miércoles, 16 de junio de 2021

NO TODO ESTÁ PERDIDO: CAPITULO 42

 


Cuando sonó el timbre a las seis, Paula estaba segura de que sería su hermano y abrió la puerta con una gran sonrisa… pero se encontró cara a cara con Pedro, que la miraba con el ceño fruncido.


–Ah, hola.


–Hola, Paula –recién afeitado y duchado, iba vestido para salir a cenar. –¿Dónde está Maite?


–En el parque, jugando –respondió ella, sorprendida.


Pedro respiró profundamente.


–Tengo que hablar contigo.


–Pues… ahora no es buen momento. Mi hermano va a venir a cenar.


–Vas a comprar una casa en Nashville –dijo Pedro entonces.


Paula lo miró, sorprendida. ¿Cómo lo sabía? ¿Se lo habría contado Cecilia?


–¿Cómo lo sabes?


–Los del Southwest han llamado a la sucursal de Red Ridge y el director es amigo mío.


–Ah, claro, y tu amigo ha corrido a contártelo –Paula se puso en jarras. –¿Cuál es el problema?


–Deberías habérmelo dicho.


–No es asunto tuyo si compro una casa o no. No te he pedido nada.


Pedro levantó los ojos al cielo.


–Si necesitas que firme un aval solo tienes que pedírmelo.


–Pero es que no necesito un aval. No necesito nada de ti.


–Tú nunca necesitas nada, ¿verdad?


Paula lo miró, perpleja. ¿Por qué estaba allí y por qué parecía tan enfadado?


–No te entiendo.


–Olvídalo –dijo él, dirigiéndose al dormitorio.


–¿Dónde vas?


Paula vio que se detenía en la puerta de la habitación para mirar a Maite. La niña dio un salto de alegría al verlo, alargando los bracitos hacia él.


–¿Cómo está mi angelito?


Cuando se inclinó para sacarla del parque, a Paula se le encogió el corazón. Pedro empezó a canturrear una canción que hacía que sus fans se desmayasen y Maite estaba como hipnotizada.


Que el cielo la ayudase.


Sujetaba a la niña con ternura y era evidente que se encontraban a gusto juntos.


Paula cerró los ojos.


«No lo ames, no lo ames, no lo ames».


Pero no podía evitarlo: amaba a Pedro.


Amaba a su marido y probablemente nunca había dejado de amarlo.


Esa revelación la dejó sin fuerzas. No podía seguir mirándolos, de modo que se dio la vuelta para ir a la cocina, conteniendo las lágrimas.


Pero cuando Sergio llamó al timbre, Paula había logrado controlarse y abrió la puerta con una sonrisa en los labios, aunque se le estaba partiendo el corazón.


Otra vez.


–Bonita casa –dijo su hermano, mirando alrededor. –Si no recuerdo mal, tú la reformaste.


–Sí, es verdad. Y lo pasé muy bien haciéndolo –respondió ella, después de aclararse la garganta. –Ven a la cocina, la cena ya está casi lista. Espero que tengas apetito.


–No debería, pero lo tengo.


–Me alegro –dijo Paula. Porque su apetito había desaparecido.


Pedro entró en la cocina con Maite en brazos y, al ver a Sergio, la niña se agarró a su cuello, tímida de repente.


–Me alegro de verte, Sergio –lo saludó, ofreciéndole su mano.


–Lo mismo digo. Veo que te has hecho amigo de Maite.


–Es una niña estupenda.


–Sí, es verdad. ¿Vas a cenar con nosotros?


Antes de que Paula tuviese tiempo de decir nada, Pedro negó con la cabeza.


–Tengo cosas que hacer.


Mejor, pensó ella, demasiado angustiada y conmovida como para tener que disimular durante horas.


Pero se preguntó dónde iría vestido de manera tan elegante. Aunque sería mejor no pensarlo.


Pedro puso a Maite en los brazos de Paula y la niña no protestó, acostumbrada ya a pasar de los brazos de un adulto a otro.


–Me han dicho que los niños lo han pasado de maravilla contigo esta tarde.


–También yo lo he pasado bien. Tenemos muchas cosas en común –Sergio suspiró. –Lo que mi hermana y tú estáis haciendo es estupendo. Estoy impresionado con Penny's Song.


–Yo también estoy muy orgulloso –asintió Pedro. –En fin, tengo que irme.


En cuanto la puerta se cerró, Paula dejó escapar un suspiro.


–¿Qué te pasa? –le preguntó Sergio. –De hecho, ¿qué os pasa a los dos? Pedro ha salido prácticamente corriendo.


 

¿Qué le pasaba? Que había hecho las dos cosas que había jurado no hacer nunca: volver a enamorarse de Pedro y dejar que Maite se encariñase con él. Porque, por mucho que quisiera creer lo contrario, Pedro no le había hablado de sentimientos, no le había pedido que se quedase en Red Ridge. Habían compartido unas cuantas noches de sexo, nada más. Había sido una tonta y tendría que pagar un precio por ello. Pero Maite también.


–Me parece que esta vez he metido al pata hasta el fondo.






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