viernes, 31 de mayo de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 4




Al ver a Paula hablando con el revisor del barco, Pedro consideró la opción de bajarse del ferry, pero aquél era el último trayecto nocturno. 


Tenía que decidir entre tomarlo o quedarse a dormir en el sofá de la oficina.


Así que se deslizó sigilosamente hacia el lado opuesto de la embarcación, que estaba prácticamente vacía. Con un poco de suerte, podría bajar sin que lo viera. Tras sentarse, estiró las piernas, se subió el cuello del abrigo hasta las orejas y cerró los ojos.


Era consciente de que se había comportado con ella de manera arrogante. Paula había ido a su casa intentando hacerse amigos y él le había dado la espalda. Pedro todavía recordaba cómo la había avergonzado.


¿Acaso había olvidado cómo comportarse con una mujer? No, más bien, había olvidado cómo comportarse con cualquier persona. Pedro evitaba relacionarse con la gente. Incluso sus padres habían tirado la toalla. En el pasado, habían formado una familia feliz, pero actualmente se limitaban a hablar por teléfono una vez al mes.


Qué diferente había sido todo unos años atrás.


Durante todo el trayecto, estuvo escuchando la voz de Paula, una voz amable, cálida y llena de humor. Abrió los ojos ocasionalmente para mirarla y se dio cuenta de que nunca mantenía las manos quietas.


El revisor lucía una sonrisa de oreja a oreja.


Cuando por fin llegaron, Pedro se bajó del barco sin mirar atrás. Suponía que Paula lo habría visto para entonces pues solamente eran unos cuantos pasajeros. Pedro se encaminó a su coche y observó cómo Paula cruzaba la calle hacia la parada de taxis, que estaba desierta.


Maldición.


Paula y él eran las únicas personas que vivían en el otro extremo de la terminal de los ferrys. Al estar solamente a treinta minutos en ferry de la ciudad más grande de Nueva Zelanda, había mucha gente, los que se lo podían permitir, claro, que vivían en la isla de Waiheke.


Durante el verano, mucha gente iba a pasar allí el día, el lugar estaba llena de turistas que triplicaban la población real, y los hoteles, balnearios y hostales estaban completos, pero en aquellos momentos estaban fuera de temporada, así que era normal que no hubiera muchos taxis por la noche.


Pedro apretó el volante con fuerza.


La mera idea de tener que llevar a alguien a casa lo paralizaba. Ya le costaba bastante conducir, pero se había obligado a hacerlo diciéndose que conducir era necesario para vivir en el siglo XXI.


Sin embargo, tener que llevar a otra persona lo llenaba de terror. Era por Romina.


Pedro tomó aire y se dijo que podría hacerlo. No era la primera vez que lo hacía, en realidad, pero, normalmente, le gustaba tener tiempo para prepararse, para hablar consigo mismo.


Era consciente de que no era capaz de montarse en su coche e irse a casa dejando sola a su vecina en mitad de una oscura y fría noche de otoño, así que puso su vehículo en marcha, cruzó la carretera, se paró junto a Paula y abrió la puerta del pasajero.


En un principio, le pareció que Paula le iba a decir que no porque tenía las mandíbulas apretadas. Sin embargo, tras echar un último vistazo a las desiertas calles, agarró su maletín y se montó en el coche.


—Muchas gracias.


Pedro emitió un sonido parecido a un gruñido. Al hacerlo, inhaló algo que le recordó al limón. Inmediatamente, se dijo que debía relajarse pues se dio cuenta de que estaba apretando tanto el volante que tenía los nudillos blancos.


Le estaba empezando a doler la rodilla, lo que solía sucederle siempre que se encontraba en una situación tensa. Aquélla era la rodilla que se había destrozado en el accidente y que había dado al traste con su carrera como jugador de rugby, pero no había sido nada comparado con haber podido perder la vida.


—¿Ha estado trabajando hasta tarde? —le pregunto Paula por fin.


—He tenido una cena de trabajo —contestó Pedro.


La carretera estaba mojada. Pedro odiaba las carreteras mojadas.


—¿No tiene coche? —le preguntó a Paula en tono cortante.


—Sí, pero lo tengo en un garaje en la ciudad. He pensado en comprarme una moto para la isla.


—Es imposible ir en moto por estas carreteras —contestó Pedro.


A continuación, se quedaron en silencio y se recriminó a sí mismo haberle hablado de manera tan abrupta.


Paula suspiró y echó la cabeza hacia atrás.


Pedro no pudo evitar recordar que hacía un rato la había oído conversar y reír con el revisor.


—¿Qué tal su búsqueda de trabajo? —le preguntó Pedro limpiándose el sudor de las palmas de las manos en el pantalón.


—Justamente hoy me han ofrecido uno que me ha interesado.


Pedro la miró de reojo y le pareció que no estaba muy contenta con el trabajo.


—Se trata de media jornada, sólo unas cuantas horas desde casa —explicó Paula—. Le aseguro que no va a interferir con la reforma de la casa, por supuesto.


Pedro apretó las mandíbulas. Si Paula tenía intención de renovar la casa era porque no tenía intención de venderla.


Parecía cansada, así que Pedro decidió que no era el momento de sobrecargarla hablando del tema de la casa.


—¿En qué consiste el trabajo?


—Voy a ser columnista de cotilleos —contestó Paula en tono divertido—. Increíble, ¿verdad? Voy a trabajar para New City.


Pedro la miró con incredulidad.


—¿Columnista de prensa rosa?


—Sí, yo creo que va a ser divertido —contestó Paula a la defensiva.


—Lo que faltaba —murmuró Pedro sacudiendo la cabeza.


Tras un largo silencio, Paula suspiró disgustada.


—¿Por qué no le caigo bien exactamente?


Aquello hizo que Pedro diera un respingo. A continuación, se preguntó qué opinaría Paula si le dijera que le gustaba tanto que se había comprado una revista femenina en la que salía en portada.


—No la conozco lo suficiente como para formarme una idea sobre usted.


—¿Qué es? ¿Mi estilo a la hora de entrevistar?


Pedro siempre le había encantado su estilo entrevistando. La admiraba por cómo planteaba los temas y recordaba perfectamente que jamás le había visto utilizar la técnica de acoso y derribo que otros utilizaban. Ella se mostraba siempre entusiasmada y expresiva, sobre todo con las manos.


De repente, un conejo cruzó la carretera y Pedro sintió que la adrenalina inundaba su sistema. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no frenar en seco. A continuación, se concentró en la carretera y en la respiración.


«Puedo hacerlo, puedo hacerlo», se dijo.


Pedro sentía que todos y cada uno de los músculos de su cuerpo vibraban de tensión. 


Pasó un minuto. Cuando notó que se le había normalizado el ritmo respiratorio, carraspeó.


—Creo que es justo advertirle por mi parte, señora Summers, que para mí todo lo que tenga que ver con la maquinaria de los medios de comunicación es una porquería.


Paula suspiró exasperada y se quedó mirando por la ventana. Pedro era consciente de que se iba a sentir mal por lo que había dicho, pero en aquellos momentos se sentía muy tenso y no había sido capaz de controlarse.


Cuando llegaron a casa de Paula, Pedro se sintió tremendamente aliviado. Al parar el coche, estiró los brazos e hizo sonar todos los nudillos. 


Vio que Paula hacía una mueca de disgusto, pero le dio igual porque aquello le servía para relajarse.


—Aunque no seamos amigos, le doy las gracias por haberme traído —se despidió Paula—. Buenas noches, señor Alfonso.




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