jueves, 30 de mayo de 2019
MELTING DE ICE: CAPITULO 2
—Mantenme informado.
Pedro salió del contenedor que hacía las veces de oficina y de cafetería en la obra y se despidió de su capataz.
Apesadumbrado, se dirigió a través del barro y de la gravilla hacia el BMW que lo estaba esperando.
¡Maldito ayuntamiento! Iban con mucho retraso.
A Pedro le entraron ganas de pasarse por las oficinas municipales a cortar unas cuantas cabezas.
Pedro Alfonso llevaba más de diez años en el negocio de la construcción. Más bien, era el constructor por excelencia de Nueva Zelanda, dos estados de Australia y buena parte del Pacífico Sur. No había casi nada que no supiera sobre el negocio de la construcción.
El ayuntamiento lo estaba mareando, haciéndole perder el tiempo. Era un secreto a voces que el actual alcalde se oponía a la construcción del nuevo estadio de rugby porque creía que el dinero de la ciudad se podía invertir en otras cosas y Pedro no podía hacer nada hasta que se celebraran elecciones, pero para aquello todavía quedaba un mes.
Pedro llegó junto a su coche y se montó.
—¿A la terminal de ferrys, señor Alfonso?
Pedro asintió y se sacó el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Tras consultar los mensajes recibidos, llamó a la oficina.
—Mario Scanlon ha llamado para preguntarle si va a ir a la fiesta del día veinticinco de recaudación de fondos para su candidatura.
—Envíale mis más sentidas disculpas —le contestó Pedro a su secretaria.
—Se lo dije la semana pasada, pero quiere que haga usted algún tipo de presentación ya que está patrocinado su campaña.
Pedro hizo una mueca de disgusto.
—Le he dicho que muchas gracias, pero que tenía usted otro compromiso.
—Gracias, Patricia —contestó Pedro—. Nos vemos el lunes.
—No olvide…
—La videoconferencia de mañana desde Melbourne.
—A las diez —le recordó la siempre eficiente Patricia.
Pedro se preguntó qué haría sin aquella maravillosa secretaria. Si no fuera por ella, pasaría en el despacho siete días a la semana en lugar de tener la libertad de la que gozaba ahora trabajando desde casa cuando así le apetecía.
Pedro se guardó el teléfono móvil de nuevo en el bolsillo. De buena gana hubiera estado dispuesto a trabajar los siete días de la semana si con ello hubiera conseguido sacar adelante el proyecto más grande de su vida, pero no era ésa la solución.
Mario Scanlon era su única esperanza. Por eso, Alfonso Inc. apoyaba su campaña.
—Nos vemos el lunes a las nueve, Mikey —se despidió Pedro de su conductor al llegar a su destino.
A continuación, tras haber bajado del coche, se abrochó bien el abrigo y se dirigió a la terminal de los ferrys. Una vez allí, se puso a la cola.
Mientras esperaba para sacar su billete, se fijó en una revista que había en una mesa.
Al ver el rostro que se asomaba al mundo desde la portada, se preguntó por qué cada vez que veía aquella cara no podía parar de mirarla.
Aquella mujer no era de una belleza despampanante. Más bien, era la típica vecina mona que te gusta, pero nada más. Gracioso, ¿eh? Además, Pedro había descubierto que no resultaba tan atractiva en persona, ni tampoco tan amable como en la televisión.
Por otra parte, era injusto decir aquello porque, cuando la había visto, no estaba en buen estado de salud.
En aquella ocasión, le había parecido que tenía el rostro más redondeado que en pantalla y algo de papada, lo que le confería cierto encanto. El fotógrafo de la revista había capturado perfectamente sus ojos, del color del puerto en mitad de la bruma.
Pedro leyó el titular.
Por qué lo he dejado.
Pedro solía trabajar tanto que no tenía tiempo para leer la prensa rosa, pero el revuelo que se había formado cuando la presentadora de televisión más famosa del país había abandonado el plato en mitad de una grabación había sido tan increíble que hasta él se había enterado.
Pedro Alfonso tenía muchas razones para odiar a los medios de comunicación y no tenía pelos en la lengua a la hora de afirmar que todos los periodistas, reporteros y presentadores de Nueva Zelanda eran escoria.
Antes de haberla conocido, la única que le parecía que se salvaba un poco era Paula Summers porque le parecía que su programa nocturno de sucesos tenía seriedad. Era el único momento del día en el que Pedro encendía la televisión. A menos, claro, que hubiera un partido de rugby.
Pedro abrió la revista, hojeó el contenido del artículo y leyó… Cansada… rédente divorcio… Pedro sacudió la cabeza. Una cosa era que los famosos quisieran airear su vida privada y otra que los medios de comunicación se empeñaran en comentar la vida privada de gente que no quería que los demás supieran nada de ellos.
Pedro se dio cuenta de que el cliente que iba delante de él se movía.
—¿Lo de siempre, señor Alfonso?
Pedro asintió y siguió leyendo.
Su padre murió… era la primera vez que hacía televisión… sin pareja…
Pedro leyó el artículo en diagonal, buscando las palabras clave. A continuación, cerró la revista y, para su asombro, le indicó al vendedor que, además de su acostumbrada revista de negocios, le cobrara también aquélla.
¿Qué demonios le había sucedido?
Normalmente, pasaba el trayecto de treinta y cinco minutos desde la ciudad leyendo periódicos de economía o trabajando, pero aquel día algo le debía de haber nublado la razón.
Incluso el vendedor, que había doblado con cuidado la revista femenina dentro de la de economía, lo había mirado estupefacto.
Pedro se había percatado de aquella mirada y, tras haber pagado, se había alejado sintiéndose ridículo.
Para cuando llegó a casa, sin embargo, ya se había olvidado.
Claro que volvió a recordarlo inmediatamente cuando se encontró al objeto de su disgusto llamando al timbre de su casa. Pedro apagó el motor del coche, metió la prensa en el maletín y salió.
Se sentía molesto e intrigado. No le gustaban las sorpresas y le parecía que ya había perdido suficiente tiempo pensando en aquella mujer.
En cualquier caso, no podía negar que le interesaba. ¿Sería porque era famosa? ¿Le interesaría igual si no fuera conocida?
Haciendo un rápido examen de su cuerpo, Pedro decidió que le interesaría de todas maneras. Paula Summers era más delgada de lo que parecía en televisión, pero tenía bonitas curvas y caminaba como si supiera que los hombres la miraban.
Pedro se fijó en que llevaba unos vaqueros ajustados, que marcaban sus largas piernas, y la saludó con la cabeza cuando ella hizo un ademán elegante con la mano y avanzó hacia él.
Desde luego, parecía que se encontraba mucho mejor que la última vez que se habían visto.
Estaba oscureciendo y las luces de seguridad del camino de entrada de casa de Pedro arrancaban reflejos preciosos de su pelo.
A juzgar por su apariencia perfecta, debía de haber encontrado su equipo de maquillaje.
Además, lucía una practicada sonrisa en el rostro.
Al instante, Pedro se dijo a sí mismo que debía recordar que tenía ante sí a una periodista y que aquellas personas no sabía lo que significaba «extraoficial».
En cuanto la tuvo cerca, aquel pensamiento abandonó su mente y fue sustituido por un poderoso deseo que lo tomó completamente desprevenido y con fuerza.
Sí, era cierto que había transcurrido ya algún tiempo desde el último encuentro sexual que había habido en su vida, pero debería haber podido controlar su libido. Parecía un adolescente.
Pedro dio gracias al cielo por llevar un abrigo bien grueso.
—Buenas noches, vecino —lo saludó Paula sonriendo con precaución.
A Pedro se le ocurrió que parecía algo nerviosa y aquello le pareció encantador. También peligroso. ¿Por qué una mujer que se ganaba la vida entrevistando personas y tranquilizándolas podía estar nerviosa?
—Hola, señora Summers —le contestó.
—Paula —le dijo ella—. He venido porque había pensado que podríamos volver a intentar eso de actuar como buenos vecinos. Esta vez, sin medicamentos de por medio.
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