martes, 4 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 1





Pedro Alfonso salió de su Rolls Royce y apretó la chaqueta contra su pecho. El amanecer era una franja escarlata sobre el cielo gris de Nueva York mientras su chófer abría un paraguas para protegerlo de la lluvia.


Pedro, espera.


Por un momento, pensó que lo había imaginado, que su insomnio por fin había provocado que soñara despierto. Entonces, una delgada figura apareció por detrás de la escultura de metal que adornaba la entrada de su edificio de oficinas. 


La lluvia aplastaba su pelo y su ropa. Su rostro estaba pálido por el frío. Debía de haber estado
esperando fuera durante horas.


—No me digas que no —le suplicó—. Por favor.


Su voz era suave, ronca. Como la recordaba. 


Después de tantos años, aún lo recordaba todo sobre ella, por mucho dinero que hubiese ganado y por muchas amantes que hubiera tenido para borrarla de su memoria.


Pedro apretó los dientes.


—No deberías haber venido.


—Pero… necesito tu ayuda —la princesa Paula Chaves respiró profundamente, sus ojos pardos brillando bajo la luz de las farolas—. Por favor. No puedo acudir a nadie más.


Sus miradas se encontraron y, por un momento, Pedro volvió a los días de primavera merendando en Central Park, a los veranos haciendo el amor en su estudio de Little Italy. Cuando, durante cuatro dulces meses, Paula había iluminado su mundo y él le había pedido que fuera su esposa…


Ahora la miró con frialdad.


—Pide una cita.


Iba a seguir caminando, pero ella se interpuso en su camino.


—Lo he intentado. Le he dejado varios mensajes a tu secretaria. ¿No te los ha hado?


Valentina se los había dado, sí, pero él decidió pasarlos por alto. Paula Chaves no significaba nada para él. Había dejado de quererla años atrás.


O eso se decía a sí mismo. Pero ahora su belleza estaba calándole hasta los huesos como un veneno. Sus expresivos ojos, los labios generosos, esas curvas escondidas bajo el elegante abrigo… lo recordaba todo. El sabor de su piel, las suaves y elegantes manos acariciándolo entre las piernas…


—¿Estás sola? —Pedro apretó la mandíbula, intentando controlarse—. ¿Dónde están tus guardaespaldas?


—En el hotel. Ayúdame, por favor. Por… por lo que hubo una vez entre nosotros.


Pedro vio, horrorizado, que los ojos de Paula se llenaban de lágrimas.


Lágrimas que se mezclaban con la lluvia. 


¿Paula llorando? Quisiera lo que quisiera,
debía de ser muy importante, pensó.


Mejor. Tenerla de rodillas, suplicándole un favor era una imagen muy agradable. No compensaría lo que le había hecho, pero sería algo.


Abruptamente, se acercó, trazando con un dedo su mejilla mojada.


—¿Quieres que te haga un favor? —su piel estaba helada, como si de verdad fuera la princesa de hielo que el mundo la creía—. Tú sabes que te haría pagar por él.


—Sí —Paula hablaba tan bajo que apenas podía oírla con el ruido de la lluvia—. Lo sé.


—Sígueme —quitándole el paraguas a su chófer, Pedro se dio la vuelta y subió los escalones. Mientras atravesaba las puertas de cristal del edificio y saludaba a los guardias de seguridad podía oír el repiqueteo de los tacones de Paula sobre el suelo de mármol.


—Buenos días, Salvatore —le dijo al primero.


—Buenos días —el hombre se aclaró la garganta—. Hoy hace frío, ¿verdad, señor Alfonso? Ojalá estuviera en mi país, donde hace más calorcito —luego miró a Paula—. O en San Piedro.


De modo que incluso Salvatore la había reconocido. Pedro se preguntó, incómodo, qué haría su secretaria al ver a Paula Chaves.


Valentina Novak, aunque una secretaria ejecutiva muy competente, tenía una debilidad: los cotilleos de los famosos. Y Paula, la princesa de un diminuto país mediterráneo, era una de las mujeres más famosas del mundo.


Cuando se acercaba a los ascensores, oyó que Salvatore lanzaba un silbido. Y no podía reprochárselo. Paula había sido una chica muy guapa a los dieciocho años, ahora era una mujer hermosísima. Como si incluso el tiempo estuviera enamorado de ella.





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