miércoles, 8 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 21




Ella le dijo que no mentalmente. «No, no, no». Si se quedaba, solo lograría empeorar las cosas.


Tenía que marcharse. Y lo haría en cuanto su cuerpo obedeciese las órdenes de su cerebro. Pero, al parecer, la conexión entre ambos estaba estropeada, porque no se podía mover.


Se quedó allí parada, viendo cómo Pedro volvía a inclinar la cabeza. Dejó que la besase otra vez, que su lengua la provocase hasta que abrió la boca y la invitó a entrar.


«No es buena idea», pensó mientras lo abrazaba por el cuello y sus dedos empezaban a jugar con su pelo. «Es muy, muy mala idea…».


La lengua de Pedro se entrelazó con la de ella y Paula gimió y dejó de pensar con sensatez. 


Fuese buena o mala idea, ya era demasiado tarde para luchar contra ella. Ni siquiera estaba segura de querer hacerlo.


Pedro la apretó todavía más contra su cuerpo, de manera que sus pechos se aplastaron contra el de él y Paula notó su erección.


Ella también estaba excitada, tenía el corazón acelerado y mucho calor, y notó cómo se le endurecían los pezones. También tenía las rodillas temblorosas y humedad entre los muslos.


Pedro no tardaría en darse cuenta de lo excitada que estaba. Ya le estaba acariciando las caderas y empezaba a meter las manos por debajo del vestido.


Ella empezó a desabrocharle la camisa. Al llegar al último botón, le desabrochó el cinturón y el botón del pantalón y le sacó la camisa. Una vez con su torso al descubierto, apoyó las palmas de las manos en su piel caliente y suave.


Él gimió. Ella, también. Ambos sonidos se mezclaron y Paula notó cómo un escalofrío recorría su espalda.


Como si él también lo hubiese sentido, Pedro le recorrió la espalda con la mano, hacia arriba, y le masajeó la nuca un segundo antes de desabrocharle la cremallera del vestido.


Paula le clavó las uñas en el pecho, presa del deseo. Era tanto que casi no lo podía soportar, hacía que se sintiese sin fuerzas y casi sin respiración.


Si Pedro no hubiese estado sujetándola, estaba segura de que se habría caído al suelo.


Pedro dejó de besarla y le permitió respirar mientras le tiraba del vestido para que se le cayese a los pies. Luego metió los dedos por la cinturilla de las medias y empezó a bajárselas también, arrodillándose delante de ella.


Le puso una mano en el tobillo y le dijo:
–Levanta.


Paula lo hizo y él le quitó el zapato y la media del pie.


–Levanta –repitió, para realizar la misma operación con el otro pie, dejándola en medio de la habitación en sujetador y braguitas.


Por suerte, Paula había escogido la ropa interior con tanto esmero como la exterior, a pesar de no haber tenido intención de desnudarse delante de él.


No obstante, se alegraba de haberse puesto un conjunto nuevo. Un sujetador sin tirantes rojo, rematado con encaje y un culote a juego que le tapaba bastante por delante, pero dejaba al descubierto dos medias lunas por detrás.


Pedro debió de fijarse en su ropa interior desde abajo, porque levantó la cabeza, sonrió y dijo:
–Precioso.


Y luego la agarró por las pantorrillas, por las rodillas y subió hacia los muslos.


Ella se humedeció los labios secos con la punta de la lengua.


–Las madres siempre dicen que hay que llevar ropa interior bonita, por si acaso –comentó con voz temblorosa–. Ahora lo entiendo.


Pedro se echó a reír.


–Es más que bonita –le contestó, agarrándola del trasero y dándole un beso en el vientre, justo debajo del ombligo–, pero estoy seguro de que con ese «por si acaso» ninguna madre se refiere a esto.


Ella intentó reír, pero le salió un ruido extraño, ahogado.


–Pero, te gustan, ¿no? ¿Más que unas braguitas de algodón blanco?


Él le dio un beso en el centro del torso y se puso completamente de pie.


–Más que unas braguitas de algodón blanco –admitió–, aunque en realidad me da igual, porque no voy a tardar en quitártelas.


Le puso las manos en la espalda y le desabrochó el sujetador con un rápido movimiento. Ella cruzó los brazos para que no se le cayese del todo.


–Venga, quítate las dos cosas.


Aquella orden hizo que a Paula se le encogiese el estómago y se le pusiese la carne de gallina.


A pesar de notar cómo el deseo corría por sus venas, se sintió incómoda y desprotegida. Había llegado hasta allí, incluso sabiendo que era un error colosal.


Ya no era sensato estar a solas con Pedro, ni siquiera vestida, así que lo que estaban haciendo, mucho menos, pero le trajo tantos recuerdos increíbles y tantas sensaciones que había pensado que no volvería a experimentar.


Por un momento, pensó en volver a ponerse el vestido y salir corriendo, pero no pudo.


Con los brazos todavía cruzados para que no se le cayese el sujetador, retrocedió. Solo un pequeño paso.


–Espera –le dijo, con más confianza de la que sentía en realidad.


Él arqueó una ceja y le advirtió con la mirada que, si intentaba salir huyendo, la perseguiría.


Pero Paula no tenía intención de correr, sino solo de postergar un poco las cosas para no ser la única que se estaba quedando helada en aquella vieja habitación de hotel.


–Llevas demasiada ropa –le dijo–.Tú primero.



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