jueves, 7 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 5




Paula estaba sorprendida consigo misma y no podía comprender por qué reaccionaba de ese modo. Era como si, en ese momento, él no estuviera hablando de las piedras, sino de ella.


Pero eso era ridículo. Volvió a ponerse las gafas y se centró de nuevo en las joyas.


—Ah… bien. Me alegro de que te gusten. Probemos a poner una en el alfiler —abrió el cajón que había en un lado de la mesa y sacó algunas herramientas y un tubo de pegamento.
Un rato más tarde, había quitado la esmeralda del alfiler de corbata y en su lugar había colocado un pequeño zafiro sin cortar.


Se lo mostró a Pedro.


—¿Qué te parece?


—Es precioso. Perfecto —exclamó él—. ¿Puedo mirarlo con la lente?


Entonces, sin esperar a que Paula le diera el alfiler de corbata, le agarró la mano y se la colocó bajo la lente. Su roce era suave pero firme. Ella sintió como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo y trató de permanecer inmóvil. Apenas respiraba.


—Sí, es perfecto. El zafiro es una buena elección —comentó él sin soltarle la mano—. Aunque creo que me gustaría ver los otros montados con un rubí y una esmeralda, solo para comparar. Una vez que hemos decidido cambiar el diseño de la montura…


Él retiró la mano y Paula dejó el alfiler sobre el cojín de terciopelo. Abrió el cuaderno y se tomó un instante para ordenar sus pensamientos.


—Sí, por supuesto. Un rubí y una esmeralda —dijo en voz alta, y lo apuntó en el cuaderno—. Esta es otra idea para un nuevo diseño —añadió. Tomó el lápiz e hizo el boceto de un nuevo diseño. Era una montura que envolvía a la piedra, como si fueran los pétalos de un capullo a punto de florecer.


Pedro se quedó quieto, observándola dibujar. 


Cuando ella levantó el cuaderno para mostrarle el boceto, él inclinó la cabeza para mirarlo. Por la expresión de su rostro, Paula supo que estaba impresionado por su destreza artística. Eso le parecía curioso. No pensaba que un hombre que había pasado toda su vida en un ambiente de negocios, reconocería o valoraría el talento artístico.


Pedro Alfonso no era lo que ella esperaba.


—Esto es excelente, Paula —la miró a los ojos—. Es el tipo de cosa que esperaba encontrar… pero no sabía cómo explicártelo —añadió con una sonrisa tan atractiva que Paula sintió que se le aceleraba el corazón—. ¿Podrías hacer uno de muestra para que yo lo viera?


—Por supuesto —dijo ella.


De pronto era consciente de que estaban muy cerca y de que él tenía el rostro a pocos centímetros del de ella. Pestañeó y se sentó derecha.


—Podría tenerlo listo para mañana por la tarde —dijo ella.


—¿Tan rápido? Eso es estupendo. Deja que compruebe mi agenda para mañana a ver si estoy libre… —Pedro sacó un pequeño libro negro del bolsillo de su chaqueta y lo abrió.


—No es necesario que vuelvas aquí; quiero decir, seguro que estás muy ocupado. Podemos mandarte la pieza con un mensajero —le explicó Paula—. Después me llamas y me dices qué te ha parecido.


¿Estaba tartamudeando? La idea de tener otra reunión con Pedro Alfonso la había puesto nerviosa. Respiró hondo y confío en que él aceptara su propuesta.


—No hay problema. Esta época del año es bastante tranquila para mí —contestó él, y ella sintió un nudo en el estómago—. Además, tenemos que pensar algo aparte del alfiler de corbata —le recordó él—. Y tengo que volver a la oficina en pocos minutos —miró el reloj—. ¿Buscamos un hueco para reunimos mañana?


—Sí, por supuesto —contestó Paula. Miró hacia la mesa y frunció los labios con resignación. Prepararía el alfiler de corbatas para él. Eso resultaría entretenido… pero la idea de trabajar más adelante con él… la desconcertaba. Y no quería saber por qué.


—¿Qué tal si quedamos para comer? —preguntó él.


—¿Comer?


Él se rio.


—Ya sabes, ¿la comida que está entre el desayuno y la cena? ¿No comes… o eres una de esas mujeres que siempre se mata de hambre?


—Yo nunca hago dieta —contestó Paula.


En algún momento de su vida, sobre todo durante la adolescencia, sí que se había preocupado por su figura. Pero con el paso de los años, el exceso de peso había desaparecido de su cuerpo, y aunque todavía recordaba la imagen de su juventud, en la actualidad estaba delgada y su cuerpo era proporcionado. No hacía nada especial para mantenerse en forma, aparte de los largos paseos y las carreras que echaba por el parque con su perra Lucy. El duro trabajo que hacía con las esculturas también mantenía sus músculos en forma. No le gustaba la mayoría de los deportes, y la idea de hacer ejercicio en un gimnasio, frente a los espejos y delante de mucha gente la aterrorizaba.


—¿Nunca haces dieta, eh? Qué alentador —contestó Pedro—. ¿Así que mañana puedo llevarte a cualquier sitio que sirvan comida de verdad, en lugar de pienso para conejos? —insistió él—. Conozco el sitio adecuado. ¿Qué te parece Crystal's?


¿Crystal's? Ese era el restaurante más elegante de Youngsville, Indiana. Ella nunca había estado allí, pero había oído que había que esperar un mes para conseguir una reserva. Por supuesto, eso no sucedía si se era un cliente habitual, y sin duda, Pedro Alfonso lo era.


—He oído que es un sitio estupendo. Gracias por la invitación… pero no creo que pueda comer contigo —dijo Paula. Se puso en pie y agarró el cuaderno y la taza de café.


—¿Por qué no? Creo que podemos avanzar mucho durante la comida —insistió Pedro. Se levantó y se colocó frente a ella, bloqueando su vía de escape. Estaba tan cerca que cuando ella levantó la cabeza para contestar, tuvo que echarse un poco hacia atrás.


—Sí, estoy segura de que podríamos avanzar mucho —dijo con diplomacia, recordando que, después de todo, él era un cliente importante—. Pero me temo que estaré en una reunión que durará toda la tarde.


Era mentira. No tenía ninguna reunión, pero no se le ocurría nada más que decir.


—Entonces, ¿qué tal el miércoles? ¿Tienes alguna reunión el miércoles? —preguntó él. Su voz era dulce y su tono ligeramente divertido. 


Paula pensó que él se había dado cuenta de que estaba mintiendo. Aun así, no comprendía por qué insistía tanto en invitarla a comer.


—Tengo que comprobarlo. No estoy segura —apretó el cuaderno contra su pecho y se dispuso a marcharse—. Llamaré a tu despacho y te lo diré.


—De acuerdo —él asintió y esbozó una sonrisa. Paula pensó que lo que intentaba era contener una gran sonrisa, que se estaba riendo de ella. 


Que encontraba divertido que una mujer se agobiara tanto por una simple invitación a comer. Se sentía estúpida… pero no podía evitarlo.


Miró al suelo para evitar su mirada y se dirigió hacia la puerta. Quería marcharse, alejarse de él y quedarse a solas. Pero entonces, hizo algo aún más estúpido. Tenía tanta prisa por marcharse que derramó el café sobre sí misma. 


Sintió que el líquido caliente empapaba la bata y el jersey. Miró hacia abajo y vio lo que había sucedido.


—Oh… maldita sea —murmuró en voz alta. Dejó caer el cuaderno al suelo y apoyó la taza en la mesa. Tenía una gran mancha marrón en la bata y no quería imaginarse cómo podía estar el jersey.


—Déjame que lo recoja —dijo Pedro, y se agachó para recoger el cuaderno—. Lo siento… ¿me he chocado contigo o algo así? —preguntó preocupado.


—No… nada de eso. A veces hago estos desastres yo sola —explicó Paula.


—Pero yo estaba en tu camino. No podías pasar —dijo él disculpándola—. ¿Puedo ayudarte a quitarte la bata? —preguntó Pedro con educación.


—Oh, no… ya puedo sola, gracias.


Había llegado el momento de la verdad. Tenía que quitarse la bata porque estaba goteando.


Se desabrochó los botones y se quitó la bata. 


Después hizo una bola con ella para contener la mancha mojada. El jersey, que todavía estaba mojado por la lluvia, se adhería a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Además tenía una horrible mancha marrón que cubría gran parte de la tela. Una de esas manchas que no resultaría fácil quitar.


—Bueno, supongo que tendré que ir a buscar otra bata —dijo ella.


Miró a Pedro y vio un brillo extraño en sus ojos. 


Un brillo completamente masculino que la asustó muchísimo. Él no había estado observando la mancha durante todo ese rato, sino… observando su silueta. Estaba segura de ello. También estaba segura de que él no pensaba que debajo de esa bata gris pudiera haber algo que mereciera la pena mirar.


Al menos, no se la comió con la mirada y rápidamente miró a otro sitio y puso una sonrisa.


—Aquí tienes el cuaderno —era su turno para estar un poco avergonzado—. Y toma mi tarjeta —añadió—. Mejor pensado, le diré a mi secretaria que te llame para concertar una segunda cita.


—Me parece bien —dijo Paula, y caminó hacia la puerta. Llevaba el cuaderno apretado junto al pecho, aunque no le cubría demasiado. Su secretaria. Bien. Así no tendría que buscar ninguna excusa. Sería mucho más sencillo.


—Bueno, Paula, gracias por tu ayuda —dijo él cuando ella se disponía a salir de la sala—. Estoy deseando ver el alfiler de corbatas.


—Lo haré lo más rápido posible, señor Alfonso… Y ha sido un placer —dijo, recordando las buenas maneras. También recordó que debía llamarlo por su nombre. Pero no quería. Debía mantener la distancia entre ellos para conseguir que la relación fuera estrictamente de negocios—. Adiós —le dijo cuando salió.


—Adiós, Paula—contestó él—. Hasta pronto.


Mientras se dirigía hacia el ascensor, Paula pensó que Pedro no hablaba de manera impersonal ni como si estuviera en una reunión de negocios.




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