viernes, 14 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 33





Sus palabras deberían haberla aliviado. Lo último que deseaba era que Pedro la amase. La pena era que ella estuviese empezando a amarlo de nuevo…


Si él la quisiera, no tendría fuerzas para apartarse. Aun sabiendo que quedarse con él la destruiría.


—Me alegro de oírlo. Y ahora, si me perdonas, necesito… tomar un poco el aire.


Tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo pero, una vez sola en la habitación, salió a la terraza y miró el mar, apretando el albornoz contra su cuerpo, la brisa fresca de la mañana haciéndola temblar.


Había estado a apunto de cometer el mayor error de su vida. Si le hubiera dicho Pedro que Alexander era su hijo, sus vidas habrían estado unidas desde entonces, quisiera ella o no.


¿Habría exigido que se casara con él? ¿Habría usado sus encantos y su poder sobre ella para hacer que lo amase para siempre, aunque fuera contra su voluntad? ¿Y cuánto tiempo habría tardado en traicionarla? Mariano tenía razón, Pedro no pertenecía a su mundo, no se atenía a las reglas. No se regía por el mismo código de honor.


Sería una loca si aceptara ese riesgo.


Tenía que casarse con Mariano lo antes posible. Porque la aterrorizaba que, a pesar de todo, estuviera buscando excusas para quedarse…


—Siento que ésas no fueran las palabras que querías escuchar. Pero te dije que no te mentiría nunca —oyó la voz de Pedro detrás de ella.


—Te equivocas —replicó Paula—. Me alegro de que no me quieras. Eso sólo complicaría las cosas.


—El amor es una pérdida de tiempo.


—Sí, claro. En fin, de todas maneras me marcho ahora mismo.


—No, no te vas.


—No puedes detenerme, Pedro.


Él acarició su mejilla, inclinando la cabeza para buscar sus labios. El beso fue apasionado, tentador. Sus labios eran duros, suaves y dulces a la vez.


—Eres mía, Paula. Mariano no te merece. Tú eres una llama, un ave del paraíso. Él no es hombre para ti.


—¿Y tú sí?


—Sí —contestó Pedro—. Y por eso serás mía para siempre.


Paula se apartó para que no pudiera ver la confusión y el deseo en su rostro.


—Tengo que casarme. Quiero una familia, Pedro, alguien que sea mío. ¿No eres
capaz de entenderlo?


—Por eso vas a casarte conmigo.


—¿Qué?


—¿No ibas a casarte con Mariano porque tenía dinero? Yo lo tengo también. Tengo empresas, fábricas, influencia. Juntos seremos imparables.


Paula contuvo el aliento. La tentación era casi irresistible. Ningún hombre la había afectado como Pedro. Él la hacía sentir viva. Aportaba a su vida el riesgo de montar en moto, de hacer el amor en la playa…


Pero la había engañado, pensó. Y lo haría otra vez. Su madre había tenido que lidiar con eso toda la vida. ¿Podría hacerlo ella? ¿Podría soportar una vida entera volviendo la cabeza para no ver sus infidelidades? ¿Podría soportar esa humillación?


No.


Había visto demasiado cerca la angustia, la amargura de su madre. Amar a Pedro y saber que se acostaba con otras mujeres la mataría.


—Pero será un matrimonio sin amor —dijo él entonces.


—No, no puedo.


—¿No puedes? ¿O no quieres?


—Es lo mismo —contestó Paula—. Cuando me case quiero que sea con alguien que pueda representar a San Piedro…


—Alguien de sangre real, no alguien como yo.


De repente, a Paula le dieron ganas de llorar.


—¿Te das cuenta de lo que significaría casarte conmigo?


—Sí, pero sigo queriendo casarme.


—Tú no sabrías ser un príncipe, Pedro. No eres capaz de soportar las críticas, te volverías loco por la falta de intimidad. Y en cuanto a la diplomacia… te enfadarías y le dirías a cualquiera que se fuera a tomar viento.


—Sigues sin confiar en mí. Nunca has confiado en mí.


Pedro había sido sincero diciendo que no la amaba y ella no tenía más remedio que devolverle el favor.


—No, no confío en ti. Lo siento.


Murmurando una palabrota, Pedro se dio la vuelta. Y, viéndole salir de la habitación, Paula sintió que se le iba algo importante.


Todo lo que había dicho era verdad, pero sus sentidos no estaban de acuerdo.


Todo su cuerpo gritaba por él. Y su corazón decía…


«Pedro, te quiero».


Sin pensar, corrió tras él y lo tomó del brazo.


—Espera.


—¿Qué? Ya has dejado muy claro lo que pensabas.


—Por favor, espera un momento.


Paula se sentía como al borde de un precipicio. Oía la voz de Mariano, de su madre, de Karina, de los ministros de San Piedro, todos diciéndole que volviera a palacio de inmediato. Que se mostrase digna, que fuera una princesa.


Que obedeciera las reglas.


Pero estaban en el siglo XXI y las cosas habían cambiado mucho. Un príncipe vecino había vivido con su novia, una madre soltera, antes de casarse. Otro se había casado con una chica de una familia tan impresentable que sus padres habían sido excluidos de la boda.


¿Por qué tenía ella que sacrificar su felicidad por algo tan anticuado que el resto del mundo lo había dejado atrás?


«No puedo decide adiós», pensó. «No puedo aún no».


Necesitaba el placer que Pedro le proporcionaba, la emoción que le daba a su vida. Eso era lo que quería. Un par de semanas de pasión y risas con el hombre del que estaba enamorada llenarían su alma tanto como para sostenerla durante una vida entera de entrega a su país.


Unas vacaciones. Sí, eso era lo que necesitaba. 


Dejar de ser una princesa durante unos días y ser ella misma.


«Y luego volveré a ser una princesa», pensó. «Me casaré con Mariano y respetaré la reglas».


Quizá incluso sería lo mejor. Después de unas semanas con Pedro vería todos sus defectos y dejaría de amarlo. O él se cansaría de ella y la traicionaría con otra. En cualquier caso, podría casarse con Mariano por el bien del país sabiendo que no había dejado nada atrás… salvo su corazón, quizá.


Y, si era necesario, estaba dispuesta a vivir sin corazón…


—No puedo ser tu esposa, pero…


—¿Pero?


—Seré tu amante —dijo Paula.


—¿Mi amante? —repitió Pedro—. ¿Vivirías conmigo? ¿Desafiarías al mundo entero?


—Sí —contestó ella, mirándolo a los ojos—. Pedro, enséñame a vivir peligrosamente.





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