miércoles, 10 de junio de 2020
MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 44
Cuando el avión aterrizó en Sydney, Paula prácticamente corrió a la cinta para recoger el equipaje.
—¿Qué? —espetó sin mirarlo.
—¿Qué te parece si vamos a comer algo antes de irnos a casa?
—Gracias, pero no tengo hambre.
—Si no has comido en todo el día.
—Habrá sido porque no tenía hambre —lo miró—. Cuando eso cambie, comeré. Y ahora deja que busque mis maletas.
—Mira, Pau—suspiró y se mesó el pelo—, sé que lo que sucedió la noche pasada te molestó... ¡demonios, a mí también! Pero hemos de decidir a dónde iremos a partir de aquí...
—Yo me voy a casa —indicó sin apartar la vista de la maleta que había divisado en la cinta—. Tú puedes hacer lo que más te plazca.
—No me refería a eso. No podemos fingir que no ha sucedido nada —alargó la mano en el instante en que ella iba a recoger la maleta, descubriendo que aunque lo estaba volviendo loco, tocarla conseguía que incluso olvidara su nombre—. Pau...
—¿Qué?
—Mírame.
Antes de alzar la cabeza se tomó unos momentos para sosegarse. Fue inútil; una mirada a esos ojos negros como el carbón hizo que sintiera calor en sitios que sólo quería que tocara Pedro. Incapaz de mantener la mirada y la dignidad al mismo tiempo, giró la cabeza y el azar hizo que apareciera la distracción perfecta.
—Mira, Pedro, ahí está tu maleta.
—¡Olvida la maldita maleta! —la aferró de los hombros y la plantó delante de él—. No podemos evitar hablar de lo que pasó en la isla.
—Bueno, claro que no —dijo, maravillada por el tono tranquilo de su voz—. Damian esperará un informe detallado de la transacción. Mañana a primera hora es perfecto para mí...
—¡Deja de ser obtusa, maldita sea! —espetó—. ¡Hablo de haber dormido juntos! —la frustración hizo que elevara la voz, provocando que algunas cabezas giraran en su dirección.
—Cielos, Pedro, ¿por qué no pides que lo anuncien por los altavoces del aeropuerto?
—siseó con la cara roja y furiosa.
—Lo haré, si con ello consigo que dejes de tratar de evitar la situación. No hay na... ¡Maldición! ¿Qué hace ella aquí?
Paula siguió su mirada indignada hacia las puertas de cristal de la terminal nacional, y al ver a Eugenia se sintió aliviada.
—¡Eugenia! —gritó, aunque no pudo agitar la mano porque Pedro se la sujetó.
—Yo te habría dejado en casa —dijo con frialdad.
—No seas ridículo —se soltó—. Vives en la otra punta de la ciudad. La tarifa del taxi habría sido exorbitante.
—¿Cuándo ha empezado a preocuparte una tarifa de taxi? Desde que te robaron el coche tú has gastado más que nadie en taxis.
—Punto que nunca has dejado de recordarme —replicó—. No hay modo de complacerte,
¿verdad?
—Eso no es cierto, Paula. La otra noche lo conseguiste... varias veces.
—No estoy interesada en hablar de lo sucedido esa noche. Nunca.
—Es una pena, porque dentro de unos meses quizá tengamos que hablar de técnicas de parto.
—No estoy embarazada.
—Eso esperamos. Por desgracia, la esperanza no es una medida fiable para evitarlo.
—¡Hola, chicos! —para Paula, la llegada de Eugenia no podría haber estado mejor sincronizada. No sólo le evitó tener que responder, sino que coincidió con la desaparición por segunda vez en las entrañas del edificio de las maletas de él—. ¿Cómo fue el viaje, Pedro?
—Fructífero —repuso ella, decidida a abortar cualquier conversación—. Toma —adelantó el carrito con su equipaje y agarró a Eugenia por el codo—. Muy bien, vámonos. ¿Dónde has aparcado?
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