domingo, 10 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 16




Hacia las cinco y media, Paula dejó lo que estaba haciendo y se preparó para encontrarse con Pedro. Se quitó la horquilla que se había puesto por la mañana y decidió hacerse una larga trenza. Se puso un poco de lápiz de labios, un poco de sombra de ojos y un poco de rímel. 


Cuando se disponía a cerrar el bolso, encontró la cajita de terciopelo azul que contenía el broche de Rosa. Tenía pensado pasar por su casa para devolvérselo en persona. El broche era demasiado preciado como para dejárselo en la puerta de casa o en el buzón.


Paula abrió la caja y miró el broche una vez más. Pensó que seguramente lo habría hecho un diseñador como ella y que era una pieza única. Se preguntaba quién lo habría hecho. ¿Y cómo había llegado hasta las manos de Rosa? ¿Quizá era un regalo? Rosa le había dicho que era una larga historia, y Paula decidió que tenía que preguntárselo.


Lo sacó de la caja y se lo puso en el vestido.


Estaba preparando algunos trabajos para llevárselos a casa cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Se volvió y vio a Pedro. Iba vestido con un traje azul oscuro, una camisa blanca y una corbata de seda. Parecía un ejecutivo. Y estaba muy guapo.


—No quería asustarte —dijo él con una sonrisa, y entró en el despacho—. La recepcionista no estaba, así que entré y te busqué.


—Bueno, aquí me tienes —dijo Paula. Pedro seguía sonriendo y ella se estremeció. Bajó la vista y agarró la bolsa donde llevaba los cuadernos y los bocetos.


—¿Me permites que la lleve yo? —preguntó él.


—No, gracias —dijo ella, y salió del despacho. 


Necesitaba algo donde agarrarse. Algo que pusiera un poco de distancia entre ellos.


Salieron del edificio y caminaron hasta un restaurante cercano que Pedro sugirió. Él pensaba que sería un sitio tranquilo donde podrían hablar. Paula nunca había estado allí, así que no sabía si sería un lugar tranquilo o no. 


Había oído hablar del sitio… y sabía que sería caro.


Los camareros saludaron a Pedro por su nombre, y le dieron una mesa con vistas al jardín. «No es un lugar con ambiente de trabajo», pensó Paula mientras intentaba leer la carta en la semioscuridad. No dudaba de que Pedro hubiera elegido ese sitio porque era un lugar romántico. Todo el mundo del local lo conocía. Probablemente era su lugar favorito para sus citas románticas.


Pero ella no podía ceder ante su estrategia, ni ante el deseo que sentía por él. Ya le había dicho que no tendría una relación amorosa con él. Y estaba decidida a mantener su palabra. Un camarero les trajo la bebida y les tomó nota de la comida. Mientras Pedro bebía un sorbo de vino, Paula sacó el cuaderno de dibujo y lo puso sobre la mesa.


—Bueno, ¿y qué has pensado para las otras piezas? —le preguntó.


Pedro sonrió. Durante un momento, ella pensó que iba a soltar una carcajada.


—¿Dónde te has dejado las gafas de concha, Paula? ¿Las has perdido? —bromeó.


—Llevo lentillas —dijo ella. Miró el cuaderno y garabateó sobre el papel—. Como si no lo supieras.


Él se rio.


—Estaba bromeando. Lo siento —le tomó la mano. Paula lo miró a los ojos—. Es difícil resistirse. Me encanta hacer que te sonrojes.


Ella suspiró y bajó la mirada.


—Ojalá no me sonrojara tan rápido —confesó ella—. Es horrible.


—No, no lo es —dijo él—. Es maravilloso. Tienes una piel preciosa.


—Y sin duda, tú sabes meterte bajo mi piel y ponerme nerviosa —admitió Paula.


—¿De verdad? —soltó una carcajada—. Gracias, Paula. Creo que esa es la cosa más bonita que me has dicho nunca.


Paula lo miró un instante. No podía contemplar durante demasiado rato el brillo de sus ojos y la cálida expresión de su rostro. Se sentía muy atraída por él. Bajó la vista y se fijó en la copa de vino blanco. Pedro continuaba agarrándole la mano y le acariciaba los dedos. Ella sintió que estaba a punto de derretirse.


—Terminaremos el trabajo, no te preocupes —le prometió él.


—Será mejor, o me meteré en un lío —dijo ella.


—Franco no te dirá nada. Somos viejos amigos.


No estaba segura de que le gustara que Pedro pudiera entrometerse en su trabajo. Pero sentía curiosidad por la relación que él tenía con Franco Reynolds.


—¿De qué conoces a Franco? —preguntó.


—Hace algunos años, recibí clases de diseño en Taylor School of Art. Franco fue uno de mis profesores. Nos hicimos buenos amigos.


—¿Estudiaste arte? —preguntó ella con sorpresa.


—Solo un par de cursos. Cuando empezaba con mi negocio. Tenía que comprender lo que los diseñadores me decían. Sabes, a veces los artistas habláis vuestro propio lenguaje.


—Hmm, a veces los hombres de negocios, también —contestó ella, y lo miró a los ojos.


—Sí, lo sé. Pero cuando las palabras fallan, tenemos que recurrir a la comunicación no verbal —se inclinó, y la besó en los labios con delicadeza. Paula cerró los ojos y saboreó el dulzor de su boca. Él se retiró despacio, y ella sintió que ambos deseaban más.


—Lo siento… probablemente no querías que hiciera eso, ¿verdad? —se disculpó él.


—De hecho… sí quería —admitió ella—. Así que no necesitas disculparte.


Él sonrió.


—Te has sonrojado otra vez.


Ella suspiró y ambos se rieron.


—Sí… lo sé.


De pronto, Paula se sintió culpable porque durante todo el tiempo que habían pasado juntos, nunca le había preguntado a Pedro nada acerca de su pasado. Él debía de pensar que era egocéntrica. Pero no era así.


Anhelaba saberlo todo acerca de él. Dónde se había criado. Si prefería el campo o la ciudad.


Los lagos, o el mar. ¿Cuándo era su cumpleaños? ¿Cuál era su nombre completo? Su postre favorito.


Quería saberlo todo… pero no se atrevía a pronunciar palabra. Todo era demasiado perfecto entre ellos, como para estropearlo hablando. Se quedaron en silencio, agarrados de la mano. Paula se sentía feliz. Pedro era tan buena persona, y había sido muy paciente con ella. Le parecía imposible que un hombre como Pedro se sintiera atraído por una mujer como ella. 




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