lunes, 30 de septiembre de 2019
LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 1
Paula Chaves no había caído más bajo en su vida. Estaba en la ruina, desesperada y a punto de convertirse oficialmente en una ladrona.
Y su ex marido era el artífice de toda esa situación. Estaba decidida a vengarse por lo que le había hecho. Costara lo que costara, iba a conseguir que pagara por todo.
Tomó esa decisión en el jardín de la gran mansión que Agustin acababa de comprar en uno de los vecindarios más lujosos y distinguidos de Richmond. Teniendo en cuenta que su ex alegaba que no tenía nada de dinero, esa adquisición era más que insólita. Pero, claro, él tenía el dinero de Paula y parecía que carecía del suficiente sentido común o conciencia como para no gastárselo.
Pasó un coche cerca de ella, las luces la iluminaron durante medio segundo.
Dio un paso atrás para esconderse en las sombras. El corazón le latía con mucha fuerza.
Esperó unos minutos después de que pasara el coche para separarse de la pared de ladrillo a la que se había pegado.
Se imaginó los titulares. «Paula Chaves, hija del multimillonario Hector Chaves, condenada a pasar entre cinco y diez años en la cárcel por robo y allanamiento de morada».
Sabía que era una locura que estuviera allí, pero no podía reunir la voluntad suficiente como para irse. Agustin le había estado robando toda su fortuna poco a poco durante los tres años anteriores. Siempre le sucedía lo mismo, le bastaba pensar en ello para sentirse nuevamente humillada. Todo aquello era muy doloroso.
Se separó un poco de la casa para contemplarla mejor. Agustin vivía según la creencia de que más era siempre mejor. La edificación que tenía delante de ella era una prueba de ello.
Una piscina ocupaba la mayor parte del jardín trasero. Estaba rodeada de caros maceteros importados en los que había grandes árboles redondeados por las tijeras de algún jardinero. A un lado de la piscina había una larga fila de tumbonas de hierro forjado con lujosos y cómodos almohadones.
Se imaginó cómo se sentiría después de lanzar cada una de esas tumbonas al agua cristalina.
Pero creía que eso no le serviría de nada y había ido hasta allí para encontrar alguna evidencia, algo concreto que pudiera llevar a la policía y demostrar a las autoridades que, tal y como les había dicho, su ex marido era un delincuente y un canalla.
Lo cierto era que no sabía qué buscar. Se imaginó que lo sabría cuando lo viera, pero tenía que encontrar alguna prueba de lo que había hecho Agustin, eso lo tenía claro. Le parecía imposible que alguien pudiera malversar millones de dólares sin dejar ningún tipo de rastro.
Se sacó una linterna de su chaleco. Miró el resto de su atuendo. Se había puesto un jersey de cuello alto, guantes, pantalones de campaña y botas. Sonrió al pensar que se había dejado llevar un poco por las películas de espías que había visto.
Unas elegantes puertas de cristal daban acceso a la casa desde la piscina y el jardín trasero. Se acercó a ellas y miró el interior de la casa. El salón estaba a oscuras.
En cuanto se hubo enterado de que Agustin y su nueva esposa iban a estar fuera de la ciudad hasta el día siguiente, había llamado esa misma mañana a la casa para decirle al ama de llaves que tenía que entregarle un paquete al señor Forrester.
Berta, el ama de llaves alemana que su ex había contratado, le había dicho que estaría en la mansión hasta las seis de la tarde.
Eran ya las siete y media y estaba claro que no había nadie en la casa. Todas las luces estaban apagadas. A pesar de todo, el estómago le dio un vuelco al pensar en lo que podría pasar si alguien la descubría allí dentro.
Pero le bastó con imaginarse delante del juez que resolvió su divorcio. Recordó cómo este había fallado en su contra y le había dicho que su marido había tenido el permiso de Paula para hacer lo que quisiera con los bienes del matrimonio.
—El nombre de su marido está en todas las cuentas, querida —le había dicho el juez con desdén y condescendencia en la voz.
Estaba claro que pensaba que era estúpida.
—Puede que su marido haya tomado algunas decisiones financieras nefastas, pero no hay leyes que castiguen eso. Le sugiero, jovencita, que tenga más cuidado la próxima vez a la hora de elegir con quien se casa —había añadido el magistrado.
Lo que había aprendido era que parecía que tampoco había leyes que castigaran a un marido por robar a su esposa.
Sí había leyes, no obstante, que castigaban el allanamiento de morada y el robo. Miró rápidamente en ambas direcciones y golpeó la puerta con la parte trasera de la linterna, a la altura del tirador de la puerta. El cristal se quebró a la primera y un montón de pedazos cayeron al suelo del salón.
Metió la mano por el agujero que acababa de hacer y abrió el cerrojo. La puerta se abrió y de repente se oyó una sirena.
Sobresaltada, dio un respingo. Ya se había imaginado que habría instalado un sistema antirrobo y que la alarma sería muy ruidosa. Era típico de Agustin. Le iba lo más grande, lo más lujoso y lo más estridente.
Entró y cerró la puerta. Se ayudó de la linterna para llegar hasta el vestíbulo de la casa.
Se encontró con el panel de la alarma justo donde esperaba, a la izquierda de la puerta de entrada. Tenía cuarenta y cinco segundos para descubrir el código y apagar la alarma antes de que llamara la empresa de seguridad. Esa misma mañana, había pasado casi dos horas pensando en distintas combinaciones que Agustin podría haber elegido como código de seguridad.
Después de estar casada con el durante tres años, se había dado cuenta de que sólo tenía tres cosas en la cabeza: el golf, las mujeres y el dinero. Aunque no precisamente en ese orden de importancia.
Se sacó de un bolsillo de los pantalones el papel en el que había escrito las que le habían parecido esa mañana las mejores opciones.
Primero lo intentó con la palabra «golf» y pulsó los cuatro números que correspondían a su mejor puntuación en el campo, 6-2-6-5. Se lo sabía de memoria, su ex no dejaba de presumir y hablar de ello.
Pero la alarma no se detuvo.
Lo intentó con las mujeres y metió los números 90-60, las medidas perfectas de Tiffany, su nueva mujer. Pero la alarma siguió torturando sus oídos.
Se estaba quedando sin tiempo, no debían de quedarle más de diez segundos. Probó con su número de la suerte, el que usaba para comprar acciones. A su ex marido le gustaba jugar en la bolsa de la misma manera que las ancianas jugaban en los casinos de Las Vegas.
Agustin comprobaba cada poco en Internet cómo iban sus acciones. Había tenido suerte sólo una vez y había presumido delante de todo el mundo del precio al que había conseguido vender sus participaciones.
Miró el papel de nuevo. Esperaba no equivocarse. Era su última oportunidad. Respiró profundamente y pulsó los números indicados.
La alarma se detuvo de inmediato. Silencio.
Todo se quedó por fin en calma.
Entonces se enfadó de nuevo. La elección del código le demostraba una vez más que, para Agustin, todo giraba en torno al dinero. Entendía que, sin él, no podría permitirse jugar al golf ni salir con las mujeres que quisiera.
Apoyó la cabeza en la pared y respiró profundamente para intentar recuperar la tranquilidad. Se dio cuenta de que algún vecino podía haber escuchado la alarma y haber llamado a la policía. Cabía la posibilidad de que agentes irrumpieran en la vivienda en cualquier momento.
Respiró de nuevo para calmarse.
Sabía que se estaba volviendo algo paranoica.
La casa más cercana a la de Agustin estaba lo suficientemente lejos como para que no hubieran oído la sirena del sistema de seguridad. Creía que contaba con tiempo suficiente como para buscar pistas en la casa.
Durante toda la noche, si lo creía necesario.
Se giró y miró a su alrededor con ayuda de la linterna. Aún estaba temblando. El salón principal parecía una fábrica de caramelos de Navidad. Las paredes estaban pintadas con rayas rojas y blancas. No pudo evitar que le diera la risa. Le dolían los ojos sólo de mirarlas.
Para Agustin, era muy importante mantener las apariencias. Se preguntó si proporcionaría a sus amigos gafas protectoras antes de entrar en esa habitación.
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