lunes, 30 de septiembre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 2




Dejó el salón y fue por el pasillo hacia el resto de la casa. Tiffany parecía haber decorado todo con su extravagante gusto, el pasillo tenía rayas blancas y negras. Y se encontró con rayas rosas y blancas o verdes y blancas en otras de las habitaciones que iba pasando. Se dio cuenta de que si conseguía encontrar alguna pista que incriminara a Agustin, este no iba a tener ningún problema de adaptación en la cárcel. Las paredes estaban decoradas como los uniformes de los prisioneros.


Todo estaba a oscuras. No pudo evitar estremecerse. Le daba un poco de miedo estar allí. Pero no quería encender ninguna luz y correr el riesgo de que alguien lo viera y avisara a la policía. Igual que había hecho con el código de la alarma, también había planificado esa parte de la operación. Iba a empezar a buscar en el sitio más obvio, el despacho de Agustin. 


Guiándose con ayuda de la linterna, metió la cabeza en distintas habitaciones hasta que lo encontró.


En ese cuarto, Tiffany parecía haber renunciado a las rayas. Las paredes estaban pintadas. Eran moradas, pero estaba segura de que el pedante de su ex marido se referiría a ese tono como color berenjena o algo así.


Fue hasta la mesa de escritorio, se sentó en el sillón de piel y empezó a abrir cajones. En los primeros tres no encontró otra cosa que no fueran objetos de oficina y sobres llenos de papeles que no le decían nada.


El último cajón estaba cerrado con llave, pero eso no era un problema, había ido muy bien preparada. Sacó de un bolsillo de su chaleco una cajita negra que contenía varias ganzúas y ganchos que había comprado el otro día en una casa de empeños que había en la peor zona de Richmond.


Tomó una e intentó abrir al cajón. Al principio no consiguió nada, pero poco a poco fue entendiendo cómo funcionaba el mecanismo de la cerradura. Con las cuatro primeras ganzúas no consiguió nada. La quinta, sin embargo, consiguió abrir el cajón.


Se encontró con un montón de carpetas muy bien organizadas. Debajo de ellas había una caja de metal. La sacó del cajón.


Le sorprendió que estuviera abierta. No pudo evitar dar un respingo al comprobar que había una pistola en su interior. No entendía para que podría Agustin necesitar un arma. Y era una pistola grande. Había estado casada con él durante tres años y nunca había sido consciente de que tuviera una pistola.


Pensó que a lo mejor a Tiffany y a su ex marido les gustaba jugar con el arma. Sacudió la cabeza para quitarse esa imagen de la mente.


Estaba contenta de haber al menos llegado al punto en el que era capaz de bromear y reírse con lo que había sido la mayor equivocación de su vida.


Cerró la caja de metal y la volvió a meter en el cajón. Se puso entonces a mirar las carpetas. 


Fue pasando papeles y rezando para poder encontrar algo que incriminara a Agustin.


Pero no vio nada.


Pasaron veinte minutos y seguía con las manos vacías. Sólo había encontrado recibos de alquileres de coche, talleres y seguros.


Se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Sabía que tenía que haber algo en esa extravagante mansión que demostrara que era un mentiroso y un estafador.


Pero no quería seguir pensando en él y lamentarse. Quería dejar atrás esa parte de su vida, olvidarse de todo y enterrarlo para siempre.


Ahora que sabía cómo era Agustin, le resultaba más fácil entender todo lo que había pasado en los últimos años y le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Lo malo era que ya no le servía de nada ser consciente de su enrevesada personalidad.


Con renovada energía, se puso en pie de golpe y fue hasta el dormitorio principal, donde el encaje y los espejos eran la base de la decoración. No entendía cómo podía Tiffany haber recibido un título como decoradora de interiores. Aquello le parecía horrible. Toda la casa era un ataque a los sentidos.


Empezó buscando en las mesitas de noche. 


Vació los cajones encima de la colcha negra.


Allí había bálsamo labial, crema de manos, algunos recibos, entradas de teatro usadas… 


Miró en todos los cajones del dormitorio.


Después buscó dentro del enorme vestidor. 


Aquello parecía unos grandes almacenes en miniatura. Cerró la puerta por dentro y encendió la lámpara. Allí no había ventanas y nadie podría ver la luz desde fuera de la casa. Buscó en los bolsillos de los trajes, miró debajo de cada jersey y abrió todas las cajas de zapatos. Nada.


Se dejó caer en el suelo y apoyó la cabeza en las manos. A lo mejor había llegado el momento de aceptar que habían abusado de ella, que había dejado que un hombre la engañara y le robara hasta el último céntimo.


Pensó que quizá debería intentar olvidarse de todo aquello y empezar de nuevo. Podría trabajar de camarera en algún restaurante de comida basura, donde los feos uniformes de poliéster harían poco por resaltar sus femeninas curvas.


Se puso de pie y miró el reloj. Había llegado el momento de admitir la derrota. Le dio una patada a uno de los caros mocasines de piel de su ex. El zapato voló por el aire y golpeó con un fuerte sonido el rodapié del vestidor.


Se quedó mirándolo un momento. O esa pieza del rodapié estaba despegada o se había imaginado el sonido a hueco.


Se arrodilló y metió el dedo detrás de la madera. 


El rodapié se movió. Apartó el mocasín y tiró de la madera. No le costó demasiado trabajo.


Estaba de nuevo esperanzada. No todo estaba perdido. Podía sentir una descarga de adrenalina recorriendo sus venas.


Apoyó su oído izquierdo en el suelo y miró por el agujero de la pared. Después metió la mano. 


Encontró algo duro.


Tomó la linterna y alumbró el interior del escondite. Vio que allí había una especie de bolsa de piel.


Con el corazón a mil por hora, plantó los pies a ambos lados de la apertura y, con toda la fuerza que le quedaba, tiró de la madera. La pared cedió y se abrió. Era como la puerta de una cueva o la guarida de un pirata.


Se quedó mirando el oscuro interior unos segundos. Después sacó la bolsa de piel. 


Desenganchó los cerrojos y la abrió.


Se quedó helada.


Dinero. Montones de dinero. Tomó un fajo de billetes. Todos eran de cien dólares. Había demasiados como para contarlos.


Paula se quedó allí sentada sin hacer nada, sin moverse, casi sin respirar. Le parecía increíble haber dado con ese tesoro. Podía sentir el dulce sabor de la venganza en su boca. Su marido la había traicionado en todos los sentidos.


Levantó la bolsa y la vació.


Se imaginó que allí habría al menos un millón de dólares. O quizá más.


No sabía qué hacer.


Si salía de la casa con el dinero, Agustin iría tras ella en cuanto descubriera que su tesoro había desaparecido.


Pero tenía claro que Agustin no tenía muchas opciones. No podía ir a la policía y acusarla de haberle robado un dinero que él no tenía derecho a tener.





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