El sonido del teléfono despertó a Paula. Había pensado dormir hasta tarde ese jueves, su día libre, pero sus planes se fueron por la ventana cuando Mauricio Lyme, el gerente del teatro, le contó que Lucie tenía un virus estomacal.
Inmediatamente, Paula se ofreció para ocupar su sitio y quedó con Mauricio para decidir la hora del ensayo.
El bar Dionisio era muy diferente al teatro Electra, y hacía años que no pisaba el escenario de un sitio así. Además, tenía que trabajar con un compañero, Denny, otro cómico como Lucie.
Paula vio a Pedro al fondo del bar. Estaba esperándola y, sin saber cómo, se encontró aceptando su invitación para cenar. Al principio temía que quisiera besarla otra vez, seducirla, pero sus preocupaciones eran infundadas. Pedro se comportó como un caballero.
En la cama esa noche, Paula se tapó los ojos con la mano. Estaba tan confusa. ¿Quién era Pedro Alfonso?
El viernes, Lucie seguía enferma y el médico le ordenó que siguiera en la cama.
Paula y Denny volvieron a ensayar para ver si podían pulir un poco el número. Durante un descanso, encontró a Pedro a su lado, con dos vasos de plástico en la mano.
—¿Un café? Supongo que te irá bien.
—¿No hay un dicho sobre no confiar en un griego que te ofrece un regalo?
—No es un regalo. Más bien una disculpa.
—¿Una disculpa?
—Por mi comportamiento de la otra noche. Debería haberte pedido disculpas ayer, mientras cenábamos… y no lo hice.
—Ya veo.
—La verdad, me tienes confundido.
—¿Ah, sí? —murmuró Paula, apartando la mirada.
—Pienso que has cambiado, pero entonces ocurre algo… te encuentro tomando una copa con Jean-Paul Moreau cuando me habías dicho que te ibas a dormir…
—Ya te expliqué por qué estaba con él.
Pedro la miró, pensativo.
—¿Has cambiado, Paula? No, déjalo, es una pregunta absurda. Vamos a sentarnos un momento.
En ese instante sonó el móvil de Pedro, que hizo un gesto de disculpa.
—Perdona, es mi madre…
Se dio la vuelta para hablar, pero aunque Paula no entendía lo que decía, se daba cuenta de que hablaba en un tono muy cariñoso. Increíblemente cariñoso.
—Para ser un playboy tienes muy buena relación con tu madre —bromeó después.
—Hasta los playboys tenemos corazón —sonrió él—. Y a pesar de lo que tú creas, la vida de mi madre no ha sido fácil. Se quedó embarazada cuando era muy joven y el tipo la abandonó. Nunca lo conocí.
El tipo, no «mi padre».
—Ah, no lo sabía.
—Hoy es mi cumpleaños, por cierto.
—Felicidades.
—Y la semana pasada fue mi santo. Mi madre me puso de nombre Pedro porque cuando nací parecía un ángel.
—¿Y te han hecho muchos regalos? —rió Paula.
—No, mis amigos me han llamado para felicitarme, pero nada más. Mi madre sí ha enviado un regalo… un pastel que me han hecho las vecinas.
Ella lo miró, atónita.
—¿Un pastel que te han hecho las vecinas?
—Pues claro. Mi madre vive en un pueblo pequeño, y allí nos conocemos todos.
—No imaginaba que te gustaran los pasteles caseros.
—A mí siempre me han gustado. A ti no… decías que engordaban. De hecho, antes apenas comías. Ahora tienes más apetito. Y has dejado de tomar pastillas… Ahora que lo pienso, has engordado un poco. Y me parece muy bien. Estás más guapa.
Paula tragó saliva.
—Tengo que irme… he de terminar el ensayo.
—Nos vemos después. Y no te preocupes, no intentaré seducirte hasta que recuperes la memoria… a menos que tú me lo pidas amablemente, claro.
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