miércoles, 20 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 17




A la mañana siguiente, cuando Paula llegó a trabajar tras una noche en la que no había pegado ojo por lo ocurrido, lo vio sentado donde estaba cada mañana y lo saludó con un gesto de cabeza, pero esta vez no le sonrió. No estaba para risitas, y menos con él.


Pedro, que tampoco había pasado una buena noche, al ver su reacción se levantó y la saludó.


—Buenos días, Paula.


—Buenos días, señor.


La voz y el saludo de la muchacha eran distantes. Eso le dolió y Pedro murmuró:
—Lo siento. Me equivoqué.


Al oírle decir eso, Paula asintió y, sin ganas de confraternizar con él, dijo:
—Mire, señor, no se lo tome a mal, pero es mejor que deje las cosas como están o el café con sal que le serví el otro día se va a quedar en nada comparado con lo que le puedo dar hoy.


Dicho esto y con brío, se alejó de él y diligentemente se puso a trabajar. No quería verlo. Estaba muy enfadada. Pedro, al ver aquello, y atado de pies y manos, se dio la vuelta y salió del restaurante. No quería montar un numerito ante todos los trabajadores.


Un buen rato después, el jefe de sala de Paula la llamó.
—Lleva una bandeja con una cafetera y una jarra con leche al despacho del señor Alfonso.


Con la intención de quitarse aquel marrón de encima, respondió:
—Señor Gutiérrez, estoy liada con las mesas. ¿Por qué no se lo pide a otra camarera?


Su jefe, mirándola, insistió.


—El jefazo se va en una hora para el aeropuerto y quiere café. ¡Vamos, llévaselo!


Tras resoplar por la orden recibida, la chica cogió una bandeja, puso lo solicitado y fue hacia el despacho de Pedro. Al llegar, la secretaria le
guiñó un ojo y Paula llamó a la puerta, entró y, sin mirar hacia la mesa, dejó la bandeja en la mesita donde otro día había dejado la comida y anunció:
—Aquí tiene lo que ha pedido, señor.


Rápidamente se dio la vuelta para salir, pero una mano la sujetó del brazo y oyó decir:
—Mírame, Paula.


—No.


—Hazlo. Te lo ordeno como tu jefe que soy.


Protestó. Le repateaba que le hablara así. 


Resopló y, cuando se volvió a mirarlo, él expuso:
—Me equivoqué y te pido perdón.


—Perdonado. —Y, consciente de que lo estaba haciendo mal, siseó—: Ahora, qué tal si me suelta, se toma el café y se marcha para el aeropuerto. ¡Va a perder el vuelo!


Él no la liberó y, con la intención de hacerla sonreír, preguntó señalando la cafetera:
—¿He de fiarme de ese café o lleva sal?


Al oírlo, ella puso los ojos en blanco y, con chulería, cuchicheó:
—No me gusta el humor inglés.


Él maldijo. Ver su gesto de enfado le hacía patente lo molesta que estaba e insistió.


—Escúchame, por favor. Soy un hombre a quien le gusta controlar su vida las veinticuatro horas del día... y ayer me di cuenta de que tú controlabas la mía. Me sentí incómodo..., fuera de lugar mientras hablabas con ese amigo tuyo y, además, no suelo demostrar mi afecto en público y menos aún...


—Tranquilo, señor —lo cortó—. No se volverá a repetir.


Aquella rotundidad en su mirada le hizo saber que lo estaba empeorando y, bajando el tono de voz, susurró mientras la miraba a los ojos:


—Escucha, Pau la Loca. Me atraes muchísimo, pero me asustan nuestras diferencias, y no sólo de edad.


Al decir aquel apodo se la ganó. Sin duda él estaba poniendo de su parte para que se reconciliaran; sin ganas de ponérselo fácil, dijo:
—Señor, ¿no se marcha en una hora?


Angustiado al ver que ella no claudicaba en su enfado, se apoyó sobre su mesa y contestó:
—No. No me voy. Acabo de llamar a mi oficina de Londres para retrasar mi regreso dos semanas.


Paula se quedó sin palabras.


—Ayer me comporté como un idiota —reconoció él—, cuando lo que realmente quería era estar contigo, invitarte a cenar y hacerte el amor... si tú me lo permitías.


Paula no pudo hablar. Las emociones que sentía le habían sellado la boca. Sólo lo pudo mirar mientras él se quitaba la americana y la dejaba colocada sobre una silla. Después, tras desanudarse la corbata, se la quitó y se desabrochó el primer botón de la camisa que llevaba.


—Y si ahora me despeinas, podemos continuar donde lo dejamos ayer —la animó a seguir sin dejar de mirarla.


Aquellos actos y sus palabras finalmente la hicieron sonreír. No creía en los cuentos de príncipes y princesas, pero, al ver su gesto, que se acercaba más a ella y se agachaba para besarla, finalmente, gustosa, aceptó.


Apasionada por aquel beso y su dulce manera de disculparse, Paula se agarró a sus fuertes hombros y él la aupó en sus brazos feliz por lo que había conseguido. Ya era la segunda vez que la besaba en aquel despacho.


Aquello se estaba volviendo algo cotidiano, placentero y deseado.




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