Paula giró para mirar a Pedro, insegura de si bromeaba o hablaba en serio, de si reír o darle un puñetazo. Y fuera cual fuere su intención, dolía.–¿De verdad eso es todo lo que fue para ti? –preguntó–. ¿Un sexo estupendo?
Solo después de soltar las palabras se dio cuenta de lo pequeña y vulnerable que sonaba.
–¿Qué diferencia marca? –preguntó con ojos intensos–. Tú solo me usabas para desafiar a tu padre.
Debería haber imaginado que ese comentario regresaría para morderla.
–Y para que quede constancia –él se acercó y la atrapó contra el borde de la encimera–, no fue solo por sexo. Tú me importabas.
Sí, claro.
–Desde luego, dejarme fue un modo interesante de demostrarlo.
–Le puse fin por lo que sentía por ti.
–Eso carece de sentido –comentó desconcertada–. Si alguien te importa, no rompes con esa persona. No la tratas como si fuera lo mejor de tu vida un día y al siguiente le dices que se ha acabado.
–Sé que para ti no tiene sentido, pero hice lo que tenía que hacer. Lo mejor para ti.
¿Es que encima bromeaba?
–¿Cómo diablos sabes lo que es mejor para mí?
–Hay cosas sobre mí que no entenderías.
Justo cuando pensaba que no podía empeorar, él tenía que soltarle lo típico de no es por ti, sino por mí.
–Esto es estúpido. Ya lo hablamos hace dieciocho meses. Se acabó –pasó a su lado pero él le aferró el brazo.
–Es evidente que no se acabó.
–Para mí sí –mintió al tiempo que intentaba liberar el brazo.
–¿Sabes? Tú no fuiste la única en salir herida.
Emitió un sonido indignado.
–Estoy segura de que tú te quedaste devastado.
Los ojos de él centellearon con furia.
–No hagas eso. Jamás sabrás lo duro que fue dejarte. Las veces que estuve a punto de llamarte –se inclinó hasta dejar los labios a unos centímetros de los de ella–. Lo duro que es ahora verte, desearte tanto y saber que no puedo tenerte.
El corazón le dio un vuelco. No solo le decía justo lo que quería oír, sino que sus palabras eran sinceras. Todavía la deseaba. Y entonces hizo algo monumentalmente más estúpido que decirle que a ella le pasaba lo mismo.
Se puso de puntillas y lo besó.
Pedro la rodeó con los brazos y su lengua buscó la de ella hasta que ambas se fundieron.
Se le aflojaron las rodillas y todo en ella gritó ¡Sí!
Pedro quebró el beso y se echó atrás para mirarla mientras le enmarcaba el rostro entre las manos, estudiando sus ojos.
A ella se le hundió el corazón.
–¿Qué? ¿Ya te arrepientes?
–No –sonrió y movió la cabeza–. Solo saboreo el momento.
Porque sería el último. Ella lo sabía y podía verlo en sus ojos. Pasarían juntos esa noche y luego las cosas volverían a la situación anterior. Únicamente serían los padres de Matías. No había otra manera. Al menos no para él. Apestaba, y dolía… pero no lo suficiente como para decirle que no.
–¿Estás segura de que esto es lo que quieres? –preguntó él, siempre caballeroso, siempre preocupado por sus sentimientos y su corazón, incluso cuando se lo estaba rompiendo.
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