El domingo amaneció brillante y frío en Gold Springs. El sábado por la noche todo el mundo sabía ya qué había sucedido en la oficina del sheriff.
Paula había hablado con varias personas por teléfono, incluyendo su madre. Como todos sabían que trabajaba con el sheriff, dieron por hecho que ella conocía la historia completa.
Pedro no fue una de las personas con las que había hablado aquella noche. Esperó despierta hasta pasada la medianoche para que la llamara o fuera a verla, pero no recibió noticias de él.
Se había quedado dormida en el sofá con el teléfono en la mano. Despertó cuando llamaron a la puerta. Colgó de inmediato el auricular. Se ajustó la bata y corrió a abrir.
—Intenté llamarte, pero daba siempre comunicando —explicó Pedro. El sol brillaba sobre sus facciones cansadas—. Me tenías preocupado.
—Me quedé dormida con el teléfono en la mano —repuso, notando que aún llevaba el traje negro. La camisa blanca se veía arrugada bajo la chaqueta abierta—. Creo que te vendría bien un café.
—Creo que me vendría bien una cafetera entera —sonrió, pero con ojos apagados.
—Estaba a punto de prepararlo. Te serviré uno.
—No quiero que te tomes ninguna molestia —indicó, aunque la siguió a la cocina.
—No es problema —aseguró ella—. También iba a preparar el desayuno. Si tienes tiempo, puedes quedarte a desayunar.
—Me encantaría.
Paula intentó decidir si debía subir a cambiarse, miró la cara de Pedro y se despreocupó. Tenía la cara despejada y la bata limpia. Con eso debería bastar.
—Y bien, ¿qué ha pasado? —preguntó mientras bajaba una sartén grande.
—Alguien irrumpió en la oficina, destrozó el mobiliario, manchó todo con pintura y se fue.
—Me han dicho que ha sido algo importante —frunció el ceño.
—Supongo que todo el mundo ya lo sabe —musitó y se quitó la chaqueta.
—Todo el mundo cree que lo sabe —indicó ella—. Es así como funcionan las ciudades pequeñas. Los rumores van de boca en boca. Y casi nadie conoce la historia completa.
—También escribieron algunas pintadas. Básicamente, la idea era hacerme quedar como incompetente.
—¿Y eso? —puso café en la máquina.
—Ya lo he visto antes —bostezó y se encogió de hombros—. Si consigues hacer que la gente crea que el sheriff no es capaz de ocuparse de su propiedad, ¿cómo podrá proteger la tuya?
—Estoy convencida de que nadie pensará eso —afirmó, sacando huevos y mantequilla—. ¿Tienes alguna idea de quién lo hizo?
—¿Y tú?—replicó.
—¿Quieres decir que piensas que formo parte de ese plan? —lo miró.
—No me refería a eso, Paula —le devolvió la mirada sin pestañear.
—Entonces, ¿a qué te referías, sheriff? —exigió.
—La gente que lleva viviendo mucho tiempo en un sitio nota cosas que los recién llegados no perciben —suspiró y se mesó el pelo—. Es por eso que los grupos comunitarios de vigilancia funcionan tan bien. ¿Has notado algo fuera de lo corriente? ¿Te ha llegado algún rumor sobre lo sucedido?
Los pensamientos de Paula se centraron de inmediato en el baile. Tomy Chaves no había estado presente cuando llegaron, y había insinuado que las cosas serían desagradables para el sheriff. ¿Sería el responsable de los daños?
—No se me ocurre nada —mintió, cuestionando su sentido del bien y del mal. No era capaz de exponerle a Pedro lo que sospechaba. No tenía derecho a implicar a Tomy cuando podía ser inocente.
Pedro contempló su rostro cuando depositó una taza de café delante de él. Si su expresión hubiera sido la normal, se habría sentido mejor.
Paula Chaves mentía mal.
—Me di cuenta de que Tomy Chaves no llegó al baile hasta las ocho y media —intentó facilitarle las cosas.
—Eso no lo convierte en un delincuente —lo miró fijamente.
—Claro que no —coincidió—. Podría convertirlo en un sospechoso. Su familia y él dejaron bien claro lo que sentían por mí.
Con manos temblorosas, Paula cascó los huevos sobre la sartén. Una parte de ella estaba de acuerdo con Pedro, pero otra se negaba a creer que Tomy pudiera caer tan bajo. A pesar de todo, eran parientes.
—Exponer lo que sientes tampoco te convierte en delincuente —indicó con frialdad.
—¿De qué habló contigo anoche? —preguntó Pedro, a pesar de las señales de advertencia que veía en su rostro—. La conversación parecía bastante encendida.
Paula removió los huevos y bajó la palanca de la tostadora.
—¿Me lo preguntas en tu condición de sheriff y como parte de tu investigación? ¿O como Pedro Alfonso, amigo interesado?
Se miraron separados por la cocina. Paula al final apartó la vista para servir los huevos en dos platos.
—Yo sacaré la tostada —rodeó el mostrador. Se sentaron cada uno a un lado de la mesa. Paula apartó el huevo a un lado del plato mientras Pedro bebía café. El silencio sólo se veía roto por el ruidoso tictac del reloj de pared que había sido de su abuela—. Como ambos —respondió él al final—. No sé si se pueden separar.
—Entonces no sé si podré responderte a esa pregunta.
—¿Me estás diciendo que después de todos los esfuerzos que has dedicado para que se abriera la oficina, crees que estuvo bien que Tomy Chaves entrara a destrozarla?
—Te estoy diciendo que no sé si Tomy lo hizo —lo miró y en sus ojos vio un fuego furioso—. No estaba presente. Ni tú tampoco.
—No —aceptó con vehemencia—. Fue conveniente que estuviera contigo.
Paula se incorporó despacio, pálida.
—Subiré a vestirme. Cuando termines, ya conoces la salida.
—Paula, yo…
Ella cerró con fuerza la puerta de la cocina a su espalda. Pedro se pasó una mano por los ojos; supo que necesitaba dormir y que sus palabras habían sido precipitadas e inoportunas. Claro que no creía que Paula lo hubiera estado distrayendo mientras Tomy actuaba.
Había sido un tonto. Era un tonto cansado que tenía más que perder que un simple trabajo. Gold Springs se había convertido en algo más que un paso en su carrera. Quería vivir ahí.
Quería que la gente lo respetara y hacer que se sintiera segura.
Y quería a Paula. Pero necesitaba dormir y darse una ducha, y ella necesitaba tiempo para calmarse antes de que él pudiera explicárselo.
Esperaba ser capaz de encontrar las palabras para disculparse y hacer que lo comprendiera, pero en ese momento no podía pensar con claridad.
Colocó los platos y las tazas en el lavavajillas.
Luego, vio el papel con la foto. Estaba en un rincón del mostrador.
Lo sostuvo en la mano y todos los viejos recuerdos inundaron sus sentidos. Se trataba de Raquel, por supuesto. Era una mala foto. No mostraba el fuego que anidaba en sus ojos ni el sol en su cabello. Contempló su rostro hermoso y oyó la risa y el llanto.
Sin duda los Chaves la miraban y veían en ella la única mancha en su historial que podía hacerle perder la confianza de la gente de Gold Springs.
Desvió la vista hacia la escalera y pensó en tratar de explicárselo a Paula. Y se preguntó por qué no le había preguntado qué significaba la foto y su incendiario pie.
Raquel Andrews, veintitrés años, perdió la vida en un fatal accidente de tráfico atribuido a los efectos del alcohol. El Marshal Pedro Alfonso ha sido suspendido mientras se investiga su papel en el accidente acaecido ayer en la zona sur de la ciudad. La señorita Andrews era la novia del sheriff Alfonso. ¿Queremos que un hombre responsable de un accidente de coche provocado por la ebriedad sea el sheriff de nuestra ciudad?
Estrujó el papel, se dirigió a la puerta y cerró de un portazo.
Con la camioneta aún en el sendero de Paula se dio cuenta de que algo iba mal. Los dos coches patrulla y tres coches de bomberos estaban en el camino.
Cruzó la calle y vio el humo denso y el fuerte olor a fuego. Antes de llegar al claro supo que todo se había perdido. Varios cargamentos de leña que había pedido que le entregaran la semana anterior junto con las maderas que había salvado al derribar la casa de los Hannon habían ardido.
—Sheriff —Arliss Tucker, con el bloc de notas en la mano, le hizo un gesto con la cabeza.
—¿Un rayo? —preguntó con voz cansada.
—Podría ser —Arliss lo miró a los ojos—. Por decirlo de alguna manera.
—Todo ha quedado destruido —expuso sin rodeos el jefe de los bomberos—. Si tenía un seguro…
—¿Parece un accidente? —preguntó Pedro.
—Yo apostaría que fue gasolina —el jefe meneó la cabeza—. Empaparon todo y le prendieron fuego. Fue rápido, sheriff. Lo siento.
—De todos modos, no había gran cosa —comentó Pedro desanimado.
—Lo investigaremos —le aseguró el jefe—. Ha sido un incendio premeditado, sin importar que fuera una táctica para echarlo o no. La ley es la ley.
—Gracias —le estrechó la mano.
—Me temo que incluso llegaron hasta el poste eléctrico, sheriff—indicó Arliss moviendo la cabeza cana.
Pedro supo que estaba cansado cuando sintió el impulso irresistible de reír.
—Supongo que tendré que buscarme otro.
El jefe de bomberos y Arliss se miraron.
—Me gustaría echarle una mano —ofreció éste último—. Tenemos un cuarto de más en casa. No es gran cosa, pero…
—Gracias, pero ya tengo en mente un sitio —respondió Pedro con sonrisa tensa.
Los ojos de Arliss reflejaron su comprensión, y asintió.
—Claro. No se me ocurrió. Bueno, si en algo puedo ayudarlo, sheriff…
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