viernes, 26 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 37




Paula no dejó de pensar en aquel beso mientras regresaban a la casa de la playa. 


Había sido romántico y emocionante, y sin duda alguna había convencido a sus amigas de Orange Beach de que entre ellos existía una magia especial. Ella misma casi se lo había creído. Incluso en aquel instante, sentada al lado de Pedro, el corazón le latía más rápido de lo normal y tenía la sensación de que las estrellas eran más brillantes, el aire más limpio, la noche más hermosa.


Pedro abandonó la carretera para enfilar por el estrecho sendero que llevaba hasta la casa, pero se detuvo poco antes de llegar al garaje para contemplar la espectacular vista de la playa. La luna dejaba un rastro de plata en el agua, reverberando sobre su tersa superficie. 


Luego bajó la ventanilla para disfrutar de la brisa y del suave rumor de las olas acariciando la arena.


—Este lugar es maravilloso. Supongo que lo echarías de menos en Nueva Orleans.


—Generalmente no tengo ni tiempo para eso. Siempre estoy organizando reuniones, revisando informes o repasando notas. Para Joaquin y para mí, el trabajo es así: no nos da tregua.


—¿Qué tal se las está arreglando ahora sin ti?


—No muy bien. Por eso me llama tan a menudo y por eso ha hecho algo tan rastrero como llamar a mi madre, para asegurarse de que no voy a quedarme con el bebé.


—¿Joaquin se lleva bien con tu madre?


—Solo se vieron una vez: en el funeral de mi abuela. En aquel entonces estaba saliendo con Joaquin, y se quedó en El Palo del Pelícano con nosotras. Pero si vamos a quedarnos aquí a admirar la luna, ¿no podríamos hablar de algo más agradable?


—¿De qué te gustaría hablar?


—De ti. De tu verdadera personalidad… no de Pedro Alfonso.


—No hay mucho que decir —se recostó cómodamente en su asiento—. Cuando no estoy trabajando, soy el hombre más normal del mundo.


Sexy. Inteligente. Meticuloso. Paula pensó que, obviamente, su definición de «normalidad» era bastante distinta que la suya.


—¿Qué sucedió entre tu mujer y tú?


—Nos conocimos, nos enamoramos apasionadamente, nos casamos y luego ella se dio cuenta de que yo no era el excitante agente del FBI que se había imaginado. Pero nuestro matrimonio tuvo sus momentos buenos: lo que pasa es que fueron demasiado pocos. Al parecer se cansó de estar sola mientras yo estaba siempre de misión. Un día volví de una misión más temprano que de costumbre y la encontré en la cama con otro hombre.


—¿Qué hiciste?


—Di media vuelta y me marché. Agarré la mayor borrachera de mi vida. Cuando me recuperé, volví a casa, hice la maleta y me largué. Transcurrió una semana entera antes de que pudiera calmarme lo suficiente para hablar con ella.


—Vaya. Y pensar que fui yo la que sugerí que deberíamos hablar de algo agradable.


—Esto no lo es, pero ya han pasado cinco años desde la ruptura. Ya no siento ni rabia ni dolor, aunque supongo que la desilusión de una experiencia semejante es algo que te acompaña toda la vida. Sé que no soy un hombre muy confiado en lo que se refiere a las mujeres.


—¿Cuánto tiempo estuviste casado?


—Once meses.


—¿Y nunca volviste a casarte?


—No. Algunos hombres no están hechos para casarse. Yo soy uno de ellos.


—Qué curioso. A veces pienso exactamente lo mismo de mí. La simple idea de unirme a otra persona hasta el punto de perder parte de mi identidad me resulta aterradora. Cuando pienso en ello, me entra verdadero pánico.


—¿Por eso rompiste con Joaquin?


—Sí, me entró el pánico. No voy a negarlo. Pensé que, si tenía que casarme, esa era la ocasión. Incluso pensé que Joaquin era el hombre adecuado. Sin embargo, cuando se fue acercando el día de la boda, ya no pude hacerlo.


—Quizá no lo amabas.


—Ni siquiera estoy segura de saber lo que es el amor, al menos no esa clase de amor. Lo que sé es que yo no sentía por Joaquin lo que Juana sentía por Benjamin. No le echo la culpa a Joaquin. Probablemente carezco de la capacidad de enamorarme locamente de alguien.


—Quizá te equivoques. Un día podría aparecer un hombre que te tirara abajo esa teoría.


—Si eso llega a ocurrir, espero que bese tan bien como tú —de inmediato se mordió el labio: ¿cómo había podido escapársele algo así?


Pedro alzó la cabeza y se volvió para mirarla. 


Paula sintió una punzada de deseo. Por un instante pensó que iba a besarla de nuevo, pero en el último segundo se apartó y agarró el volante con las dos manos.


—¿Entramos ya en casa? —le preguntó, mirando hacia el frente.


—Sí.


Pedro se dispuso a abrir la puerta, pero de pronto se detuvo.


—No salgas del coche, Paula —le espetó, tenso, y sacó su pistola.


—¿Qué pasa?


—Una sombra. Allí, cerca de esa esquina de la casa. ¿La ves? Se ha movido otra vez.


—Marcos Caraway —no hizo más que susurrar su nombre, pero el escalofrío que le provocó le llegó hasta el corazón.


—Voy a meter el coche en el garaje, en el lugar habitual. Quiero que te quedes dentro y agaches la cabeza.


—Él también estará armado, Pedro.


—Eso es seguro. Probablemente habrá estado ahí fuera, observándonos, esperando a que salieras del coche o empezaras a subir los escalones del porche para poder dispararte. Por eso no le vamos a dar la oportunidad de hacerlo.


Arrancó de nuevo el coche y lo metió en el garaje en marcha atrás, lentamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, como si no hubiera alguien oculto en la oscuridad esperando para matarlos.


—Voy a dejar la llave puesta en el encendido. Si escuchas disparos, sal lo más rápido que puedas. Vete a la Waffle House y espérame allí dentro. Te llamaré por el móvil cuando todo esté tranquilo y puedas volver.


—¿Y si no me llamas? ¿Y si te hiere él a ti?


—Ve a la policía y diles que contacten con el FBI. Pero dame por lo menos media hora.


Una segundo después salió del coche. Paula podía leer la tensión en su rostro, pero ni el menor rastro del terror que la anegaba a ella por dentro. Pedro era un agente del FBI, un hombre que se enfrentaba cotidianamente al peligro. Y el miedo que sentía en aquel instante era el que debería sentir la mujer que se casara con él. Mes tras mes, misión tras misión.




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