Pedro estaba sentado en su camioneta, en el aparcamiento del club de tenis de Vista del Mar. Tenía miedo de entrar.
Cuando se había marchado de la ciudad quince años antes, jamás había imaginado que volvería a aquel lugar. Ni le apetecía hacerlo. Le traía demasiados recuerdos que prefería enterrar, pero no tenía elección.
Iba a abrir la puerta para salir cuando le sonó el teléfono. Vio en la pantalla que se trataba de Claudio Andersen, su capataz. Respondió.
–¿Qué ocurre?
–Hola, jefe. Siento molestarte, pero me acaba de llamar el ganadero de Texas. Quiere venir a ver otra vez las yeguas. Estará por aquí el sábado.
–¿Este sábado?
–Sí. Dice que puede pasar entre las ocho y las nueve de la mañana antes de volver a casa. A mí me parece que está interesado en comprar.
Pedro se maldijo. Se suponía que iba a cenar con Paula el viernes por la noche, pero tendría que volver al rancho para asegurarse de que la operación salía bien. Así que tendría que quedar con Paula otro día.
–Dile que de acuerdo. Allí estaré.
Colgó y salió de la camioneta. Avanzó por el aparcamiento, pasando por delante de coches deportivos, BMW y Mercedes, hasta llegar a la puerta del club.
Una vez allí, dudó un instante antes de abrir la puerta y entrar. El interior no había cambiado. Apestaba a elegancia y dinero.
Durante los meses de verano, cuando no estaba en el rancho, el club había sido como su segunda casa.
Sintió ganas de dar una vuelta, pero temió que alguien pudiese reconocerlo, a pesar del sombrero, las gafas de sol y los quince años más que tenía.
No pudo evitar recordar la noche en que su vida había cambiado. Había vuelto a casa, después de estar en el club, y había oído discutir a sus padres, lanzarse acusaciones y palabras de odio. Y había pensado que tal vez fuera la pelea definitiva.
E incluso lo había deseado.
Había deseado que su padre se marchase y que su madre pudiese ser por fin feliz, que dejase de anestesiarse con alcohol y pastillas.
Había oído salir a su padre de la habitación con el pretexto de que tenía que ir a una cena de negocios, aunque probablemente fuese a ver a su última amante, y había esperado un rato antes de entrar él.
Quería dar tiempo a su madre para calmarse, porque sabía que no le gustaba que la viese llorando, y cuando había entrado, se la había encontrado inconsciente en el suelo de la habitación.
Había llamado a urgencias y había ido con ella en la ambulancia mientras intentaban reanimarla, pero no había sido posible.
Si hubiese entrado antes en la habitación, tal vez habría llegado a tiempo.
Si su padre hubiese sido capaz de mantener la bragueta cerrada, su madre no habría sido tan infeliz y no se habría quitado la vida.
Después de aquello, había dejado de ir al club. No soportaba oír a la gente susurrar y hacer conjeturas. Porque, aunque se había dicho que su madre había muerto de manera accidental, todo el mundo sabía que se había suicidado.
Intentó apartar aquello de su mente. No era el momento de revolver el pasado.
Había quedado con una mujer que, por primera vez en la vida, lo veía tal y como era. No veía un nombre ni una cuenta bancaria. Solo a un hombre.
Entró en el salón en el que iba a celebrarse el banquete y chocó con un hombre. Era la última persona con la que habría querido encontrarse.
Rafael Cameron.
–Lo siento –murmuró, con la cabeza agachada.
–Disculpe –le dijo Rafael, mirándolo con el ceño fruncido–, pero esto es un club privado.
Pedro suspiró aliviado, no lo había reconocido.
–Pedro, ya estás aquí –dijo Paula, acercándose desde el otro lado del salón.
Iba vestida de traje, con unos altísimos tacones y el pelo recogido. Y a pesar de no estar de buen humor, no pudo evitar sonreír al verla.
–Señorita Chaves, ¿conoce a este hombre? –preguntó Rafael.
–Señor Cameron, este es Pedro Dilson. Va a recibir el premio de la fundación. Pedro, este es Rafael Cameron, su fundador.
–Señor Dilson, enhorabuena –le dijo Rafael sin disculparse, en tono arrogante.
Pedro no tuvo elección. Tuvo que darle la mano y sonreír con educación.
–Encantado.
Rafael se giró hacia Paula.
–Se me ha olvidado preguntarle dónde van a poner el escenario –le dijo.
Ella se giró y señaló hacia el otro lado del salón.
–Creo que allí. Es lo que nos ha recomendado el club.
Pedro se dio cuenta de que Rafael le miraba el trasero a Paula mientras esta estaba de espaldas y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no darle un puñetazo o para no agarrar a Paula y darle un beso delante de él.
Paula volvió a girarse hacia Rafael y le dijo:
–Si lo prefiere en otro sitio, seguro que podemos arreglarlo.
–No, no será necesario.
–¿Seguro?
Él le sonrió de oreja a oreja.
–Usted es la experta –respondió, mirándose el reloj–. Tengo una reunión. Me alegro de verla de nuevo, señorita Chaves, y ha sido un placer conocerlo, señor Dilson.
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