jueves, 30 de mayo de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 1




—¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!


«Qué calor hace. ¿Qué es ese ruido?».


—Hola, ¿hay alguien ahí?


«Qué cansada estoy…».


¡Bang! ¡Bang!


Paula se irguió, quedando en posición sentada y con el corazón latiéndole aceleradamente. Unos instantes atrás, su mente volaba entre voces distantes y la maravillosa música de Tchaikovsky.


De repente, un tremendo estruendo la había hecho incorporarse a toda velocidad. El ruido persistía.


Desorientada, se puso en pie. Se había quedado dormida en el sofá. El incendio había sido sofocado, pero seguía teniendo mucho calor.


—Un momento.


Aquéllas eran las primeras palabras que pronunciaba en días y la experiencia la hizo toser. No había dado más que un par de pasos cuando se tropezó con una de las cajas que todavía no había desembalado.


—¿Quién es? —preguntó al llegar a la puerta.


—Su vecino —contestó una voz en tono cortante.


¿Su vecino? ¿Pero dónde estaba? Ah, sí, en su nueva casa, en la casa situada en Waheke Island a la que se había mudado hacía unos días.


Paula se apoyó en la puerta mientras se registraba los bolsillos en busca de un pañuelo de papel. El vecino volvió a llamar a la puerta y Paula sintió que le estallaba la cabeza, lo que le hizo llevarse las manos a las orejas.


Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo había sucedido con su pelo. Ah, sí, se lo había cortado. Sí, había decidido hacía un par de semanas cambiar de imagen para empezar de nuevo.


Cortarse el pelo había sido el símbolo de dejar atrás el divorcio, el despido de su trabajo y un largo etcétera.


¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!


—Ya voy, ya voy.


La cerradura estaba algo oxidada y Paula se encontraba muy débil, pero, al final, consiguió abrir la puerta. Al hacerlo, bostezó, estaba exhausta, acalorada y sudada. Se miró los pies pues le ardían y se dio cuenta de que llevaba los calcetines mal puestos, lo que no le impidió fijarse en el par de zapatos relucientes de la persona que tenía ante sí.


A medida que fue subiendo la mirada, se encontró con unos pantalones de raya perfectamente marcada y una chaqueta a juego en tono también gris.


A continuación, se fijó en el cuerpo que lucía aquel traje… había mucho cuerpo en el que fijarse. Unas piernas muy largas y un torso muy ancho después, se encontró mirándose en los ojos de su vecino.


Paula se fijó en su rostro, compuesto por una mandíbula fuerte, unos labios anchos y unos maravillosos ojos verdes. Coronaba todo aquel atractivo conjunto un cabello castaño y voluminoso muy bien cortado.


Aunque estaba mareada por la fiebre y los medicamentos, su mente había registrado perfectamente los atractivos rasgos del desconocido.


—Vaya… —suspiró.


En aquel momento, se sintió débil y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta, lo que hizo que el desconocido la agarrara del brazo.


—¿Está usted bien? —le preguntó.


—¡No me toque!


El desconocido apartó la mano, pero no dio un paso atrás.


—Es contagioso —le explicó Paula.


El desconocido parecía preocupado, pero no amable.


«Por lo menos, tal y como estoy, no creo que se le pase por la cabeza violarme», pensó Paula.


Y, si aquel hombre había ido a matarla, Paula aceptaría la muerte como un gran alivio.


El hombre se quedó observándola atentamente y Paula esperó la reacción que tantas veces había visto en otras personas.


—Usted es… Paula Summers.


—Chaves —contestó Paula mojándose los labios—. Me he divorciado.


Vida nueva, apellido nuevo.


En realidad, era su apellido de toda la vida, el de soltera. Como hacía pocas semanas que se había divorciado, todavía no se había acostumbrado a volver a utilizarlo, pero todo llegaría.


—Está usted diferente.


—Sí, debe de ser porque todavía no he sacado de la caja de la mudanza a la maquilladora ni al estilista —contestó Paula sintiendo ganas de estornudar.


El hombre miró por encima de su hombro y frunció el ceño. En aquel momento, Paula se dio cuenta de que la orquesta sinfónica a la que había estado escuchando estaba llegando al clímax de la pieza.


—¿Ha ido al médico? —le preguntó el desconocido en lo que a Paula se le antojó un tono de voz demasiado alto.


—Es sólo un resfriado —contestó.


Desde luego, la corriente que provocaba la puerta abierta no le estaba haciendo ningún bien, pero no podía invitar a aquel hombre a pasar a su casa porque el lugar estaba hecho un desastre.


—Ya se me pasará.


A pesar de que llevaba dentro una buena dosis de antihistamínicos, a Paula no se le había pasado por alto que aquel hombre era guapísimo.


—Hay varios médicos en esta población —insistió el vecino.


—Lo único que me va a decir el médico es que descanse y que tome mucho líquido.


—Y, tal vez, también le aconseje que disfrute del silencio.


Obviamente, al tipo no le gustaba Tchaikovsky.


—Hace tres días que se mudó usted aquí y, desde entonces, no ha dado señales de vida.


Paula se dio cuenta de que le costaba mantener los ojos abiertos. La debilidad le estaba ganando la partida. Si no se sentaba en breve, temía caerse al suelo.


—¿Quería usted algo?


Desde luego, no era la pregunta más amable que se podía hacer a un nuevo vecino, pero ya se lo recompensaría en otro momento. En aquéllos, lo único que quería estar sola para morir en paz.


El aludido dio un respingo y frunció el ceño, obviamente molesto ante su mala educación.


—Estaba preocupado —contestó. Debía de estar alucinado ante su apariencia física, muy lejos de la que normalmente daba Paula de cara al público, pero se encontraba fatal y lo último que necesitaba era que alguien la mirara como si fuera un gusano.


—Mire, lo invitaría a pasar, pero… todavía no he colocado las cosas y la casa está… en fin, que yo estoy…


—Antes de que deshaga el equipaje, me gustaría decirle que he venido a hacerle una oferta para comprarle la casa —contestó el desconocido.


Paula volvió a sentir unas tremendas ganas de estornudar, lo que le impidió contestar.


—Esta casa —insistió el hombre.


—¿Esta casa?


¿No le había dicho ni cómo se llamaba y quería comprarle la casa?


—Estoy dispuesto a pagarle diez mil dólares más de lo que usted haya pagado por ella.



Paula se dijo que debía de estar soñando. Sí, aquel hombre increíblemente guapo y bien vestido era producto de su imaginación, confusa por una dosis increíble de antihistamínicos.


Paula sacudió la cabeza.


Le dolía.


—Diez mil dólares es una suma a tener en cuenta. Piense que la ganaría sin esfuerzo.


—Me acabo de comprar la casa —contestó Paula indignada.


—Veinte mil.


—Si tanto le interesa, ¿por qué no se la compró al antiguo propietario? —le preguntó.


A continuación, cerró los ojos y rezó para que aquel hombre se fuera cuanto antes.


—Digamos que Baxter y yo teníamos formas diferentes de ver la vida.


—¿No le pareció bien su oferta?


—Hizo el tonto. Le ofrecí el doble de lo que la casa costaba en realidad.


Paula se encogió de hombros.


—Lo siento mucho.


El hombre emitió un sonido de impaciencia.


—Bueno, le estoy ofreciendo veinte mil dólares más de lo que usted ha pagado por ella. En efectivo. Sin agencias.


—¿Por qué iba yo a comprarme una casa para venderla a la semana siguiente?


—Porque es usted una mujer inteligente que no va a dejar pasar la oportunidad de ganar veinte mil dólares sin hacer nada.


Paula se masajeó las sienes. El desconocido le entregó una tarjeta de visita y Paula la leyó, pero no se quedó con ninguno de los datos porque se estaba empezando a marear de nuevo y tuvo que apoyarse otra vez en el marco de la puerta.


—Necesita usted un médico. ¿Está sola?


—Lo único que necesito es dormir un poco —contestó Paula.


«¡A ver si te vas!», añadió mentalmente. El desconocido la miró y asintió.


—Ya hablaremos cuando se encuentre mejor —se despidió dando un paso atrás.


—Entonces, tampoco estará en venta —declaró Paula elevando el mentón en actitud desafiante.


Paula Summers, o sea, Chaves, no daba su brazo a torcer así como así. Tuviera resfriado o no.


En aquel momento, el estornudo que había estado pugnando por salir desde hacía ya un rato consiguió su objetivo y Paula se apresuró a cubrirse la cara con el pañuelo de papel.


El desconocido enarcó las cejas y Paula se sintió mortificada al ver que sonreía. A continuación, se giró y se alejó camino abajo.


—Mi camino —afirmo Paula muy satisfecha.


A continuación, cerró la puerta y se dejó caer al suelo. El pañuelo que tenía en la mano ya no servía para nada, pero no tenía fuerzas como para cruzar la habitación y cambiarlo por otro.


Una vez a solas, miró la tarjeta de visita del desconocido. Pedro Alfonso. Presidente de Alfonso Inc. Aquel nombre le sonaba de algo, pero no estaba en condiciones de hacer memoria.


Dormir.


Allí mismo si era necesario.


Paula dejó caer la tarjeta al suelo y se quedó dormida.



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