martes, 1 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 4




Pedro Alfonso apoyó el brazo a un lado de la cabina de teléfonos. Tenía el aparato sujeto entre la cabeza y el hombro y la vista perdida en el suelo. El sol de Miami le quemaba la espalda y estaba haciendo que se sintiera aún peor.


—Mira, Alejandro, no te digo esto para ofenderte —comenzó mientras intentaba mantener un tono de voz calmado y se controlaba para no gritar—. Pero ¿por que voy a creer que ahora estás más cerca de conseguir dar por fin con mi hija? Me da la impresión de que no ha cambiado nada, no me ofreces nada nuevo.


—Ya sé que otras veces te he dicho que estaba a punto de encontrarla —repuso Alejandro con diplomacia—. Pero he conseguido dar con un antiguo novio de tu ex mujer. Al parecer, ella lo dejó y aún está bastante molesto por ello.


Pedro no le costó nada creer lo que le decía. A Pamela se le daba muy bien abandonar a la gente...


—¿Y te ha dicho que sabe dónde está? —le preguntó intentando no hacerse demasiadas ilusiones.


Había empezado a pensar que nunca volvería a ver a Gaby. De alguna manera, sabía que le sería más fácil seguir con su vida si supiera a ciencia cierta que no iba a volver a verla. La otra opción era mejor, pero la espera y la búsqueda eran torturas inimaginables. Y siempre cabía la posibilidad de que ese momento no llegara nunca.


—Eso me ha dicho.


—¿Y que es lo que quiere a cambio de esa información?


—Veinte mil dólares.


—Entonces, dale ese dinero —repuso Pedro sin vacilar un instante.


Por primera vez en su vida, estaba contento de haber invertido bien algunos años atrás. Gracias a su previsión, contaba con algunos ahorros.


—Haré una transferencia a tu cuenta en cuanto colguemos —añadió Pedro.


—Muy bien. Pero tengo que esperar a que me llame él.


—¿Acaso no tienes forma de ponerte en contacto con ese energúmeno? —le preguntó con incredulidad.


—El tipo quería hacer las cosas así.


No pudo evitar desilusionarse. Aquello no le daba buena espina.


—¿Estás seguro de que no está tomándote el pelo?


—Ha insistido mucho. No quiere decirme dónde vive. Mira, Pedro, se que estás deseando encontrar a tu hija —le dijo el detective—. Has esperado mucho tiempo, no te rindas ahora. Tengo un buen presentimiento con este tipo.


Pedro quería creer lo que le decía. De todas formas, no le quedaba más remedio que aceptar lo que Alejandro le sugería. Si el ex novio de Pamela lo ayudaba a localizar a Gaby, Pedro podía soportar la idea de hacer las cosas como este le había pedido al detective.


—Esta tarde salgo de viaje. Estaré fuera diez días —le dijo Pedro—. Ya sabes dónde puedes localizarme, en los mismos números de siempre. La recepción será bastante buena después de que salgamos del puerto. Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?


—Así lo haré —le prometió Alejandro antes de despedirse.


Pedro colgó también el teléfono, pero no se fue de allí. Algo, quizá superstición, hizo que mantuviera la mano sobre el aparato. Era como si acabar con esa llamada pudiera también haber acabado con la posibilidad de dar por fin con su hija. No la había visto durante casi dos años. Tiempo que había pasado pensando en dónde estaría y cómo estaría. Se preguntaba si la niña lo echaría de menos. A lo mejor creía que él la había abandonado. Ese pensamiento hizo que sintiera un dolor casi físico en el pecho. 


Lamentaba más que nada que su hija pudiera pensar que a él no le importara ya nada, que la había dejado atrás, que no la quería…


Hizo otra llamada, esa vez a su banco para que se hiciera una transferencia a la cuenta de Alejandro. 


Cuando terminó, salió de la cabina y se encaminó hacia el Gaby, su barco, por el muelle de madera. Sintió que iba a padecer pronto una migraña. Era como uno de esos huracanes que se formaban en la costa del sur de Florida, de ésos que aparecían de la nada e iban ganando fuerza en muy poco tiempo.


Estaba llegando al barco cuando vio a Hernan Smith tumbado en la proa y tomando el sol. 


Empezó a sentir los latidos golpeándolo en las sienes con fuerza.


Hernan aparecía por allí con bastante frecuencia, normalmente acompañado de un par de bellezas rubias. Siempre le ofrecía a él una de las chicas. Y eso que nunca había aceptado ninguna de sus generosas ofertas.


Hernan levantó el brazo y lo miró desde el barco.


—El barco del amor ha vuelto al puerto —le dijo mientras se ponía en pie y saltaba al muelle—. Y es increíble que siga a flote con lo poco sociable que eres.


Pedro lo fulminó con la mirada.


—Tú eres el que no puede hacer nada si no es con una mujer en cada brazo. A mí me va muy bien, gracias.


Hernan procedía de Savannah y era obvio que venía de una familia de dinero. Tenía treinta y seis años y le encantaba su reputación de mujeriego. Hacía todo lo posible por aumentar esa fama. Era el heredero de una familia adinerada y se pasaba la vida haciendo cruceros por el Caribe en el yate de su padre. Siempre, por supuesto, en la compañía de bellas damas que no hacían otra cosa que tomar el sol y seguirlo a todas partes.


—Yo, a diferencia de lo que te pasa a ti, no siento aversión por el sexo femenino. Tú eres el que parece vivir como un monje. ¿No crees que es bastante raro que un tipo como tú no se aproveche de todas las mujeres que tiene a su alrededor?


—No estoy interesado.


Hernan se quedó pensativo unos segundos.


—¿Sabes qué? Deberías mudarte a Alaska. Allí llevan abrigos de piel en vez de biquinis.


—No es mala idea —repuso Pedro.




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