Quince minutos después de meter a Maite en la cuna, Paula reunió valor para hablar con Pedro, pero no podía negar que estaba pisando terreno resbaladizo. Una vez lo había amado con locura, pero debía pensar en Maite y en su vida en Nashville.
Cuando entró en el dormitorio, Pedro tenía los ojos cerrados y las manos en la nuca. Problema resuelto, pensó, creyendo que estaba dormido.
–No te vayas.
–Ah, creí que dormías.
Pedro esbozó una sonrisa.
–Estaba esperándote.
–¿Por qué?
¿De verdad le había preguntado eso? El brillo de sus ojos y el bulto bajo sus calzoncillos dejaba bien claro lo que quería.
Pedro se levantó entonces y Paula tragó saliva. Casi había olvidado su hermoso cuerpo que, a pesar de los hematomas, le parecía más atractivo que nunca.
–No me estás preguntando por qué, ¿verdad?
Paula se mordió los labios.
–Pedro, lo de anoche fue…
Él desató el cinturón del albornoz con dedos expertos.
–No compliques las cosas, cariño.
Cuando la prenda cayó al suelo, Pedro respiró profundamente.
–Eres preciosa y todavía eres mi mujer.
Paula no podía negarlo. Ser su mujer no significaba que tuviera que acostarse con él, pero Pedro sabía cómo hacer que perdiese la cabeza y lo echaba de menos.
–¿Estás sugiriendo que tenemos algo por terminar? –le preguntó mientras Pedro la apretaba contra su torso, el roce del vello masculino en sus pezones le creó un río de lava entre las piernas.
–Estoy diciendo que el placer nos espera.
Había pronunciado esa palabra con voz ronca, sensual, y Paula asintió con la cabeza. Su cuerpo lo necesitaba.
Pero cuando pensó que iba a llevarla a la cama, Pedro la tomó en brazos para sentarla sobre la cómoda, el roce de la fría madera en su trasero desnudo hizo que se estremeciera. Después de quitarse los calzoncillos, él inclinó la cabeza para buscar sus labios y Paula le devolvió la caricia hasta que los dos estuvieron sin aliento, enredando las piernas en su cintura como si fuera el lazo en un regalo navideño.
Dejando escapar un rugido de impaciencia, Pedro tiró de ella, apretando sus nalgas antes de enterrarse en ella y dejando escapar un suspiro de satisfacción cuando Paula se apretó contra él, moviéndose al mismo ritmo hasta que gritó su nombre, consumida por una última ola de placer.
Pedro se dejó ir unos segundos después, echando la cabeza hacia atrás, las venas de su cuello se marcaban con la potencia del clímax.
Después, mientras intentaban buscar aire, Pedro besó su pelo, su garganta y sus labios suavemente.
–Paula… –musitó.
Ella sentía lo mismo. No había palabras.
Pedro le tomó la mano para llevarla a la cama y se apretó contra ella, acariciándole el pelo en la silenciosa habitación hasta que los dos se quedaron dormidos.
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