sábado, 28 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 10





Antes de que él pudiera contestar el ama de llaves apareció para anunciar que la cena estaba lista. Evidentemente aliviado por la interrupción, Pedro la tomó del brazo para llevarla hacia una zona de la terraza protegida de la lluvia y del viento por un toldo, en la que el ama de llaves había puesto una mesa para dos.


Era, pensó, como una escena de Las mil y una noches. Sobre la mesa había flores y velas en cuencos de cristal, servilletas de lino y cubiertos de plata. Una música suave salía de unos altavoces escondidos en la pared, pero la belleza del momento parecía teñida por la tensión que había entre ellos.


Antonia procedió a servir la cena: una ensalada de tomates, cebollas y alcaparras con aceite de oliva y queso fresco seguida de pez espada a la
plancha. Y, como permaneció cerca de ellos, la oportunidad de preguntarle a Pedro el porqué de ese cambio de humor tendría que esperar.


Afortunadamente, después de cenar se quedaron solos de nuevo y Paula lo interrumpió cuando estaba hablando de los efectos terapéuticos de los manantiales de la isla.


—Muy bien, ahora estamos solos y quiero que contestes a la pregunta que te he hecho antes... y te advierto que estoy harta de que la gente no sea sincera conmigo.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—He conocido a muchos empresarios cuya idea de un acuerdo entre caballeros es tan falsa como un apretón de manos —dijo él, mirando el contenido de su copa—. Es una pena, pero eso ha hecho que dejase de creer en muchas cosas. Te pido disculpas si te he insultado, Paula. No era mi intención y entendería perfectamente que me dieras una patada por debajo de la mesa.


—Te perdonaré con una condición —sonrió ella—. Por el momento soy yo quien más ha hablado, pero me gustaría saber más cosas sobre ti.


—Muy bien.


—Y no me importaría que fuéramos a dar un paseo mientras hablamos.


¿Seguro que no estás cansada? Es tu primer día fuera del hospital.


Mientras no tenga que correr una maratón o escalar una montaña, estoy perfectamente.


Entonces iremos a dar un paseo.


Pedro la llevó hasta un camino de grava que rodeaba la villa y se perdía por una serie de jardincillos.


—¿Por qué están divididos así?


—Para protegerlos del viento. Estos limoneros, por ejemplo, nunca sobrevivirían si estuvieran expuestos al siroco.


Seguramente ella habría sabido eso, pensó Paula, junto con miles de cosas triviales que hacían la vida diaria de una persona, pero todo eso podía esperar.


Por el momento debía descubrir lo que era realmente importante.


Veo que tengo mucho que aprender, así que vamos a empezar.


—¿Por dónde empiezo?


—Por tu familia, que ahora es mi familia también. ¿Viven en Pantelleria?


Sí.


—¿Están aquí ahora?


—Sí.


—Pero no he visto a nadie.


No viven en mi casa.


—Ah, ya. ¿Y dónde viven?


—Somos vecinos. Mi hermana vive en la casa de al lado y mis padres muy cerca.


¿Y cuando no estás en la isla dónde vives?


—Tenemos casa en Milán, donde está el cuartel general de mi empresa. Pero no vivimos cerca unos de otros como aquí. En la ciudad, tú y yo tenemos un ático y mi hermana y su marido viven en las afueras.


—¿Sólo tienes una hermana?


Sí.


¿Y tiene hijos?


—Sí, pero no creo que sea buena idea confundirte ahora con tantos nombres —
murmuró Pedro, sin mirarla.


—Bueno, háblame de tu empresa. ¿A qué te dedicas?


—Empezó como una empresa familiar: Alfonso Industrie de Ricorso Internazionali. Puede que hayas oído hablar de ella.


—No, me parece que no.


La creó mi bisabuelo hace noventa años. Tras la destrucción de la I Guerra Mundial, juró ayudar a aquéllos que vivían en la pobreza y empezó a comprar tierras aquí, en Italia, haciendo parques en zonas que antes eran callejones infestados de ratas.


—Ah, entonces sabes que, al menos, un hombre cumplió su palabra.


—Sí, es cierto —asintió Pedro—. Con el tiempo, mi bisabuelo empezó a levantar campamentos para niños necesitados y para pagar por todo eso invirtió en campos de golf, estaciones de esquí, hoteles...


—Me habría gustado conocerlo. Debía ser una persona extraordinaria.


—Sí, desde luego. Cuando murió a mediados de los años sesenta, AIR Internazionali era un nombre muy reconocido en Italia. Hoy es conocida en el mundo entero y apoya muchas organizaciones que ayudan a niños necesitados.
¿Y qué haces tú en la empresa? Mi padre es el presidente y yo soy el vicepresidente. Específicamente, me encargo de las operaciones en Europa y Estados Unidos.


—De modo que estoy casada con un gigante de las finanzas


—Sí, algo así —para entonces habían llegado a unos escalones de piedra y Pedro tomó su mano—. Ten cuidado aquí.


Salvo por las luces de la casa y las lámparas solares que iluminaban el camino, todo lo demás estaba en sombras, creando una sensación tal de aislamiento que, instintivamente, Paula apretó su mano.


Parece como si fuéramos las únicas personas en el mundo.


Él apretó su otra mano un poco más. Estaban tan cerca que, aunque sus cuerpos no se tocaban, sintió como si una corriente eléctrica los recorriera.


—¿Te molestaría si lo fuéramos?


No —contestó Paula, levantando la cara—. No se me ocurre ninguna otra persona con la que me gustaría estar sola en el mundo.


Pedro hizo entonces lo que llevaba deseando hacer desde que la vio bajando del avión: inclinó la cabeza y la besó. No en la mejilla como había hecho antes sino en la boca. No fríamente, como una persona saludando a otra, sino como un hombre poseído por un ansia que apenas podía contener.


Y Paula cerró los ojos, mareada, al sentir el roce de su lengua, saboreando su deseo. El de Pedro, el de ella, más embriagador que el champán. Y durante el tiempo que duró el beso, el vacío que la había atenazado desde que llegó a la villa desapareció.


Pero volvió enseguida, en cuanto la soltó. 


Levantando la cabeza, Pedro se apartó
un poco, respirando agitadamente.


Creo que ya sabes suficiente sobre mí.


—No, no es verdad —musitó Paula—. Tengo que hacerte una pregunta más.


—¿Cuál?


Si podemos besarnos así, ¿cómo es posible que el nuestro no fuera un matrimonio feliz?


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