domingo, 5 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 36





Ella se dejó caer sobre un sofá.


—Muy bien, enhorabuena, estás a punto de convertirte en padre, aunque aún sigo sin entender cómo lo has hecho.


—Igual que la mayoría de los hombres, imagino —contestó Pedro.


—Pero usaste un preservativo.


—Me temo que no me lo puse a tiempo y, por eso, debo culparme a mí mismo. Mi única excusa, aunque pobre, es que te encontraba irresistible.


—Oh, por favor... en cuanto terminó estabas deseando librarte de mí. Y que no te hayas puesto en contacto conmigo en todos estos meses lo deja bien claro. Lo cual me devuelve a mi pregunta original: ¿qué haces aquí?


—Por lo visto, eres inolvidable.


Ya, claro.


Pasaba por la ciudad y decidí venir a verte. Y ahora que estoy aquí, la cuestión es cuándo pensabas tú decirme que estabas embarazada.


No pensaba decírtelo. A ti sólo te interesaba un revolcón de una noche, no un compromiso de por vida.


Puede que sea un canalla, Paula, pero no soy un hombre sin conciencia.


Podrías haberte puesto en contacto conmigo en cualquier momento a través de la oficina de Milán. Yo hubiera venido de inmediato.


—¿Porque crees que yo quería verte? Tengo todo lo que necesito para darle al niño una vida normal.


No tienes un marido.


No sería la primera mujer. Miles de mujeres crían solas a sus hijos en todas partes del mundo y lo hacen muy bien.


—Mujeres que no tienen más remedio que hacerlo, desde luego. Pero no puedes decir en serio que ésa es la situación ideal para un niño.


—No —admitió ella—. Y si quieres ser parte de la vida de tu hijo, no pienso poner pegas.


Ah, qué generosa. Pero explícame cómo vamos a hacer eso si tú vives en Vancouver y yo en Italia. Un niño no es un paquete que se pueda enviar de un lado a otro.


¿Se te ocurre una solución mejor?


Por supuesto. Podríamos llegar a un acuerdo...


¿Qué clase de acuerdo?


O podríamos casarnos, si lo prefieres.


Lo que prefiero —empezó a decir Paula, levantándose— es que tomes tu acuerdo y te vayas de aquí, preferiblemente por el balcón.


Te estoy haciendo una oferta honorable.


Y yo no la acepto. Estoy tan interesada en casarme como tú en cargarte con una esposa que no deseas.


Pedro miró sus largas piernas, su brillante pelo rubio, la fina textura de su piel y los brillantes ojos azules. Era preciosa, deseable, pero también lo eran muchas otras mujeres, ninguna de las cuales despertaba en él el deseo de abandonar su soltería.


La diferencia estaba en el vientre abultado bajo la camiseta; algo de lo que él era responsable. Y que no le dejaba alternativa.


—Ya no es sólo lo que nosotros queramos, Paula. Te guste o no, nos hemos convertido en una familia y para los italianos la familia lo es todo.


—Pero yo no soy italiana. Soy una chica norteamericana que entiende que incluso en las circunstancias ideales el matrimonio es algo difícil. Y no esperarás que crea que éstas son unas circunstancias ideales.


—Son inesperadas, desde luego, pero no imposibles.


Y así habían estado durante más de una hora hasta que, por fin, agotada, Paula tuvo que decir que sí.


Pedro la había llevado a cenar para celebrarlo, pero no había comido mucho porque cenar tarde le daba ardor de estómago. Y él tampoco había comido mucho porque la enormidad de lo que estaba a punto de hacer pesaba en su estómago como un plomo...


El frufrú de su vestido y el aroma de su perfume lo devolvieron al presente.


—¿Pedro? —lo llamó Paula, poniendo una mano en su brazo—. ¿Qué ocurre?


Él dejó escapar un atormentado suspiro. ¿Por dónde podía empezar?




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