


Paula dejó escapar un quejido.


—No puedo faltar al trabajo.


—Te daré la baja.


¿Qué dirían Virginia y el resto de los socios?


—No puedo, ya me he tomado demasiados días.


—Si este pequeño le ha tenido despierta la cantidad de horas que imagino, tu cuerpo necesita descansar —Mauro le dio una tarjeta de visita —. Aquí tienes el número de un servicio de enfermería por si lo necesitas durante esta semana. La que viene, Dante podrá volver a la guardería.


—Ahí debe de ser donde se ha contagiado —dijo Pedromalhumorado.


Paula se sintió culpable.


—Puede haberse infectado en cualquier sitio —Mauro se encogió de hombros—. El periodo de incubación es de diez a veinte días, así que parece poco probable que haya sido en la guardería.


Paula habría querido besarlo. Ella no tenía la culpa. Pero la alegría se le pasó en cuanto oyó que Mauro preguntaba a Pedro:

—¿Has tenido varicela? —al asentir Pedro, añadió—: Muy bien, así podrás ayudar a Paula.


—No te preocupes. Yo me ocuparé de ella —dijo él, mirándola con ira.


Paula pensó, aterrada, que le quitaría al niño.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 25

 


Después de que Pedro se marchara, Paula llamó a Virginia, que dio un suspiro de alma al saber que se reincorporaría al día siguiente. La propuesta de contratar a un becario, a la que accedió tras una pausa, fue recibida con menos entusiasmo.


Paula colgó diciéndose que todo iría bien y, por primera vez en varios días, se sintió más optimista y consiguió no pensar en cómo reaccionaría Pedro.


Al día siguiente, dejó a Dante en la guardería a la que Sonia lo llevaba.


La separación fue tan dolorosa que se acercó a verlo a la hora del almuerzo. Una de las empleadas le dijo que el niño había estado muy agitado toda la mañana y que parecía ansioso.


Paula lo tomó en brazos y aspiró su aroma a talco y a bebé. ¿Cómo no iba a estar ansioso si había perdido a sus padres y ella lo había dejado en un sitio que no le resultaba familiar? El sentimiento de culpabilidad la dominó por unos instantes, pero al mismo tiempo sabía que no tenía otra opción. ¿O sí?


Podía haber llamado a Pedro para pedirle ayuda. Pero si lo hacía reclamaría a Dante, y ella no podía perderlo. Por otro lado, tampoco Pedro cuidaría de él personalmente, sino que se limitaría a contratar a una niñera.


Dante se revolvió en sus brazos y Paula le besó la cabeza.


¿Cambiaría de actitud Pedro si le confesaba que era su madre biológica?


Pensó en él unos segundos y sólo pudo recordar lo severo e inflexible que se había mostrado con ella. No estaría dispuesto a llegar a un acuerdo y, por tanto, no tenía sentido contarle la verdad. Tendría que arreglárselas sola.


Pasó el resto del día en el trabajo, extremadamente ocupada, y salió mucho más tarde de lo que se había propuesto.


Cuando fue a recoger a Dante le dijeron que había pasado la tarde en el mismo estado de agitación, pero le aseguraron que el lunes estaría mejor.


El fin de semana transcurrió en una nebulosa de cansancio y sueño interrumpido. Paula no llegó a contestar una llamada de Pedro y tras oír su voz profunda teñida de sarcasmo en un mensaje que decía: «Sólo quería saber si podías con la situación», decidió no devolver la llamada.


Tendría que demostrarle que no lo necesitaba y que no pensaba pedirle ayuda.


El martes, Dante estaba particularmente quejoso, y por la tarde, una de las empleadas de la guardería llamó a Paula para decirle que tenía fiebre. Aterrada, Paula acudió al instante.


—No ha querido el último biberón —dijo una de las puericultoras del centro con gesto preocupado—. Si le sube la temperatura, será mejor que lo lleve al médico.


Para cuando llegaron a casa, tras una hora atrapados en el tráfico de la hora punta, Dante estaba sudoroso y febril. Paula llamó a un médico de urgencia, quien le aconsejó que lo llevara al centro médico más próximo.


Furiosa consigo misma, Paula colocó a Dante en la sillita y corrió a la puerta.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 24

 

Paula no podía creer que hubiera estado a punto de hacer el amor con Pedro. Se abrochó el pantalón y se puso un jersey. De no haberse despertado Dante…


¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Se sentía tan avergonzada que no sabía si podría enfrentarse a él. Y tendría que exigirle que no volviera a tocarla. Los dos tenían un compromiso con Dante. La pasión no podía interferir en su responsabilidad.


Cuando volvió a la sala, ya había recuperado la compostura y aparentaba estar tranquila. El hombre que la había besado hasta hacerle perder el sentido estaba en aquel momento sentado en la alfombra, jugando con Dante. El contenido de la bolsa de los pañales estaba esparcido por el suelo.


—He sabido cambiarle el pañal —dijo Pedro con una tímida sonrisa.


Paula apartó la mirada.


—Enhorabuena —dijo mientras buscaba la manera de expresar lo más claramente posible lo que pensaba.


En ese momento, Dante aleteó los brazos y empezó a llorar. Ella lo tomó en brazos evitando por todos los medios rozar a Pedro.


—Tiene hambre —dijo. Y obligándose a mirar a Pedro, añadió—: ¿Puedes traer el biberón del frigorífico?


Mientras esperaban, Dante se fue impacientando. Paula lo meció y empezó a cantar. En cuanto el niño vio a Pedro con el biberón, su llanto se incrementó.


—Un segundo, Dante—dijo Paula al tiempo que tomaba el biberón, se sentaba en el sofá y apoyaba la cabeza del bebé en el hueco del codo—. Ya está —susurró, metiéndole la tetina en la boca. Luego continuó tarareando hasta que se dio cuenta de que Pedro la observaba con una sonrisa en los labios.


—No pares —dijo él al verla titubear.


—Pero si canto fatal.


—A Dante le gusta. ¡Mira, está protestando porque te has callado!


Paula miró al niño, que sacaba la lengua a punto de lanzar un grito.


—No es por la música, sino porque ha perdido la tetina —se la introdujo en la boca y Dante volvió a succionar con entusiasmo. Paula sonrió tímidamente a Pedro—. De todas formas, gracias por el piropo. Canto horrorosamente, pero no se lo digas a nadie.


—Muy bien —dijo él, mirándola fijamente—. Será nuestro secreto.


Tras una pausa en la que Paula volvió a tararear para dejar de sentir la presencia de Pedro, y cuando Dante empezaba ya a entornar los ojos, Pedro comentó:

—Estaba pensando…


—¿Qué? —preguntó Paula al instante.


—Que Dante debe quedarse aquí.


Paula se sintió eufórica. Había conseguido lo que quería. Tendría que demostrar a Pedro que era la decisión correcta.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta de que tenía razón.


Pedro la miró con los ojos entrecerrados y la aparente camaradería que se había dado por unos segundos, se diluyó.


—Me refería a estos días. Hasta final de mes. No pienso cambiar las condiciones del testamento.


Paula fue a decirle que con eso sólo conseguirían postergar el problema, pero decidió callarse y confiar en poder convencerle más adelante. Por otro lado, le tranquilizó comprobar que no necesitaría advertir a Pedro que debían mantener una relación meramente formal como tutores de Dante. Su fría actitud lo decía todo.


—No puedo negar que Dante te necesita —añadió Pedro—. Eres muy buena con él —Paula lo miró atónita. Pedro no era un hombre que dedicara halagos gratuitamente. Él continuó—: Pero frenará tu carrera profesional.


—Lo sé, y lo acepto —Paula sabía que tenía que hablar con Virginia y decirle que limitaría sus horas de trabajo. Dedicó a Pedro una amplia sonrisa.


—Tendrás que tomarte un par de semanas libres.


¿Un par de semanas libres? Paula dejó el biberón en la mesa al tiempo que ocultaba el rostro a la mirada de Pedro. No podía faltar al trabajo y menos cuando en el despacho se estaba trabajando frenéticamente. Pero no tenía por qué decírselo. Ya se enteraría más adelante.


Cuando tuvo la seguridad de que su rostro no la delataría, alzó la mirada y encontró a Pedro mirándola tan fijamente que el corazón le dio un vuelco.


No podía dejar que el innegable atractivo de Pedro la desarmara. No tenía ningún interés en encontrar a un hombre. Y él no era su tipo. De hecho, Pedro le había demostrado que no estaba hecho para ella. Entre otras cosas, porque no le dejaría conservar la independencia económica y emocional por la que tanto había luchado. Pedro querría una mujer a la que dominar y controlar, que dejara su trabajo si él se lo exigía. Y esa mujer no era ella.


Ella jamás se arriesgaría a depender de un hombre tal y como había hecho su madre. Paula conocía de primera mano el precio que se pagaba por una pasión.


Pero no estaba dispuesta a perder la custodia del único hijo que iba a tener en toda su vida, así que dijo:

—Sí. Voy a seguir tu consejo y a aprender a delegar. Pienso contratar un becario para que me ayude. Era una de las cosas que pensaba plantearle a Virginia.




sábado, 17 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 23

 


—Será mejor que te cambies de ropa —dijo Pedro, recorriendo con la vista las curvas de su cuerpo y los pezones que se apreciaban a través de la tela que se le pegaba al cuerpo.


—Pero Dante…


—No se ha mojado —dijo Pedro, mirando al niño, que dormía apaciblemente.


—Está exhausto.


Pedro pensó que también debía de estarlo ella, pero sabía que Paula lo negaría, así que se limitó a acomodarse en un sofá y a apoyar los pies en la mesa.


—¿Por qué no vas a ducharte mientras yo cuido de él?


Paula le lanzó una mirada retadora.


—Siéntete como en tu casa —dijo con sarcasmo.


—Ahora no, Paula —dijo él en tensión. Estaba llegando al límite de su paciencia.


Ella lo miró prolongadamente antes de asentir.


—Discúlpame.


Él asintió con la cabeza y cerró los ojos. Al no oír ningún ruido, los abrió de nuevo y vio que Paula no se había movido. Estaba pálida.


—Te sentirás mejor después de una ducha.


—Puede que sí —dijo ella sin apartar los ojos de Pedro—. Pero no quiero estar sola.


—¡Oh, Paula!


Que reconociera sentirse frágil a pesar de su feroz independencia conmovió a Pedro. Bajó los pies de la mesa, y, alargando el brazo, tiró de ella hasta que la sentó sobre su regazo.


—¡Estoy mojada! ¡Te voy a empapar! —protestó ella.


—Shhh —Pedro apoyó su cabeza en la de ella—. Relájate.


El cuerpo de Paula se relajó al instante. Pedro la sujetó así, en silencio, a lo largo de varios minutos, limitándose a acariciarle la espalda.


Finalmente, Paula se movió.


—Debo de pesar mucho.


Pedro tuvo que contener un gemido al sentir el roce de su trasero sobre la ingle. Un golpe de calor le recorrió la columna vertebral y tuvo que morderse el labio para dominarse.


Paula se quedó paralizada y alzó la mirada súbitamente hacia Pedro. Él supo que había notado la reacción física que le había provocado y asumió que se levantaría al instante. Pero no fue así.


—¿Paula…?


Con un gruñido, la estrechó con fuerza. Sus labios se buscaron. Se besaron frenéticamente, con una pasión contenida durante mucho tiempo.


Pedro lamió su suave labio inferior, saboreándola, mientras Paula se acomodaba sobre él.


Pedro buscó con los dedos la cremallera del vestido y el ruido al bajarla se mezcló con el de sus respiraciones entrecortadas. Luego deslizó el vestido por sus hombros, hasta sus caderas, y se lo quitó del todo sin dejar de mirarla a los ojos, observando cómo la excitación le teñía las mejillas de rubor. Ya en ropa interior, con un conjunto de sujetador y bragas negro que contrastaba con su piel de nácar, la hizo girarse para sentarla más cómodamente sobre su regazo.


Paula llevó sus temblorosos dedos hasta los botones de su camisa.


—Tú también estás mojado.


—Sólo un poco.


—Habrá que quitártela —musitó ella.


Pedro se inclinó hacia delante para ayudarla.


—Lo que tú mandes.


Los ojos de Paula brillaron y su sonrisa se curvó en una seductora sonrisa.


—Ojalá fueras siempre así de obediente —dijo, y dejó escapar una carcajada.


Pedro no pudo resistirse a trazar con su dedo la línea de sus voluptuosos labios. Ella asomó la lengua y se lo besó.


—Vas a acabar conmigo —dijo él con voz ronca.


—¿Sí? Espera y verás —Paula deslizó el dedo con sensualidad por el pecho de Pedro, bajando hacia su vientre y deteniéndose sobre la hebilla del pantalón. La erección de Pedro se intensificó—. Tienes la piel de seda —susurró Paula.


La erección se incrementó aún más.


—Se supone que eso lo debo decir yo —protestó él, asiéndola con fuerza y dejando un rastro de húmedos besos en su cuello.


Luego deslizó la lengua hacia la base del cuello, por encima de la tira que unía las dos copas de su sujetador, hasta su vientre.


—¡Pedro! —exclamó ella, jadeante.


—Paciencia —el sexo endurecido de Pedro presionaba sus pantalones con tanta fuerza que temió que su cuerpo no obedeciera sus instrucciones.


Paula se incorporó para sentarse a horcajadas sobre él.


—¡Vas a matarme! —exclamó él con la respiración entrecortada, arqueando la espalda para sentir el pecho de Paula contra su torso.


Ella asió el cinturón y empezó a soltarle la hebilla. Cuando desabrochó el primer botón de la bragueta. Pedro creyó que le daría un ataque al corazón. En el silencio sólo se oían sus respiraciones agitadas.


Acarició la espalda de Paula buscando torpemente el broche del sujetador.


Un grito rasgó el aire.


Paula se quedó paralizada.


—Dante.


Tambaleándose, se puso en pie y, sujetando el vestido contra su pecho corrió hasta la otra esquina de la habitación. Al tomar al niño en brazos se volvió hacia Pedro con una mezcla de confusión, vergüenza y culpabilidad en la mirada.


Pedro se puso lentamente en pie.


—Ponte la camisa —dijo ella con voz ronca.


—Está mojada.


—Por favor —insistió Paula, suplicante.


Al ver que intentaba ponerse el vestido sin soltar al bebé, Pedro dijo:

—Deja que lo tenga yo mientras te cambias.


Paula se lo dio y salió precipitadamente.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 22

 


—Vamos —dijo Pedro, abriéndole la puerta del coche.


Paula se sentó a pesar de no comprender qué pretendía, y antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó sobre ella y le abrochó el cinturón de seguridad.


—¿Lista?


Paula asintió en silencio, demasiado aturdida por el efecto de la proximidad y la fragancia cítrica de la colonia de Pedro como para hablar.


El motor ronroneó al encenderse, al tiempo que sonaba la voz grave de Nina Simone. Pedro tomó el volante con una sensual delicadeza que hizo estremecer a Paula, y se pusieron en marcha.


Paula miró por la ventanilla y repasó el día mentalmente.


Desconcertada, a los pocos minutos se dio cuenta de que estaban delante de la casa de Sonia y de Miguel. Pedro bajó del coche y le abrió la puerta.


—¿Qué hacemos aquí, Pedro? —exigió saber ella.


—Deja que antes saque a Dante.


Paula se sintió invadida por la tristeza al mirar la vieja casa eduardiana. Mecánicamente, caminó hacia la cancela blanca de la entrada. Era una de las pocas veces que Pedro y ella coincidían allí, Dante había sido bautizado en el jardín, bajo una pérgola.


La cancela se abrió en cuanto la tocó. Al instante sintió la presencia de Sonia, su risa; recordó la sonrisa de Miguel. Veía a sus amigos en todo lo que la rodeaba.


La llegada de Pedro a su lado la sobresaltó.


Pedro, no sé si puedo hacerlo —estaba a punto de echarse a llorar —. Necesito tiempo.


—Mira —Pedro alzó la sillita de Dante—. Creo que el niño reconoce la casa.


Dante giraba la cabeza y hacía ruiditos de felicidad.


Paula sentía la tristeza en la boca como un regusto amargo.


—Ya no es su casa —dijo, llorosa—. Miguel y Sonia se han ido.


Pedro y ella tendrían que tomar una decisión. Miguel adoraba aquella casa, le había dedicado tiempo y esfuerzo, pero lo más sensato sería venderla e invertir el dinero para Dante. Se secó las lágrimas antes de volverse hacia Pedro.


—Estaba pensando… —empezó él.


—¿Qué?


—Has dicho que Dante debía quedarse contigo porque se ha familiarizado con tu casa a lo largo de los últimos días.


—Así es —dijo Paula, esperanzada por primera vez. Miró a Pedro agradecida—. Estará mucho mejor conmigo que si le hacemos ir contigo, a una casa que no conoce.


—Sí la conoce —rectificó Pedro—. Ha venido varias veces con sus padres. Pero es verdad que estaría mucho mejor en un ambiente que le resulte familiar, como éste.


—¡Aquí! —dijo Paula, atónita.


—Después de todo, es su casa.


En la distancia retumbó un trueno que Paula interpretó como la respuesta de los dioses a la sugerencia de Pedro


—Es imposible, yo no podría vivir aquí —dijo precipitadamente. El constante recuerdo de sus amigos la hundiría—. No me pidas que lo haga.


—No te estoy pidiendo que te mudes. Sería yo quien se instalaría en ella —dijo Pedro, mirándola como si esperara que aplaudiera la idea—. Tenías razón. Éste es el sitio ideal para que en su vida haya los menos cambios posibles.


¿Lo que ella le había dicho le había conducido a aquella conclusión? El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. De una u otra manera, acabaría perdiendo a Dante.


—¡No puedes hacerme esto!


Pedro sacó unas llaves del bolsillo.


—¿Por qué no?


«Porque Dante es mío», pensó ella. Pero no podía decirlo. Se lo había prometido a Sonia. Necesitaba pensar. En cierta medida, la muerte de Sonia la liberaba de su promesa. ¿O no?


—Es una idea macabra —dijo finalmente—. No puedes estar hablando en serio.


Pero Pedro continuó caminando hacia la puerta.


Paula sintió una gota en el brazo y alzó la mirada al cielo. Se habían formado grandes nubes grises de tormenta. Corrió tras Pedro y le tiró del brazo en el que llevaba la silla de Dante.


—Cuidado —dijo él, girándose—, vas a despertarlo.


—No pienso entrar ahí —dijo Paula, indiferente a las gotas de lluvia que le mojaban las mejillas.


Pedro la miró fijamente y luego llevó la mano a su mejilla.


—Estás llorando.


Ella esquivó su roce.


—No, es la lluvia —dijo con firmeza. No quería trasmitir la más mínima vulnerabilidad—. Y va a arreciar —se secó la cara de un manotazo —. No podemos quedarnos aquí o Dante se empapará —concluyó, lanzando una mirada de angustia hacia la casa.


—Os llevaré a casa —Pedro le pasó el brazo por el hombro y la llevó hacia el coche.


El calor de su cuerpo hizo sentirse a Paula frágil. Que Pedro la tratara con amabilidad aumentaba sus ganas de llorar.


Cada vez llovía con más fuerza y Pedro se adelantó para meter a Dante en el coche mientras Paula se quedaba parada, dejando que las gotas, transformadas en cortinas de agua, la calaran. No podía creer que hubiera ganado y que Pedro no fuera a imponerle a ella o a Dante que fueran a casa de Miguel y Sonia. Y tampoco comprendía por qué en lugar de sentir la satisfacción de la victoria, se sentía vacía.