sábado, 21 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 32




Se inclinó sobre ella y la besó.


Paula apenas se había recuperado de su sesión de sexo cuando él la despertó.


Mientras la besaba y acariciaba de nuevo sus senos desnudos, ella sintió que el deseo la inundaba de nuevo. Notó que él estaba enorme y erecto de nuevo y acercó tímidamente una mano.


Él se estremeció al notar sus caricias, gimió y la elevó como si no pesara nada.


Se incorporó en la cama y la sentó a ella en su regazo, de frente a él. Se puso un preservativo y, elevándola con sus brazos, hizo que descendiera sobre él, abrazándolo de la forma más íntima. Paula le rodeó el cuerpo con las piernas. Él se balanceó adelante y atrás, haciendo que los senos de ella se rozaran con su fuerte pecho y el centro más sensible de ella con su pelvis. Casi al instante, ella se tensó y gritó.


–Treinta segundos –dijo él con diversión apartándole el cabello de la frente sudorosa–. A ver si conseguimos que dures algo más.


Durante la hora siguiente, la torturó de placer.


El se tumbó boca arriba y colocó a Paula encima de él, enseñándole a encontrar su propio ritmo, a controlar la intensidad y el ritmo de las acometidas. La tumbó en la cama y le hizo colocar una pierna sobre el hombro de él para mostrarle cuan profundamente podía penetrarla. La saboreó con su lengua.


Jugó con sus hábiles dedos. Hizo que se retorciera y le rogara.


Pero cada vez que ella comenzaba a tensarse ante el inminente orgasmo, él se detenía en seco y luego emprendía un ritmo diferente. 


Hasta que Paula casi lloró de frustración ante el agonizante deseo. ¿Cuánto tiempo más pensaba torturarla?


–Por favor –rogó ella llorosa–. ¡Tómame!


Él la miró con ternura y sonrió travieso.


–Creo que puedes aguantar unas horas más.


–¡No! –exclamó ella y, con una sorprendente fuerza, lo tumbó en la cama.


Se colocó encima de él, inmovilizándole las muñecas, y lo acogió en su interior. Él ahogó un grito.


–Es mi turno –le susurró ella al oído.


Poniendo en práctica todo lo que él le había enseñado, ella comenzó a moverse. Él quiso protestar, pero ella le ignoró, obligándole a penetrarla una y otra vez hasta que él también comenzó a tensarse y retorcerse. Hasta que él
echó la cabeza hacia atrás y, con un poderoso grito, explotó dentro de ella. En el mismo momento, ella también gritó cuando el creciente placer la elevó tanto que estuvo a punto de desmayarse.


Exhausta, ella se derrumbó sobre él. No supo cuánto tiempo se quedó así.


Cuando por fin abrió los ojos, él estaba despierto y la miraba. Como si no se cansara de hacerlo.


Y ella le deseó a su lado. No sólo en la cama, también en su vida. Para siempre.


Una idea la conmocionó: ¡estaba enamorándose de Pedro!


«¡No! ¡No puedo enamorarme de él!», pensó con desesperación. Intentó concentrarse en todas las razones por las que debía odiarlo. 


Pero lo único que logró recordar fue la vulnerabilidad que había visto es el rostro de él mientras le contaba cómo había muerto su familia en el incendio. O cómo su abuelo le había despreciado y no le había permitido encariñarse ni con las niñeras.


Cómo, desde que él tenía siete años, no había tenido un auténtico hogar ni una familia...


«¡Pero él no quiere eso: no quiere una esposa ni hijos!», se recordó ella con fiereza.


Era muy duro no hablarle de su bebé. Se moría de ganas de hacerlo, pero no podía arriesgar la felicidad de Rosario por un padre que no la deseaba. Y tampoco quería imponerle a él una responsabilidad que rechazaba. Dado que él empezaba a importarle, debía ocultarle ese secreto, debía permitirle la libertad que él deseaba, se dijo.


Además, no podría soportar que él la odiara si se enteraba de que le había ocultado que era padre.


Cerró los ojos, incapaz de sostenerle aquella mirada que superaba todas sus defensas.


Estaba enamorándose de él. Pero debía dejarlo marchar.





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