martes, 20 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 21
Paula giró la cabeza, paralizada por las conclusiones que tenía en la cabeza. De repente, recordó cosas de la personalidad de su madre que encajaban dolorosamente con lo que le acababa de contar Pedro.
Camila no bebía bajo ningún concepto, detestaba los abusos. De hecho, había sido voluntaria en una casa de mujeres maltratadas. Había insistido en que Paula fuera a la universidad porque ella no había podido ni siquiera acabar el colegio y aquello le había costado muy caro durante su juventud. Tenía una necesidad compulsiva de mejorar. De hecho, había ido a cursos nocturnos uno detrás de otro y había acumulado tantos créditos como para que le dieran el título de licenciada en bellas artes.
— ¿Y bien? —pregunto Pedro mirándola pacientemente—. ¿Por qué se hizo cargo Hugo de la familia de otro hombre?
—No lo sé —contestó girando la cara por completo para que no la viera llorar—, y no me importa. Solo quiero saber por qué no luchó por mí.
Pedro la agarró de la barbilla y la obligó a mirarlo.
—Cometió un error. Se dejó arrastrar por el orgullo herido y, para cuando se dio cuenta de que se había equivocado, tú creías que Nicolas Chaves era tu padre. Te quería tanto que prefirió dejarlo estar y te sigue queriendo tanto que no quería que supieras cómo era tu madre en realidad, quería que tuvieras un buen recuerdo de ella.
— ¡Mi madre! —gimió con amargura a medida que la verdad la invadía—. Camila Chaves, la elegante esposa del doctor, la perfecta anfítriona, la ciudadana respetable cuya vida era una pura mentira. Y yo me creí todo lo que me dijo. ¡Se debió de reír mucho!
Al ver que la histeria se estaba adueñando de ella, Pedro la abrazó y la atrajo hacia sí, a pesar de que ella no quería.
—No te tortures así —le susurró acariciándole la espalda—. Tú eras la víctima, estabas en medio de todo. Tú no tienes la culpa de nada.
—Efectivamente, es tuya. ¡Te odio, Pedro Alfonso, por lo que me has robado esta noche!
—Me odio a mí mismo. Ojalá no te hubiera contado nada. Paula, cariño, no llores así. Te vas a poner enferma.
— jNo me importa! —exclamó mirándolo furiosa—. ¿Sabes lo vacía que me siento? ¿Sabes lo fea que me siento por dentro?
—Tú no tienes nada de fea —le dijo con ternura agarrándole la cara entre las manos —. Eres guapa y deseable y...
Y la besó con tal maestría que se diría que quería borrar todo el mal que le había hecho. La besó con tanta dedicación y pasión que consiguió encender una pequeña llama en el frío que Paula sentía por dentro.
Al notar la mano de Pedro en el cuello y luego en el hombro, Paula le tocó el pecho con las yemas de los dedos y percibió el galope de su corazón. Justo antes de cerrar los ojos, vio un fuego intenso en los de él. Y la llama que sentía en su interior creció, tomó fuerza y corrió por sus venas combatiendo el horror vivido de hacía unos momentos.
Todos los terribles detalles que le acababa de revelar se tornaron una sed insaciable.
Necesitaba que la acariciara, sentirse querida, como si fuera la última mujer sobre la faz de la Tierra. Ansiaba que la amaran, aunque no fuera para siempre, solo un rato.
Le acarició la camisa, buscó los botones y comenzó a desabrocharlos con impaciencia.
Pedro le agarró los dedos con delicadeza.
—No es un buen momento para dejarse llevar. Ni tú ni yo estamos pensando lo que hacemos.
—No quiero pensar. Quiero sentir... quiero curar mis heridas —contestó ella besándole el cuello suavemente y suspirando —. Ayúdame, Pedro.
—No empieces algo que no estás dispuesta a terminar —le susurró. Al notar su lengua lamiéndole el pezón izquierdo, no pudo evitar un gemido de placer.
—Hazme el amor —le suplicó.
—Pero si antes no querías —gimió.
— Pero ahora, sí —le contestó siguiendo con la uña la hilera de vello que descendía por su abdomen.
—Eso no hará que el pasado sé borre.
—No me importa el pasado. Solo el aquí y el ahora. Esto solo nos concierne a mí — continuó acariciándole el abdomen con la palma de la mano y jugando con la cremallera de sus pantalones—... y a ti.
— ¡Pau... la! —suplicó intentando controlar la situación.
Ella le pasó la lengua por el cuello mientras acariciaba con la mano los contornos de su anatomía que no podía disimular.
Pedro se estremeció y gimió. Intentó apartarla, pero ella, arrastrada por el deseo, se quitó el vestido. No llevaba sujetador ni combinación.
Los ojos de Pedro se quedaron clavados en aquel cuerpo y ella supo que había ganado. La besó y le susurró al oído lo que le iba a hacer para que olvidara sus palabras y, a continuación, lo llevó a la práctica.
Le agarró los pechos y succionó sus pezones erectos con tanta fuerza que Paula creyó que se le iba a salir el alma. Siguió bajando con la lengua hasta el ombligo y volvió a subir hacia su boca.
Su lengua sabía a coñac y al perfume de ella. Le puso una mano en la espalda y deslizó la otra hasta la cremallera de la falda. Con una lentitud atormentadora le acarició la parte interna del muslo hasta el encaje de las braguitas. Si no hubiera sabido ya que Paula se moría por él, lo habría averiguado en ese instante.
Aquel hombre era un diablo y un ángel a la vez. Paula se aferró a él y se dejó llevar por los espasmos de placer.
Cuando ya creía que las rodillas no podrían aguantarla mucho más, sintió que Pedro le quitaba el vestido y las braguitas y las dejaba en el suelo. La levantó en brazos y la llevó a uno de los sofás.
Mientras oleadas de placer recorrían su cuerpo, Paula observó cómo Pedro se despojaba de sus ropas. Lo que había debajo merecía la pena.
Alargó la mano para tocarlo, pero él se lo impidió.
—Déjame que te toque. Quiero darte placer.
—Todavía no he terminado contigo —contestó él con voz acaramelada.
—Pero, no puedo... otra vez, Pedro... —dijo cerrando los ojos y sintiendo lágrimas bajo las pestañas.
Pedro se metió entre sus piernas y la recorrió con la punta de la lengua hasta hacer que se arquearse compulsivamente.
— Sí, sí que puedes, Paula, Y, cuando esté dentro de ti, lo comprobarás.
Paula estaba segura de que estaba equivocado. Le hubiera bastado con el placer de abrazarlo y de verlo gozar, pero lo siguió y cruzó con él la frontera del placer hasta que su simiente se desparramó en su interior.
El olor de sus cuerpos, de la loción de él y del perfume de ella, del coñac, de un hombre y una mujer, del sexo, empapó la noche. El silencio solo se veía interrumpido por la respiración entrecortada de Pedro. Paula sentía sobre ella el peso de su cuerpo, mientras él descansaba tras el esfuerzo en aquel lugar secreto, perfecto para el descanso del guerrero.
Paula no sabía cuánto tiempo habían estado así, pero, de repente, oyeron la puerta de abajo y la voz de Natalia.
—Pedro, ¿estás ahí? Tenemos que hablar.
Paula exclamó horrorizada. Miró a su alrededor y vio las ropas de ambos tiradas por toda la habitación. Sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo y miró a Pedro, que seguía sobre ella. «¿Qué hacemos?», pensó.
Pedro sacudió la cabeza y le tapó la boca.
Natalia ya estaba en la planta de arriba y avanzaba por el pasillo hacia allí.
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