martes, 30 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 52



El bramido de un trueno sacudió la casa como si fuera un terremoto, despertando a Paula. Abrió los ojos y vio que seguía lloviendo.


—Debo de haberme quedado dormida —dijo, frotándose los ojos.


—Sí, hace cerca de una hora.


—¿Por qué no me despertaste?


—Pensé que necesitabas descansar.


—Últimamente parece que siempre estoy necesitada de descanso. Antes de quedarme embarazada solo necesitaba dormir seis horas al día, pero ahora… —estiró los brazos, desperezándose—. Creo que tomaré una taza de té. Podemos llevarnos el té a la cúpula. O, mejor todavía: me llevaré la tetera eléctrica y lo prepararemos allí.


Recogió todo lo necesario para preparar el té, lo puso en una bandeja y se lo dio a Pedro. La escalera que llevaba a la cúpula era más estrecha que cualquier otra de la casa. Y también más oscura, sobre en todo en los días nublados. Cuando era niña y no le permitían subir por ella, se imaginaba que terminaba en una guarida de fantasmas, y que si se portaba mal, su madre la dejaría allí encerrada. No estaba muy segura de dónde había podido sacar una idea semejante: quizá simplemente de que cuando alguien se dejaba abierta la puerta, hacía más frío en aquella escalera que en cualquier otro lugar de la casa.


Era extraño, pero en aquel momento estaba experimentando la misma sensación. Solo que los fantasmas que estaban buscando no tenían nada de irreales. Lúgubres imágenes comenzaron a asaltar su cerebro. El cuerpo despedazado de Juana. Ella misma luchando por sacar la cabeza fuera del agua. Disparos en medio de la oscuridad. Y, en la noche, la imagen de un bebé muerto: esa era la más horrible de todas.


—Estás pálida, y temblando —pronunció Pedro, estrechándola tiernamente en sus brazos—. Detesto hacerte pasar por todo esto.


—No es culpa tuya. Tú solo estás intentando ayudarme.


—Entonces lo que detesto es estar tardando tanto en hacerlo —apoyó la barbilla sobre su cabeza—. Pero vamos a vencer, Paula.


—Lo sé. En general, puedo soportarlo. Solo que de vez en cuando me asalta la sensación de que somos como marionetas en manos de ese asesino.


—No es verdad. Le pararemos los pies de una forma u otra, pero sería más fácil si supiéramos quién es. Por eso tenemos que repasar cada aspecto de tu vida. Si encontramos un móvil, tendremos a nuestro hombre. Dinero y amor son los dos móviles más comunes: esto es, codicia y despecho amoroso.


—Tengo un buen fondo de ahorros e inversiones. Pero tanto como para matar por eso…


—Y tienes esta casa. El Palo del Pelícano y la propiedad que lo rodea deben de valer más de medio millón de dólares.


—Están valorados en cuatrocientos mil. Y eso, en el mercado inmobiliario, es una nimiedad —abrió la puerta de la cúpula y entró en la pequeña habitación.


Pedro la siguió, un paso por detrás.


—¿La molestó a tu madre que tu abuela te dejara la casa a ti y no a ella?


—Cielos, no. Ella odia este lugar. Cuando viene, en seguida le están entrando ganas de irse.


—Puede que la quisiera para venderla.


—Mi abuela le dejó algo de dinero. Además, creo que probablemente debió de ayudarla económicamente durante muchos años. Había veces en que mi madre dejaba de trabajar durante largos períodos de tiempo, y no recuerdo que el dinero fuera nunca un problema.


—¿Erais ricas?


—Ricas no, pero siempre tuvimos lo suficiente. Incluso cuando estaba en la universidad, mi madre me pagaba los estudios y me enviaba dinero cada mes. Por supuesto, rara vez estaba mucho tiempo sin un hombre al lado, y no la atraían los amantes pobres.


—¿Tenías algún otro pariente que hubiera podido esperar que tu abuela le legara la casa?


—No, ningún otro —se apoyó en el marco de la puerta—. Creo que puedes descartar el factor codicia, Pedro. No tengo nada de suficiente valor como para que alguien mate por ello.


—De la codicia pasamos al despecho amoroso.


—La verdad es que no puedo envanecerme de haber roto muchos corazones. De hecho, no recuerdo haber roto ninguno.


—¿Y Joaquin Hardison? Estuvisteis comprometidos. Prácticamente a un paso del altar cuando rompiste con él.


—Probablemente estuvo sufriendo durante unos diez minutos antes de buscarse otra novia.


—¿Cómo llegasteis a trabajar los dos tan estrechamente?


—Él estaba llevando una gran fusión de empresas, y debido a la cantidad de trabajo que tenía le permitieron contratar a otro administrativo en su departamento. Me recomendó a mí para el puesto. Fue un ascenso importante —vio la expresión de sus ojos y adivinó lo que estaba pensando, pero estaba equivocado—. Si Joaquin me recomendó fue porque sabía que era lo suficientemente eficaz, y una adicta al trabajo. Además, tenemos diferentes habilidades que se complementan.


—¿Te dio alguna indicación de que le gustaría volver contigo?


—No se negaría a acostarse conmigo si yo se lo propusiera, pero creo que no tiene intención de ir más allá.


Pedro asintió, observando las filas de cajas. La cúpula tenía la planta redonda, de unos cuatro metros de diámetro, con seis anchas ventanas y una estrecha puerta con salida al balcón. Las cajas estaban alineadas en las paredes, en pisos de tres, bloqueando la mayor parte de la luz que entraba por las ventanas. Del centro del techo colgaba una solitaria bombilla.


—Bueno, adelante. Empecemos con una caja. ¿Qué te parece esta?


Paula leyó el letrero: Años de instituto de Paula en Orange Beach.


Una vez abierta la caja, encima de todo había una fotografía de Juana y de Paula con sus vestidos de graduación. Pedro la observó detenidamente.


—Casi parecéis hermanas.


Paula contempló la foto por unos segundos… hasta que se le cayó entre los dedos. Juana habría debido estar con ella en aquel mismo momento. Habrían debido estar mirando aquellas fotos juntas, riendo y hablando de su bebé que estaba a punto de nacer. Se le llenaron los ojos de lágrimas.


—No puedo hacer esto. Pedro. Simplemente no puedo.


—Mira, ha dejado de llover —solícito, le tomó las manos entre las suyas—. Salgamos afuera a respirar un poco de aire fresco.


Abrió la puerta y una ráfaga de viento azotó sus rostros. Paula salió, y ya se disponía a apoyarse en la barandilla cuando se lo pensó mejor y prefirió pegarse a la pared. El balcón era estrecho, pero rodeaba por entero la cúpula. 


Solo estaba un piso más alto que su dormitorio, pero desde allí la vista siempre le había parecido mucho más espectacular.


—Creo que no me gustaría estar aquí afuera durante un huracán —comentó Pedro, recorriendo el balcón y sacudiendo la barandilla de madera para asegurarse de que estaba firme.


—No, pero es un lugar estupendo para lanzar burbujas o aviones de papel. Eso fue lo que hicimos la primera vez que mi abuela me subió aquí. Hasta que fui mucho más mayor no se me permitió subir sola, y aun así tenía prohibido acercarme a la barandilla.


—¿Alguna vez hiciste el amor en la cúpula?


—¿A qué viene esa pregunta?


—Lo hiciste. Lo sé por esa sonrisa. ¿Fue Rogelio el afortunado?


—¡Por favor!


Sabía lo que pretendía: divertirla para hacer que se olvidara de la tristeza que la había asaltado al ver la foto. Y le estaba saliendo bien. Se sentía ya mucho mejor, más dispuesta a superar aquella prueba. Pero había algo que tenía que aclarar primero. Un presentimiento que la había asaltado.


—Todavía no has abandonado la hipótesis de que los atentados contra mi vida están ligados a la explosión que mató a Juana, ¿verdad?


—No del todo.


—Pero al parecer tu jefe piensa que eso no tuvo nada que ver con Marcos Caraway.


—En efecto, y por eso estuvimos discutiendo. Un caso se ve distinto en el terreno que en la oficina. Incluso aunque los atentados contra tu vida no estuvieran relacionados con el testimonio de Benjamin contra Caraway, podrían tener que ver contigo y con Juana. Ella falleció en la explosión. Un mes después alguien te ataca. Es demasiada coincidencia, sobre todo cuando tú llevas su bebé.


—La quería como si fuera una hermana, Pedro. Es la mejor amiga que he tenido nunca, pero no hemos encontrado nada que respalde tu hipótesis.


—Quizá todavía no hayas recordado la pieza clave.


—No hay nada que recordar. Ni créditos ni inversiones conjuntas. Ni triángulos amorosos. Ni oscuros secretos en nuestros respectivos pasados. Nada.


Desperezándose, Paula miró su reloj. Llevaban tres horas allí y se sentía terriblemente cansada. Cansada de revisar interminables cajas llenas de los objetos más disparatados.


Tan agotada estaba que le entró una risa tonta. 


Se reía por cualquier cosa.


—Veo que te lo estás pasando en grande —le comentó Pedro, sacando otra caja—. ¿Estás segura de que no has añadido unas gotas de alcohol a tu última taza de té?


—Eso habría sido muy malo para el bebé. No, hay personas a las que les da por reír cuando se encuentran muy cansadas. Yo soy una de ellas. Deberías verme en una de nuestras agotadoras sesiones de trabajo. Cuando empiezo a reír, ya no puedo parar.


Pedro sacó una nueva caja, que no llevaba etiqueta, y la abrió. Parecía estar llena de ropa. Lo primero que vieron fue un antiguo uniforme de soldado, probablemente de cuando el abuelo de Paula sirvió en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial.


—Me gusta —empezó a ponerse la guerrera—. ¿Te excitan los hombres con uniforme?


—No tanto como si no lo llevan.


—Deja de pensar en esas cosas o te daré tu merecido.


—Promesas, promesas…


Paula se quitó la guerrera y sacó de la caja una boina francesa, que se caló de inmediato, ladeada.


—Voilà, mademoiselle.


Y a continuación le entregó una preciosa pamela bordada.


—Merci, monsieur—pronunció, poniéndosela—. ¿Tienes algún plan para esta noche, soldado? Si estás libre, puedo hacerte pasar un rato divertido.


—Lo siento. Tengo un compromiso con una embarazada que no hace más que reírse. Dame tu número y te llamaré más tarde.


—¿Qué más hay en la caja? —decidida a comprobarlo personalmente, se inclinó y empezó a rebuscar en su contenido. No tardó en sacar un largo vestido de noche, de corte muy recatado.


—Apuesto a que lo eligió tu abuelo.


—Sin duda. Es una pena que no llegara a conocerlo. A mi abuela siempre le brillaban los ojos cuando nos hablaba de él. Estaban muy enamorados —siguió buscando dentro de la caja. A diferencia de Pedro, ya había renunciado a encontrar algo interesante—. Oh, vaya… ¿A que no sabes lo que acabo de encontrar?


Pedro la ayudó a sacar el larguísimo vestido blanco. Eran metros y metros de tela.


—Un vestido de novia.


—De mi abuela. He visto las fotos en las que lo lleva. Ojalá hubiera sabido antes que estaba aquí. Hace mucho tiempo que lo habría rescatado.


Retrocedió unos pasos y se lo puso delante, para ver cómo le quedaba. De repente advirtió que Pedro la estaba mirando anonadado, como si fuera la primera vez que la veía.


—Pareces una visión. Tan pura, tan blanca…


Pronunció aquellas palabras con una voz ronca que la hizo sentirse incómoda, como si estuviera viendo a alguien que no era ella realmente. 


Como si el vestido lo hubiera hechizado.


—No creo que este vestido fuera diseñado para una embarazada de ocho meses y medio —comentó, forzando un tono ligero.


—Embarazada o no, harías una novia preciosa.


—Y ahora, ¿quién ha estado tomando alcohol con el té? —volvió a guardar el vestido en la caja, se quitó la pamela y la puso encima—. Pequeñita, creo que debemos convencer a Pedro de que interrumpamos el trabajo. Tú y yo ya hemos tenido suficiente diversión por hoy.


La expresión de Pedro no cambió. La atmósfera se había tornado insoportablemente densa, como si estuviera electrizada.


—¿Has pensado alguna vez en quedarte con el bebé?


La pregunta la dejó paralizada.


—¿A qué viene eso ahora?


—He estado pensando en ello. Sé que no es asunto mío, pero pareces tan encariñada con el bebé que serías una madre maravillosa.


—¿Una madre maravillosa? ¿Y cómo sé yo que lo sería? —se volvió para que no pudiera ver el dolor que asomaba a sus ojos.


—Tú no eres tu madre, Paula .


—Ya lo sé. Yo soy yo, pero eso no mejora las cosas. No cuando se trata de ser una esposa, o una madre.


Pedro se le acercó, tomándole las manos entre las suyas.


—Eso es absurdo, y lo sabes.


—No puedo quedarme con el bebé. Mi trabajo es demasiado exigente. Viajo todo el tiempo.


Un estremecimiento la asaltó cuando tomó conciencia de la verdad. Quería ese bebé más que nada en el mundo. Entregarlo a otra mujer sería como abrirse el pecho y arrancarse el corazón. Pero aun así seguía teniendo miedo de conservarlo, de fracasar. De no hacerlo mejor de lo que lo había hecho su madre.


—Lo siento, Paula. Lo que hagas con el bebé no es asunto mío.


—Tienes razón. No lo es. Tú haz lo que quieras, Pedro. Yo me bajo ahora mismo.


—Te acompaño. No me gusta que bajes esas escaleras sola.


La tomó del brazo mientras comenzaban a descender. Ninguno de los dos volvió a mencionar a Juana o al bebé.


Paula se dijo que se acostumbraría a aquel dolor, al hecho de que nunca podría abrazar y amar a la criatura que estaba creciendo en su interior. De la misma forma que, siendo una niña, se había acostumbrado al hecho de que su madre no había sido como las demás. Que nunca había estado a su lado para ayudarla a resolver sus problemas, o ahuyentar sus temores.


Haría lo que tenía que hacer. Y eso significaba llamar a una agencia de adopción y dar los pasos necesarios para desprenderse del bebé.




A TODO RIESGO: CAPITULO 51




Llovía a mares: un día idóneo para la tarea que Pedro le había asignado. Tenía treinta y un años y nunca se había esforzado realmente por averiguar la identidad de su padre. El terror era tan intenso que la asaltó una náusea.


—No entiendo por qué sospechas que un hombre al que nunca he visto puede estar conectado con alguien que quiere matarme…


—No sabes si lo has visto o no. No puedes estar segura de que no vive aquí, en Orange Beach, o de que no le ha estado pasando dinero a tu madre, o de que ella no lo ha chantajeado. Hay un montón de posibilidades.


—Me temo que llevas demasiado tiempo en el FBI.


—Touché. Pero se nos están acabando las opciones. No pretendo forzarte a que entables una relación con ese hombre. Una vez que descartemos la posibilidad de que pueda estar relacionado con los atentados contra tu vida, podrás olvidarte de él. Ya solo será un nombre.


Solo que Paula sabía que no sería tan fácil.


Porque entonces su padre existiría. Sería real. 


Aun así, descolgó el teléfono y marcó el número de su madre.


—¿Diga?


—Hola, mamá —la saludó, con el corazón en la garganta—. Tengo una pregunta que hacerte.


—¿Pasa algo malo?


—Mira, últimamente he estado pensando mucho sobre la familia…


—Ya sabía yo que te pasaba algo cuando llamaste —pronunció con voz ahogada—. Es la niña, ¿verdad? ¿Le han descubierto alguna malformación congénita? Espero que esto no entorpezca el proceso de adopción…


—No, la niña está bien —agarró con fuerza el auricular—. Es sobre mi padre. Me gustaría saber su nombre, saber más cosas sobre él.


Oyó la contenida exclamación de Mariana, seguida por un denso silencio. Paula tenía fija la mirada en la lluvia que seguía cayendo al otro lado de la ventana.


—Tú no tienes padre, Paula. Solo tienes una madre. Puede que no te guste mucho, pero solo me tienes a mí.


—No pretendo disgustarte ni molestarte, mamá. Ya te lo dije: creo que debería saber su nombre y algo sobre él, solo en caso de que alguna vez necesitase ponerme en contacto ante cualquier eventualidad. Puede que un día quiera tener mi propio bebé, y para ello tendría que consultar su ficha genética.


—No entiendo por qué me haces esto, Paula.
Así era como hablaba siempre su madre: de sus necesidades, de sus deseos, de su felicidad.


—Es alguien de aquí, de Orange Beach, ¿no? Por eso no quieres darme su nombre.


—¿De Orange Beach? ¿De dónde has sacado una idea semejante?


—Solo estaba preguntando.


—Bien, si eso es lo que quieres…


—Sí. Eso es lo que quiero.


—Te daré su nombre. Es todo lo que sé. No tengo ni idea de dónde vive ni de lo que hace. Puede que esté casado con seis hijos o muerto. Nunca hubo una relación seria entre los dos. Lo conocí en aquel viaje de estudios que hice a París al año siguiente de ser nombrada Miss Alabama. A él le impresionó ese título y yo me encapriché porque era francés y muy guapo. Eso fue todo.


—No te estoy pidiendo detalles, mamá. Ni tampoco te estoy juzgando. Solo quiero conocer su nombre y cualquier información que puedas darme sobre dónde vive.


—Por lo que sé, sigue viviendo en París. Se llama François Grauvier.


—¿Puedes deletreármelo?


Paula apuntó su nombre mientras su madre se lo repetía.


—¿Era de tu edad?


—Mayor, mucho mayor. Al menos me llevaba diez años.


Charlaron durante unos minutos más y su madre terminó la conversación pidiéndole que la avisara tan pronto como diera a luz. Paula suspiró de alivio cuando colgó: no había sido tan traumático como se había temido.


—Ya tenemos el nombre, Pedro, pero puedes borrarlo de la lista. Es francés. Lo conoció en un viaje a París y desde entonces no ha vuelto a saber nada de él.



*****

A Mariana Chaves le temblaban las manos cuando colgó el auricular. Era la primera vez que le había mentido a su hija tan abiertamente. Si hubiera podido evitarlo lo habría hecho, pero algunos secretos debían permanecer enterrados para siempre en su tumba. Quizá ya no importara: la tumba estaba casi llena. Pero había mentido, y no podía dar marcha atrás. Por su bien y por el de Paula.


Abrió un armario y sacó un frasco de tranquilizantes. Se tomó uno cuando ya los viejos recuerdos empezaban a torturarla. Incluso en aquel momento, el simple hecho de pensar en aquel hombre reabría antiguas heridas, le evocaba el amargo sabor de la traición. Algunas cosas nunca cambiaban.




A TODO RIESGO: CAPITULO 50






No llegaron a subir a la cúpula, sino que se quedaron examinando un baúl de uno de los dormitorios, lleno de viejos álbumes de fotografías. El papel de manila que cubría las fotos se había tornado amarillento. En un par de ellas aparecía su abuela, de niña, pero la mayor parte eran de parientes que habían fallecido antes de que naciera Paula.


Pedro terminó de sacar los otros álbumes del baúl, soplando el polvo de sus tapas y apilándolos sobre la mesilla que estaba al lado de la cama. 


En total eran cinco. Los tres primeros contenían instantáneas en blanco y negro, muy antiguas. 


El cuarto tomo estaba lleno de fotos de la infancia de Paula, que su madre debía de haberle enviado a su abuela.


—Mira, en esta foto debías de tener unos cinco años. Te pareces muchísimo a tu madre.


—Tenía cuatro. No me acuerdo de cuándo me la sacó, pero una vez oí decir a mi abuela que esa era la casa en la que vivíamos cuando cumplí los cuatro años. Al año siguiente nos trasladamos a Nueva York. Estuvimos tres años en Brooklyn. Allí fue donde duramos más.


—Por eso eres tan cosmopolita.


—Vaya, en ese comentario te pareces a mi madre. Ella siempre procuraba adornar las cosas con ese tipo de observaciones. El problema era que, en cualquier lugar en que estuviéramos, ella nunca tenía tiempo para mí. Yo siempre tuve la impresión de ser una molestia en su vida. Por eso siempre quise tanto a mi abuela.


Continuaron viendo las fotos, deteniéndose en cada una. A petición de Pedro, Paula intentaba identificar a todos los hombres que salían en ellas, pero se le mezclaban en el recuerdo. Recordaba a los maridos, pero los amantes que su madre había tenido entre boda y boda no le habían causado una impresión duradera.


—¿Discutíais mucho tu madre y tú?


—Cielos, no. Nunca discutíamos. Ella era todo dulzura y buenos modales. En el escenario era bailarina. Y en la vida real, actriz.


—¿Exactamente qué es lo que te dijo de tu padre?


—Que aquel hombre solo fue un error en su vida. Que cuando le dijo que estaba embarazada, la abandonó poniendo fin a su relación.


—¿Y nunca te contó nada más?


—No. Le pregunté un par de veces sobre eso cuando era adolescente. Se puso toda melodramática, improvisando uno de sus conmovedores monólogos y diciendo que lo había borrado de su vida como quien se quita una mancha.


—Y, ya de mayor, ¿te conformaste con saber solamente eso?


—Sí. Con un progenitor tengo ya más que suficiente. Estoy satisfecha con mi vida, Pedro. O al menos lo estaba antes de que muriera mi amiga, dejándome a solas con su hija. Y antes de que un asesino me señalara como su próxima víctima.


—Entonces no te gustará mi siguiente sugerencia.


—¿Cuál es?


—Quiero que llames a tu madre y le pidas que te diga quién es tu padre




lunes, 29 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 49




18 de diciembre


Paula se sentó en la cama, mirando por la ventana. El cielo estaba nublado y la playa desierta, a excepción de unos cuantos valientes que desafiaban el frío. Era el típico tiempo de diciembre en el sur de Alabama: por lo general días templados y noches cálidas, hasta que surgía un frente de lluvias y el invierno hacía una breve aparición. Sin embargo, el frío que había anidado en el corazón de Paula durante las dos últimas semanas se había derretido ante el fuego que Pedro había encendido en su interior. 


Durante la noche anterior había dormido en sus brazos.


Se dispuso a levantarse para preparar el café, pero Pedro se despertó en el mismo instante en que se movió.


—Tienes un sueño muy ligero.


—Sobre todo cuando estoy en misión. Y en esta casa resulta difícil dormir. Si creyera en los fantasmas, yo diría que está embrujada.


—¿Y crees en los fantasmas?


—No. Los vivos ya dan suficientes problemas, como para que me ponga a pensar en los muertos. El viento se cuela por todos los rincones de esta casa: chilla como un alma en pena. Escucha, ahí está otra vez…


—La leyenda dice que los gemidos que se oyen son el llanto de una viuda, por sus amantes pescadores que nunca regresaron a casa. Bueno, y ahora… ¿qué tal si preparo el café?


Estrechándola entre sus brazos, Pedro le dio un largo y dulce beso que la dejó estremecida de emoción.


—Tú quédate en la cama, mamá. Yo me encargo del café.


Volvió poco después con dos tazas de café, dos vasos de zumo, fresas y unas sabrosas tostadas.


—Me vas a malacostumbrar —le dijo ella—. No voy a ser capaz de sobrevivir sin ti.


—Este es el premio por su excelente trabajo de ayer, por haber repasado conmigo toda tu vida, detalle a detalle, en busca de alguna pista. Tengo un amigo en la oficina revisando la docena de nombres que me facilitaste. Cuando uno se pone a buscar, no sabe lo que puede acabar encontrando.


—Yo no estoy tan segura. Nadie de esa lista me parecía sospechoso.


—Bueno, teníamos que empezar por algún lado —le tendió la taza de café—. Comencé con gente con la que trabajas de manera cotidiana, sobre todo aquellos que no siempre están muy contentos con tus decisiones. Para ser tan joven, eres una mujer con mucho poder.


—Que estén resentidos conmigo es una cosa. Y otra muy diferente que quieran matarme.


—Hay mucha gente trastornada por ahí fuera.
Paula mordió una tostada. Últimamente siempre se despertaba con hambre.


—¿Y bien? ¿Qué es lo que toca hoy?


—Más de lo mismo. Aparte de que me gustaría echar un vistazo a la cúpula o a cualquier otro lugar donde tu abuela guardara recuerdos, fotografía, cartas…


—¡Hey! —se llevó una mano al estómago.


—¿Qué pasa?


—La pequeñita está muy activa esta mañana. No para de dar patadas. Pon la mano aquí y espera unos segundos. La sentirás.


Pedro se sentó en un lado de la cama e hizo lo que le decía. No tuvo que esperar mucho. Una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.


—Es como si estuviera haciendo gimnasia dentro —añadió Paula.


Pedro se inclinó para besarle el vientre en el punto exacto donde había oído dar pataditas al bebé. Fue un gesto tan dulce como conmovedor. 


A Paula le costaba creer que solo habían transcurrido dos semanas desde que se conocieron. Pero dos semanas viviendo juntos minuto a minuto en aquella situación de peligro habían multiplicado exponencialmente aquel corto lapso de tiempo. De repente escucharon el motor de un coche.


—¿No habías dicho que Mateo venía los domingos?


Pedro salió a la terraza, en bata, mientras Paula se vestía.


—Es un poli. Siempre aparecen cuando menos los necesitas.


—Probablemente sea Lautaro.


—¿Lautaro?


—Lautaro Collier. Un antiguo compañero de instituto. Lo llamé la misma noche que llegué a Orange Beach para quejarme de un misterioso desconocido que creía que me estaba siguiendo.


—¡Imagínate lo que les contará a sus compañeros esta noche cuando se entere de que ese misterioso desconocido soy yo y que estoy viviendo en tu casa! ¿Bajo a abrir?


—¿Así, en bata? Bueno, ¿y por qué no? Es probable que a estas alturas ya se haya enterado de la historia de cómo un antiguo compañero mío de la universidad apareció en el pueblo, se quedó prendado de mi devastadora belleza y se enamoró locamente de mí —se llevó una mano al pelo en una característica pose de mujer fatal—.Voy a lavarme la cara y los dientes y estoy con vosotros en un momento. Ah, y no le digas que tú eres el tipo que creía que me estaba siguiendo.


—¿Yo? ¿Seguir a una mujer hermosa para terminar instalándome en su casa y en su cama? ¿Qué clase de hombre crees que soy?


Paula esbozó una mueca pero dejó su pregunta sin responder. Pensaba que era un hombre tan sexy como bueno y valiente, justo lo que necesitaba en su vida en aquel momento. 


Solo que el futuro estaba demasiado nebuloso para pensar en él.


Nada más abrir Pedro la puerta, el policía lo calibró con la mirada.


—Hola, agente. ¿Hay algún problema?


—No. Soy amigo de Paula. ¿Se encuentra en casa?


—Está arriba, ahora mismo baja. ¿Quiere pasar?


—Sí, gracias —entró, quitándose el sombrero.


—Tome asiento, por favor —le ofreció Pedro, señalándole el sofá—.Voy a traerle una taza de café.


—No se moleste. Acabo de terminar mi jornada y pensaba volver a casa y dormir un poco. Aunque sí aceptaría un vaso de agua —siguió a Pedro hasta la cocina—.Tengo entendido que Paula y usted son viejos amigos.


—Las noticias vuelan en Orange Beach.


—Somos como una gran familia con un montón de parientes que vienen a pasar el invierno y otro montón en verano.


—Supongo que tendrán mucho trabajo durante la temporada turística.


—Nos las arreglamos bien.


—Entonces tienen que tener un buen departamento de policía.


—Vigilamos el pueblo de cerca. Si está usted buscando problemas, no ha venido a un buen lugar —repuso, adoptando la clásica imagen del policía duro.


En aquel preciso instante entró Paula en la cocina.


—Orange Beach es uno de los lugares más tranquilos del país —comentó, acercándose a Pedro—. Por lo menos eso fue lo que me dijiste la otra noche, ¿verdad, Lautaro?


El policía miró con expresión desconfiada a Pedro antes de concentrarse en Paula:
—¿Volviste a ver a ese hombre del que me hablaste?


—No. Supongo que el embarazo me ha puesto más nerviosa de lo normal.


—Como ya te dije, llámame cuando tengas el menor problema. Puedo mandar a alguien para que vigile la zona.


—Permítame una pregunta… ¿cómo ingresó usted en el cuerpo de policía? —le preguntó Pedro, consciente de que Paula se había olvidado de mencionar a Lautaro el día anterior, cuando estuvieron repasando los nombres de toda la gente que conocía en Orange Beach—. Parece que le gusta el oficio.


—Sí que me gusta, pero ahora estoy pensando en pedir el traslado a una población más grande, del tipo de Atlanta o Nueva Orleans.


—Le gustaría más acción.


—Me gusta ponerme en la mente de los criminales, saber cómo funcionan sus mentes. Probablemente esto no lo sepa usted, pero la cifra de crímenes sin resolver que se cometen cada año es altísima, incluso asesinatos. Y, a veces, aunque se sabe quién ha sido el autor, nunca logran capturarlo.


—Diablos, eso no es para mí. Usted encárguese de los asesinatos, que yo me encargo de vender coches.


—¿De dónde es usted?


—De Nashville. La capital de la música country.


Paula se había puesto a pelar una naranja mientras hablaban. Cuando terminó, echó la monda al cubo de la basura y se limpió las manos.


—No has contestado a la pregunta de Pedro: ¿por qué te metiste en la policía? —inquirió, incorporándose finalmente a la conversación—. Recuerdo que ni siquiera estabas pensando en hacerlo cuando me visitaste hará un par de años, en Nueva Orleans.


—Como te dije entonces, estaba asimilando mi divorcio y tratando de encontrarme a mí mismo. También visité a Juana. Me alegro de haberlo hecho, después de lo que le sucedió el mes pasado.


Paula se tensó en el preciso momento en que el nombre de su amiga fue mencionado, dejando caer el gajo de naranja que se estaba llevando a la boca. Pedro lo recogió y lo tiró a la basura mientras ella se recuperaba.


—Bueno, creo que tengo que irme —dijo el policía.


—Gracias por venir, Lautaro. Me gusta que se preocupen por mí.


—Ya sabes que estoy a tu disposición —le puso una mano en el brazo—. Si necesitas cualquier cosa, incluso después del parto, llámame.  Aunque supongo que te reincorporarás a tu trabajo nada más dar a luz.


—Eso me temo.


Pedro se despidió de él en la cocina y se quedó observándolo mientras Paula lo acompañaba hasta la puerta. Quizá estuviera algo enamorado de Paula, pero desde luego no parecía un asesino. No tenía ningún motivo para odiarla. 


Descalzo, fue a servirse otra taza de café. Había comenzado a llover, y casi no se distinguía el horizonte. Lautaro Collier, un hombre que conocía lo suficiente a Juana y a Paula como para visitarlas mientras estaba atravesando los trámites de su divorcio. Quizá fuera ese el eslabón que necesitaba: no necesariamente Collier, pero sí alguien que estuviera conectado con ambas mujeres. Lo que significaba que tendría que ser de Orange Beach, ya que había sido allí donde había nacido su gran amistad.


Si Juana y Paula se hubieran metido en algún turbio asunto, si hubieran pedido prestado un dinero que no habían podido devolver, o respaldado una inversión conjunta que había fracasado o… Paula estaba frunciendo el ceño cuando regresó a la cocina.


—No era así como pensaba comenzar el día, pero supongo que es igual.


—Lautaro da el tipo de un antiguo novio.


—Juana y él salían juntos cuando estudiaban en el instituto. Yo también salí un par de veces con él después de que rompieran, pero la cosa no fue más allá. Luego empezó a salir con una chica de Pensacola al poco de su graduación, y se casó con ella pocos meses después.


—La que se divorció de él, ¿no?


—Sí.


—Entonces, cuando te visitó en Nueva Orleans, ¿estaba intentando encontrar una sustituta para la que se le escapó?


—Estaba intentando encontrar un trabajo. Quería que yo lo contratara. Pero yo no fui tan inocente como para caer en aquella trampa. Le conseguí una entrevista con un tipo de otro departamento. No volví a hablar con Lautaro hasta el otro día, cuando llamé a la comisaría de la policía local y él me respondió el teléfono.


—Y ahora decidió hacerte una visita.


—Bueno, basta ya de hablar de Lautaro. 


Propongo que subamos ahora a la cúpula a ver qué podemos encontrar en esas cajas.